Francisco y Donald, los (im)posibles acuerdos

Francisco y Donald, los (im)posibles acuerdos

Por gentil concesión de la revista «Limes», reproducimos el artículo de Gianni Valente publicado en el número 11/2016, titulado «La agenda de Trump»

GIANNI VALENTE

En el nuevo escenario mundial que ha provocado la elección de Donald Trump no hay que dar por descontado que la Ciudad del Vaticano y su soberano acaben en la nueva lista negra de “Estados bribones”.

Mucho antes del 8 de noviembre, la idea del enfrentamiento inminente entre el líder político más poderoso del mundo y el obispo de Roma estimulaba los reflejos condicionados del sistema mediático global. Se trazaban, sin demasiada fantasía, las rutas de colisión casi obligadas entre el nuevo comandante que amenaza deportaciones de inmigrantes y el Papa argentino de los viajes simbólicos a Lampedusa y Lesbos, para quien rechazar en el mar las pateras de desesperados representa un «acto de guerra». Pero después del triunfo del magnate neoyorquino, el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado vaticano y jefe de la diplomacia papal, comenzó a escombrar el terreno de conjeturas fáciles, adentrándose con palabras y tonos conciliadores por las tierras desconocidas de la nueva estación de las relaciones entre Estados Unidos y la Santa Sede. Parolin tomó nota con respeto de «la voluntad expresada por el pueblo estadounidense a través de este ejercicio democrático». Felicitó al nuevo presidente y le deseó que su gobierno pueda «ser verdaderamente fructuoso», además de garantizar «nuestra oración para que el Señor lo ilumine y lo sostenga al servicio de su patria», pero también «al servicio del bienestar y de la paz en el mundo». Parolin añadió que «hoy se necesita que trabajemos todos para cambiar la situación mundial, que es una situación de grave laceración, de grave conflicto».

Con respecto a las exclamaciones de júbilo que expresaron los mayores exponentes del Patriarcado de Moscú tras la victoria de Trump, la sobriedad sopesada de las palabras de Parolin es, de por sí, elocuente. Vuelve a proponer el respeto por los poderes constituidos y las legítimas autoridades expresado tradicionalmente por la Iglesia, que desde San Pablo reza «por todos los hombres, por el rey y por todos los que están en el poder, para que puedan transcurrir una vida en calma y tranquilidad con toda piedad y dignidad». Señala que la Santa Sede y Papa Francisco no tienen patentes de legitimidad que conceder u obtener, ni intereses o «agendas» propios que reivindicar o por los cuales llegar a acuerdos con el próximo inquilino de la Casa Blanca. Deja abierta la posibilidad de que justamente la evidente ausencia de afinidades electivas entre el actual sucesor de Pedro y el sucesor de Obama pueda, paradójicamente, liberar el magisterio papal y la misión de la Iglesia de condicionamientos políticos y culturales, con los que también la Santa Sede ha debido lidiar en las últimas décadas.

La realidad y las caricaturas

Las señales de distancia objetiva entre el Tycoon que ahora es presidente y el Papa argentino fueron infladas en febrero del año pasado, en ocasión de la visita de Bergoglio a México. Trump comenzó: la cadena Fox Tv le pidió su opinión sobre la misa para los migrantes que el Papa habría celebrado pocos días después en la frontera entre Ciudad Juárez y El Paso, y él dijo que el obispo de Roma era «una persona muy política», que «no comprende los problemas que tiene nuestro país» ni el «peligro de la frontera abierta que tenemos con México». Durante el vuelo de regreso a Roma, respondiendo sobre las frases que la acababa de dedicar Trump, el Papa no usó medias tintas al declarar que «una persona que solo piensa en alzar muros, sea donde sea, y no en hacer puentes, no es cristiana». Trump replicó en los medios de comunicación que «para un líder religioso es escandaloso poner en duda la fe de una persona». Y después alzó el tono lanzando la hipótesis de que, en caso de un ataque yihadista contra el Vaticano, el Papa «querrá y rezará solamente porque Donald Trump sea Presidente, porque esto, conmigo, no podría suceder».

Antes de la virtual diatriba de febrero del año pasado, el sucesor designado de Obama se había expresado con tonos más delicados sobre el Papa argentino. El 25 de diciembre de 2013, que fue la primera Navidad del Pontificado bergogliano, “tuiteó” que «el nuevo Papa es un hombre muy humilde, y esto probablemente explica por qué me gusta tanto».

