Napoleón y el Islam

Napoleón y el Islam

Louis Blin aborda en su obra “Napoleón y el Islam” numerosos aspectos de la relación entre dicha religión y el emperador francés. El relato de la expedición egipcia de 1798, primera parte del plan expansionista ideado por Charles Maurice Talleyrand-Périgord, ilumina la compleja personalidad de Napoleón (1769-1821): un mensajero de reconciliación entre el cristianismo y el islam, entre Occidente y Oriente. Atrapado entre un sueño idealista y una ambición desmedida, la arrogancia del “Sultán el-Kebir” y su proyecto imperial universal condujeron el idealismo de la Ilustración a un callejón sin salida suicida.

 

Louis Blin no es indulgente en su valoración del fracaso de Napoleón. Sin embargo, demuestra, con pruebas fehacientes, la profunda sinceridad de la islamofilia de Bonaparte, este “católico que prefería el islam al cristianismo”.

Una oportunidad perdida con Oriente

¿Cuál fue la base de la fascinación de Napoleón por el islam? El autor analiza meticulosamente sus causas. En primer lugar, estuvo la influencia de Jean-Jacques Rousseau (m. 1778), un estrecho aliado del Imperio Otomano, quien, en su Contrato Social, veía al profeta Muhammad como “un genio grande y poderoso” y un legislador.

Estas ideas rousseaunianas de justicia social, libertad de conciencia y tolerancia hacia todas las religiones fueron adoptadas por Napoleón como una alternativa a la descristianización revolucionaria. Como consecuencia de este enfoque filosófico, todas las religiones fueron equiparadas. Libre del espíritu de cruzada, Napoleón defendió el proyecto de una “gran nación multiétnica donde los musulmanes tienen el lugar que les corresponde” y se imaginó a sí mismo como un nuevo líder, un legislador conquistador que acudía en auxilio del Oriente subyugado.

Sultán en El Cairo, emperador en París

Es imposible hablar de Napoleón sin mencionar su política hegemónica antibritánica. La ambición de Napoleón se cristalizó en su proyecto de una “nación árabe”: “¿Cómo puede el fértil Egipto, la santa Arabia, estar dominada por pueblos del Cáucaso (los turcos)?”, exclamó.

Sin embargo, el objetivo político y estratégico no es lo que centra la atención del autor, quien busca, sobre todo, destacar la “dimensión religiosa de su propia creación” y la búsqueda de identidad de este primer héroe romántico. Abundan los testimonios de su círculo íntimo que dan fe de la empatía de Napoleón por el dogma unificador del islam: “El emperador lee el Corán en silencio y declara que la religión de Muhammad es la más bella”.

Aliada a su sueño de grandeza, su admiración por el islam lo llevó a “abandonar una Francia codiciada por un Egipto deseado”. Sus memorias, “Las campañas en Egipto y Siria”, escritas al final de su vida, dan fe de su profunda empatía y anticipan el “viaje a Oriente” de los románticos.

¿Era sincera su islamofilia?

Lejos de ser parcial, Louis Blin presenta los hechos y los escritos del emperador, y los contrasta para que los lectores puedan formarse su propia opinión al respecto.

Su estudio revela que no se puede negar la sinceridad de su admiración por el islam y su Profeta, como demuestran sus últimas declaraciones, cuando ya no es el conquistador de Egipto quien habla. Cuando, en 1816, en Santa Elena, reprochó a Voltaire por “decir que un gran hombre que había cambiado el mundo actuaba como el más vil canalla”, difícilmente se le podía acusar de oportunismo. Su correspondencia con sus seres queridos en sus últimos años revela a un “musulmán de corazón” que distaba mucho de haber pronunciado la shahada a la ligera en 1798. “Redactó y firmó la profesión de fe musulmana con plena consciencia y en numerosas ocasiones”, nos dice el autor.

En el exilio, incluso escribió al general Gourgaud: “Espero que pronto llegue el día en que el islam predomine en el mundo”. En conclusión, el autor desmonta muchos argumentos que ponen en duda la sinceridad de la islamofilia de Napoleón, un punto que los lectores comprenderán.

Emperador republicano y católico por convención social, las paradojas de Napoleón se miden frente a la singularidad de este “hombre excepcional”, ante todo teísta: “Existe un Ser infinito ante el cual yo, Napoleón, no soy absolutamente nada…”. El lúcido análisis de Louis Blin sobre la islamofilia del emperador, a pesar del secretismo que la rodeaba, demuestra que se puede ser francés y europeo y musulmán de corazón. No reconocer la inclinación hacia el islam entre los grandes hombres de la nación sería, según él, traicionar la gran cultura francesa.

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