El amor apasionado de Dios por el hombre comienza ya en el Génesis.
Por: Arturo Rojas.
Decíamos la pasada semana que las pasiones nobles son siempre recomendables y deben ser fomentadas y se diferencian de las pecaminosas en que las primeras son crónicas, es decir que deben manifestarse a lo largo de toda nuestra vida de manera constante y no en algunos breves y ocasionales momentos de entusiasmo intenso pero momentáneo.
Las pasiones nobles son, entonces, dosificadas, continuas y crecientes, mientras que las pecaminosas son desbordadas, desordenadas y caprichosas. De hecho, el Señor demanda y espera una pasión crónica de sus hijos por la causa del Padre Celestial. Al fin y al cabo Él ha mostrado una pasión ejemplar a través de la historia para salvar al hombre.
La pasión de Cristo no se limita a la Semana Mayor, como muchos suelen creerlo. La pasión de Dios por el hombre comienza en el Génesis al prometer un redentor en el llamado “protoevangelio”: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le herirás el talón»” (Génesis 3:15).
Y continúa manifestándose crecientemente a través de apasionadas declaraciones y acciones divinas correspondientes a favor de su pueblo a lo largo de todo el Antiguo Testamento: “Porque el Señor su Dios es un Dios compasivo que no los abandonará ni los destruirá; tampoco se olvidará del pacto que mediante juramento hizo con sus antepasados… ¿Ha sucedido algo así de grandioso o se ha sabido alguna vez de algo semejante? ¿Qué pueblo ha oído a Dios hablarle en medio del fuego como lo has oído tú y ha vivido para contarlo? ¿Acaso hay un dios que haya intentado entrar en una nación y tomarla para sí mediante pruebas, señales, milagros, guerras, actos portentosos y gran despliegue de fuerza y de poder, como lo hizo por ti el Señor tu Dios en Egipto, ante tus propios ojos?… ¡Ojalá tuvieran un corazón inclinado a temerme y cumplir todos mis mandamientos para que a ellos y a sus hijos siempre les vaya bien!” (Deuteronomio 4:31-35, 5:29).
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Estas declaraciones emotivas y apasionadas por parte de Dios hacia Su pueblo suben de tono en los escritos de los profetas: “«¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15); “Diles: ‘Tan cierto como que yo vivo, afirma el Señor y Dios, no me alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala conducta y viva. ¡Conviértete, pueblo de Israel; conviértete de tu conducta perversa! ¿Por qué habrás de morir?’” (Ezequiel 33:11); “¿Cómo podría yo entregarte, Efraín? ¿Cómo podría abandonarte, Israel? ¿Cómo puedo entregarte como a Admá? ¿Cómo puedo hacer contigo como con Zeboyín? Dentro de mí, el corazón me da vuelcos, y se me conmueven las entrañas. Pero no daré rienda suelta a mi ira ni volveré a destruir a Efraín. Porque yo soy Dios y no hombre, el Santo está entre ustedes; y no iré contra sus ciudades»” (Oseas 11:8-9).
Después de todo: “¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su heredad? No estarás airado para siempre, porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros. Pon tu pie sobre nuestras maldades y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7:18-19).
Y alcanzan su punto culminante con la venida del Señor Jesucristo, expresión suprema de esta pasión en el pasaje más citado al respecto: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
El Señor Jesús se expresó de manera apasionada en relación con Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Mateo 23:37), e incluso lloró por ella: “Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella” (Lucas 19:41).
Por eso, como lo dice Max Lucado. “La creación más grande de Dios es su plan para llegar a sus hijos. El cielo y la tierra no conocen una pasión mayor”.
A la vista de todo lo anterior, el cristiano que comprende esto vivirá siempre su fe de manera fervorosa y apasionada, como Dios lo amerita, conforme a la exhortación del apóstol: “… sirvan al Señor con el fervor que da el Espíritu” (Romanos 12:11)
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