Sin tomar en cuenta los juegos mediáticos y las posturas caricaturescas, no se pueden minimizar los puntos de contraste objetivo entre la agenda de Trump y las urgencias pastorales y sociales más importantes para Papa Francisco y algunos de sus colaboradores. La continuación del muro que separa a Estados Unidos de México, prometido insistentemente durante la campaña electoral, es solo uno de los detalles más evidentes y simbólicos de la absoluta desarmonía entre las consignas de Trump y los mantras del Papa argentino: el primero promete deportaciones de masa de inmigrantes, mientras el segundo habla al Congreso de Estados Unidos como «hijo de inmigrantes, sabiendo que también muchos de ustedes son descendientes de inmigrantes». El primero vence cabalgando las pulsiones islamófobas de parte del electorado estadounidense, mientras el segundo llama «hermanos» a los musulmanes y rechaza neta e insistentemente cualquier identificación sumaria del islam como religión violenta. El primero promete eliminar las «gun-free-zones» y permitir entrar con armas incluso a las iglesias, respetando la segunda enmienda que garantiza el derecho de poseer armas a los ciudadanos de Estados Unidos. El otro, el Papa, indica que el tráfico de armas es la causa principal de la «guerra en pedacitos» que está viviendo actualmente el mundo. Trump exalta las bondades de la pena de muerte, Papa Francisco indica que la pena capital es «hoy inadmisible» y también que la cadena perpetua es como una «pena de muerte escondida».

Si la nueva administración estadounidense transforma en programa político la propaganda contra los migrantes y los guiños electorales a las fobias de carácter étnico-religioso, la Santa Sede podría aprovechar de la circunstancia para desmentir falaces mitologías mediáticas y declinar las propias instancias en términos más articulados, desmarcándose de las sospechas de cultivar idealismos ingenuos. La comparación con eventuales pulsiones de identidad y de supremacía podría servir para contrarrestar y desenmascarar a los que, con descripciones interesadas, de una parte y de otra quieren que se confundan las preocupaciones evangélicas de Papa Francisco con las rectoras de la globalización neoliberal, incluso en su versión clintoniana. Para el Papa y la Santa Sede la preocupación por los migrantes no representa alinearse con ideologías mesiánicas sobre la libre circulación de la fuera de trabajo, sino que tiene como fuente la predilección evangélica de los pobres. La mirada realista y crítica que ha dirigido Bergoglio al modelo de desarrollo global es capaz de comprender los malestares y la rabia de franjas empobrecidas de la población, que en los Estados Unidos llevaron a la victoria a Trump.

Un Atlántico más grande

La Santa Sede tiene mucho interés en ver si y cómo el nuevo presidente archivará definitivamente el intervencionismo sin fronteras de Estados Unidos, ya ensayado durante los años de Obama, y que habría podido vivir una segunda estación si hubiera ganado las elecciones Hillary Clinton. La diplomacia vaticana nunca ha ofrecido, ni siquiera en tiempos de Papa Wojtyla, apoyo a los Estados Unidos en sus aventuras de solitarios «exportadores armados» de la democracia y de gendarmes globales de la defensa de los derechos humanos. «Una sola nación no puede juzgar cómo se detiene a un agresor injusto», dijo Papa Francisco en agosto de 2014 al periodista estadounidense que le preguntó, durante el vuelo de regreso de Corea del Sur, si aprobaba «los bombardeos de Estados Unidos» contra los yihadistas en Irak para «prevenir un genocidio» y «defender también a los católicos».

El cambio de marcha que se anuncia en las relaciones entre los Estados Unidos de Trump y la Rusia de Vladimir Putin tampoco creará aprensiones en los Palacios vaticanos. Desde que comenzó su Pontificado, Papa Francisco y su diplomacia siempre se han alejado, con los hechos, de todos los círculos y aparatos occidentales que pretendían aislar al líder del Kremlin. Y Putin (que ya ha visitado en dos ocasiones a Bergoglio) ha demostrado con signos elocuentes que no considera al obispo de Roma como una especie de capellán del Occidente bajo las órdenes del eje del Atlántico del norte. En abril de 2015, mientras en Turquía aumentaba la furia debido a las expresiones papales con las que reconoció el Genocidio armenio, el Presidente ruso dijo: «Yo considero que el Papa tiene tal autoridad en el mundo que encontrará la manera para obtener comprensión con todas las personas de la tierra, sin importar su pertenencia religiosa».

