En este primer domingo de Cuaresma la Iglesia propone a la consideración de los cristianos el relato evangélico de las Tentaciones de Jesús, luego de su bautismo en el Jordán y antes de iniciar su ministerio público. Sobre esto basa su reflexión el arzobispo de Santa Fe, monseñor José María Arancedo.
“Todo lo que acontece en Cristo -reflexiona el arzobispo- tiene para la vida del hombre un sentido salvífico y de enseñanza. Las tentaciones en el desierto pertenecen a la realidad de ese ‘misterio de iniquidad’ que es el mal, y que busca apartar a Jesús de su camino. Asistimos a una de las primeras enseñanzas del Señor que nos anticipa el triunfo de su Pascua. Él no vino a suprimir el mal sino a vencerlo, y a dejarnos este triunfo como gracia que se convierte, para nosotros, en el principio de una Vida Nueva”.
Mons. Arancedo considera “como enseñanza de las Tentaciones el lugar y la primacía de Dios, su Padre, en la vida de Jesús. Cuando Dios ocupa su lugar todo se ordena y jerarquiza. Apartar a Jesús de su relación con Dios presenta, en la segunda tentación, el momento de mayor tensión y definición en la vida de Jesús: ‘Te daré todo este poder y esplendor de estos reinos, si te postras delante de mí’, pero Jesús respondió: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”. También en nuestras vidas, aunque en otro nivel, se da esta tentación. Todo acto de fe debe incluir la primacía de Dios, a riesgo de hacer de él un pequeño ídolo que lo utilizamos al servicio de nuestras necesidades. En estos casos, que desgraciadamente existen, Dios deja de ser Dios y la vida religiosa llega a convertirse en una suerte de magia”.
“En las Tentaciones de Jesús -dice el arzobispo santafesino- también vemos nuestra fragilidad pero, sobre todo, muestra la verdad y el sentido de la vida. La tentación es consecuencia de la condición humana herida por el pecado, pero no vencida. Hablamos de la tentación como de una realidad que nos inclina al mal y debilita la vida del hombre y sus relaciones. Frente a ello es necesario tener una idea clara de nuestra dignidad de hijos de Dios y de las actitudes que ello implica como de los valores que la sostienen, sobre todo, del fundamento que les da solidez y la posibilidad real de vivirlos. Hay un deseo de vivir los grandes valores del amor y la vida, de la verdad y la justicia, de la paz y la solidaridad, pero se nota también una gran orfandad que nos limita y nos hace frágiles frente a las tentaciones”.
“Esta tarea de reconstruir la armonía y el sentido del hombre creado por Dios es, precisamente, la misión de Jesucristo, que con su palabra y su gracia nos ofrece el verdadero camino de nuestra plena realización”, concluye monseñor Arancedo.
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