Hay tres estaciones cruciales en el itinerario papal de reconciliación entre católicos y judíos. Se trata de un trayecto iniciado por San Juan Pablo II, continuado por el Papa Benedicto XVI y ahora confirmado por el Papa Francisco, que incluye a la Gran Sinagoga de Roma, el Estado de Israel y el ex campo de exterminio Auschwitz-Birkenau en Polonia.
La visita a la primera reconoce los vínculos religiosos especiales que conectan a la iglesia con el pueblo judío. Visitar Israel refleja el reconocimiento, por parte de la iglesia, del centro neurálgico de la vida judía contemporánea.
Pero el significado pleno de estas dos etapas solo puede ser apreciado en su total magnitud a la sombra de Auschwitz.
Es la memoria de la hostilidad hacia los judíos y la vulnerabilidad que los judíos experimentamos en el pasado lo que nos permite apreciar el significado del asombroso proceso de reconciliación entre católicos y judíos de los últimos 50 años y de la renacida soberanía nacional judía.
Ha sido un inmenso privilegio para mí el haber estado presente cuando Francisco dedicó un silencioso homenaje a las víctimas de la Shoá en Auschwitz-Birkenau. En este lugar que fue testigo de la atrocidad más sistemática en la historia de la humanidad, las palabras sobran y el silencio emerge como la máxima expresión de solidaridad con las víctimas.
Para apreciar plenamente este silencio, uno debe también tomar nota del contenido de lo que Francisco escribió y dijo luego en voz alta.
En el libro que redactó junto al rabino argentino Abraham Skorka, él escribió que lo que hace única a la Shoá es el intento sistemático de aniquilar la existencia del pueblo judío en su totalidad.
Siguiendo a sus predecesores, el Papa declaró que ser antisemita es incompatible con lo que representa ser un buen cristiano.
El hecho de que esta definición resulte obvia para la mayoría de los cristianos hoy es en sí mismo un testimonio de la transformación dramática que han experimentado las relaciones entre católicos y judíos.
Sin embargo, hasta hace 50 años atrás, los judíos eran representados en el mundo cristiano como individuos rechazados y maldecidos por Dios – un enfoque que demonizaba y hasta deshumanizaba a los judíos.
Fue precisamente bajo el impacto de la Shoá que el Concilio Vaticano Segundo convocado por San Juan XXIII proclamó “Nostra Aetate”, el histórico documento que rechazó esta visión y marcó el comienzo de una nueva era de enseñanzas positivas respecto a los judíos y el judaísmo.
En línea con este antecedente, Francisco declaró en su exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” que “la amistad que ha crecido entre nosotros (cristianos y judíos) nos hace lamentar con amargura y sinceridad las terribles persecuciones… en especial las que involucraron a cristianos”.
Tal como un destacado sacerdote católico me dijo al dejar Auschwitz: “¿Quién sabe qué diferente habría sido la historia si Nostra Aetate hubiera sido publicado 30 años antes?”
No sólo Francisco reafirmó la definición de sus antecesores de que el antisemitismo es “un pecado contra Dios y el ser humano”, sino que también declaró que el antisionismo que niega el derecho a la independencia nacional del pueblo judío es precisamente parte de dicho antisemitismo.
Siendo Francisco el tercer Papa en visitar estos lugares, él los ha consagrado como parte de los itinerarios papales del futuro, asegurando que esta reconciliación entre cristianos y judíos sea por siempre parte importante de la “agenda papal”.
De todas formas, el catolicismo y el judaísmo son dos religiones significativamente diferentes. También tenemos memorias colectivas e interpretaciones muy diversas de los acontecimientos. En especial en lo que toca a la Shoá y el rol de la Santa Sede durante este período trágico.
Las organizaciones judías, incluida la mía, han venido reclamando al Vaticano por décadas que abra los archivos secretos que guarda celosamente para que los historiadores puedan estudiarlos sin restricciones. Éste sería un paso crucial. Sin embargo, al final de cuentas, todo el análisis y escrutinio del mundo probablemente no podrán impedir que persistan las diferencias entre la iglesia y el pueblo judío.
Puesto que el Papa no es sólo un líder temporal de los fieles católicos, la vasta mayoría de los judíos considerará cualquier interpretación o justificación como insuficiente e inadecuada a la luz de la atrocidad de la Shoá.
Es tiempo de que entendamos esto y aceptemos el desacuerdo con respeto. Es tiempo no sólo de respetar las diferencias y los símbolos de los otros, sino también de aceptar que portamos memorias e interpretaciones diferentes.
Por supuesto que las lecciones de la Shoá jamás deben ser olvidadas. Pero al mismo tiempo es precisamente con la perspectiva que nos da la Shoá que debemos valorar el largo camino que hemos recorrido católicos y judíos y hasta dónde hemos llegado.
Independientemente de si Francisco abre los archivos o no, él es la personificación de la bendita transformación que han vivido las relaciones entre católicos y judíos en nuestro tiempo y fue precisamente su silencio en Auschwitz-Birkenau lo que resaltó esto para que lo viera el mundo entero.
(El Rabino David Rosen es el Director Internacional de Asuntos Interreligiosos del American Jewish Committee. Él acompañó al Papa en su visita a Auschwitz-Birkenau en julio).
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