Las nuevas y posibles sintonías entre Trump y Putin se medirán antes que nada en los terrenos del Medio Oriente y de las tensiones entre Rusia y las repúblicas ex-soviéticas de la Europa oriental (Ucrania y los Estados bálticos). Y justamente la disminución de la tensión entre Moscú y Washington en estos dos escenarios está en línea con las esperanzas de la diplomacia vaticana. En septiembre de 2013, mientras parecía inminente la intervención militar occidental en contra de Damasco, Papa Francisco envió justamente a Vladimir Putin una carta-llamado en vista de la reunión del G20 en San Petersburgo, en la que, mediante el Presidente ruso, se dirigió a los poderosos del mundo para pedirles que abandonaran «cualquier vana pretensión de una solución militar» de la crisis siria. Con esa intervención, el obispo de Roma también insistió implícitamente en que Rusia era un actor global que no podía quedar marginado en la búsqueda de soluciones para sanar conflictos y resolver crisis regionales. Desde entonces, la intervención militar de Rusia para sostener a Assad ha cambiado los escenarios en los frentes de guerra sirios. Desde el Vaticano no han salido bendiciones ni para las incursiones aéreas de Moscú (consagradas como «Guerra santa» contra el yihadismo por parte de algunos exponentes del Patriarcado de Moscú) ni para las que llevó a cabo la coalición guiada por Estados Unidos en Irak. El cardenal Parolin dejó claro el pasado 13 de noviembre que la única posible salida para el intrincado y sangriento conflicto sirio es la de la política. Ahora el posible acuerdo entre Rusia y Estados Unidos sobre el escenario de guerra sirio podría abrir vías concretas para una solución negociada del conflicto, archivando definitivamente la pretensión de poner como condición previa el fin forzado de Assad. El arzobispo Mario Zenari, nuncio apostólico en Siria, ha permanecido durante los años de la guerra en Damasco, mientras las sedes diplomáticas occidentales en la capital siria iban cerrando una tras otra para marcar sus distancias frente al régimen sirio. Y Papa Francisco, con una decisión llena de significado, lo creó cardenal en el Consistorio del pasado 19 de noviembre. También en relación con los conflictos ruso-ucranianos y entre Moscú y los Estados bálticos, el anunciado desempeño de Estados Unidos resta influencia a las políticas de presión occidental sobre el Kremlin, ejercidas mediante las sanciones económicas anti-rusas que dispuso la Unión Europea y que están en vigor hasta este enero de 2017. En los conflictos y en las tensiones regionales, la Santa Sede no ha tomado partido por las instancias nacionalistas que caracterizan a amplios sectores de la Iglesia greco-católica ucraniana. «Papa Francisco y la Secretaría de Estado», reconoció el mismo Patriarca Kirill, «han tomado una posición de autoridad en relación con la situación en Ucrania, evitando afirmaciones unilaterales e invocando el fin de la guerra fratricida».

Las potenciales convergencias entre la Santa Sede y la nueva administración estadounidense no ensombrecen ni cancelan la distancia aparentemente irresoluble entre el enfoque incluyente y humanizador de la Santa Sede frente a las tensiones étnicas, religiosas y sociales, y las palabras pronunciadas por el candidato Trump contra los musulmanes, sobre el acuerdo nuclear con Irán y sobre el restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Pero esta evidente distancia podría representar la liberación definitiva de la Santa Sede de las hipotecas residuas que han surgido de reales o presuntas «alianzas» privilegiadas entre Estados Unidos y el Vaticano.

Por este motivo, la Santa Sede, en el futuro, podría moverse con mayores libertades y menos condicionamientos en la gestión de las relaciones con los gobiernos de las potencias globales y regionales. Por ejemplo, podría dejarse atemorizar menos por las presiones y resistencias geopolíticas desplegadas incluso por aparatos políticos y eclesiales «made in USA», que se apelan a las formulas impostergables de la libertad religiosa y de los derechos humanos para oponerse al acuerdo (prefigurado como inminente) entre la Santa Sede y la República Popular China en relación con cuestiones como la vida y la organización de la Iglesia local. Un paso clave en la atormentada historia del catolicismo chino, que podría alcanzar finalmente una normalización progresiva de las relaciones entre Pekín y el Vaticano.

El ocaso de la «ortodoxia afirmativa»

En el ámbito propio de las interacciones entre las dinámicas políticas y las dinámicas eclesiales, parecen muy erradas las interpretaciones aproximativas que consideran el triunfo de Trump como la vuelta de la derecha religiosa cristiana que estuvo en auge durante los mandatos presidenciales de George W. Bush. El nuevo presidente de los Estados Unidos difícilmente comenzará las reuniones en el Salón Oval de la Casa Blanca rezando con los ojos cerrados y estrechando las manos de sus colaboradores, como solía hacer el cristiano «born again» Bush Jr. Las tres esposas de Trump no lo vuelven demasiado creíble como defensor del matrimonio indisoluble. Sus opiniones sobre el aborto parecen incluso contradictorias y las promesas de nombrar a jueces «pro-vida» en la Corte Suprema son parte de la estrategia electoral.

Después de los fastos de los años de Bush Jr., la agenda de los temas «éticamente sensibles» ha desaparecido prácticamente de las cuestiones clave que alimentaron la campaña electoral. Trump, siendo ya presidente electo, confirmó que no habrá cambios en las leyes sobre los matrimonios homosexuales emanadas por las sentencias de la Suprema Corte.

