Desde sus orígenes, el islam ha promovido el conocimiento como una forma de adoración. Las primeras bibliotecas islámicas no solo conservaron libros, sino que fueron centros vivos de investigación, traducción y reflexión. En ciudades como Bagdad, El Cairo, Córdoba o Fez, florecieron espacios donde el saber era valorado como un tesoro sagrado.
La Bayt al-Hikma (Casa de la Sabiduría) en Bagdad, fundada en el siglo IX, es uno de los ejemplos más emblemáticos. Allí se tradujeron al árabe importantes obras griegas, persas e indias. Matemáticos, filósofos, astrónomos y médicos trabajaban codo a codo, compartiendo ideas sin importar su origen religioso. Fue un verdadero faro intelectual del mundo.
En Al-Ándalus, bibliotecas como la de Córdoba llegaron a tener cientos de miles de volúmenes, cuando en Europa muchas ciudades apenas tenían una. Los califas, visires y sabios andalusíes consideraban que apoyar el conocimiento era un deber de gobierno. Esta pasión por los libros generó un ambiente de convivencia intelectual y creatividad científica.
Hoy en día, el espíritu de estas bibliotecas sigue vivo. En Turquía, Marruecos y Egipto, bibliotecas históricas están siendo restauradas para uso moderno. Además, muchas comunidades musulmanas han creado bibliotecas digitales para difundir el conocimiento islámico a nivel global. Esta fusión entre tradición y tecnología garantiza el acceso al saber en el siglo XXI.
Reivindicar el papel de las bibliotecas en el islam es recordar que nuestra civilización se ha construido sobre la base del conocimiento. No es casualidad que la primera palabra revelada del Corán haya sido Iqra (lee). Leer, aprender y enseñar son actos de fe. Las bibliotecas, entonces, son santuarios del intelecto y guardianas del legado musulmán.
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