El triunfo de Trump no fue posible gracias a la agenda de los «moral issues», patrocinada como criterio casi exclusivo de las decisiones políticas de las corrientes evangélicas y neoconservadoras del cristianismo estadounidense, formadas, evidentemente, con potenciales candidatos republicanos (de Marco Rubio a Ted Cruz) a los que Trump aplastó en las elecciones del Grand Old Party. Durante la campaña electoral, entre las siglas y los líderes más visibles de la galaxia evangélica se manifestaron divisiones y enfrentamientos dramáticos en relación con la candidatura de Trump, definido por algunos de ellos como un «perdedor sexual». Y la mayor parte lo daban por muerto en las elecciones. En la lista de las decenas de exponentes evangélicos que se han manifestado en contra de Trump estaban, entre otros, Michael Cromartie, vicepresidente del Ethics and Public Policy Center (histórico «think tank» de las corrientes neoconservadoras y que siempre ha militado en el ala republicana), y Mark Tooley, presidente del Institute on Religion and Democracy.

El análisis que ofreció el Pew Research Center sobre la votación del 8 de noviembre indicó que entre los votantes protestantes y evangélicos el 58% votó por Trump, mientras el 39% eligió a Clinton; entre los votantes católicos el margen es más reñido (52% por Trump y 46 % por Clinton). Hillary Clinton reunió el 67% de los votos de los católicos hispanos, Trump obtuvo el 60% entre los «white catholics». Datos suficientes que confirman que los cristianos de Estados Unidos contribuyeron de manera determinante en el triunfo de Trump, pero la pertenencia religiosa no fue el criterio principal de sus decisiones.

Los datos que ofrece el análisis de las votaciones desenmascaran el patético «bluff» de los exponentes del neo-rigorismo católico estadounidense, como el del cardenal Raymons Burke, que han tratado de adjudicarse la victoria de Trump. El vitalismo del magnate súper-rico que supo interceptar la madeja de miedos e instintos extendida por la población estadounidense parece un cuerpo ajeno a las teologías neoconservadoras y a las líneas estratégicas de la «afirmative orthodoxy», la actitud que prevaleció en los sectores episcopales y eclesiales estadounidenses plasmados en los largos tiempos de los Pontificados de Wojtyla y Ratzinger. Estas escuelas de pensamiento apostaban por «guerras culturales» como instrumento para atestiguar en términos creíbles y culturalmente persuasivos las verdades de la concepción antropológica cristiana en el contexto plural y secularizado de las sociedades avanzadas. La perspectiva neo-apologética de la «affirmative orthodoxy» reconocía y aceptaba la modernidad democrática y plural como un terreno de confrontación y competición entre visiones del mundo y concepciones morales, según los mecanismos que valen para la economía de mercado. Desde este aparato conceptual partían las decisiones y las configuraciones de las intervenciones públicas de la Iglesia, incluidas las que expresaron el malestar de amplios sectores episcopales ante la administración de Obama y su reforma sanitaria, desde la trinchera de los valores éticamente sensibles. Ahora, estos esfuerzos para afirmar a través de la movilización cultural y política el valor universal de la visión antropológica cristiana parecen fuera de lugar en relación con las pulsiones confusas y anti-sistema que llevaron a Trump a la Casa Blanca. Si los obispos de los Estados Unidos tuvieran la pretensión de reivindicar patrocinios para tal mezcla de resentimientos, de ansias de venganza, de náusea por la retórica liberal y de ciertos atisbos de xenofobia, podrían caer en el peligro de buscar justificaciones para-teológicas incluso a la venta de armas en línea, para la islamofobia y los muros anti-migrantes.

Alrededor del paradigma neoconservador se ha ido coagulando en los últimos lustros el único partido eclesial ramificado e influyente, de origen norteamericano pero capaz de abrir secciones «nacionales» en todo el mundo, y constantemente interesado en ser escuchado «desde dentro» incluso en el Vaticano. La sintonía entre esta corriente y sectores del Partido Republicano estadounidense han contribuido en diferentes casos para aumentar su capacidad persuasiva en el Vaticano. La posible distancia de la presidencia de Trump frente a las políticas «teocon»ser percibida con alivio incluso por Papa Francisco y la Santa Sede. Justamente esta distancia del excéntrico Tycoon de las dinámicas del poder eclesiástico de las últimas décadas podría eliminar los  obstáculos políticos y geo-políticos a la «conversión pastoral» sugerida a toda la Iglesia por Papa Francisco.

Y también la Iglesia estadounidense podría aprovecharse de la fatal distancia entre el nuevo Presidente, de su posición incómoda e irritante, para tratar de liberarse de la polarización ideológica que pesa casi patológicamente sobre el catolicismo estadounidense.

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