Bergoglio desconocido

Bergoglio desconocido

Una mujer importante en la vida del futuro Papa: Esther Ballestrino. “La quería mucho”

Hace menos de un mes, durante la visita del Papa a América Latina, supimos y publicamos en Tierras de América que el padre Jorge Mario Bergoglio ocultó toda la biblioteca de orientación marxista de Esther Ballestrino de Careaga y algunos años después la devolvió a las hijas de la fundadora de Madres de Plaza de Mayo. (conectar al link sobre la biblioteca marxista de Esther salvada y restituida por Bergoglio). Ocultar material peligroso cuando los militares estaban en el poder y también devolvérselo a las hijas, son gestos que hablan de la importancia que tuvo esta mujer en la vida de Bergoglio. Por eso reconstruir la historia y el contexto de sus encuentros, aunque sea a grandes rasgos, puede constituir un aporte significativo para conocer mejor a Bergoglio. La amistad entre el futuro Papa y la científica que hablaba de Marx nació por casualidad. Eran los años cincuenta. Jorge Mario Bergoglio conoció a Esther Ballestrino cuando acababa de terminar la escuela secundaria. El prometedor hijo de inmigrantes italianos exploraba un camino que podría convertirse en una carrera universitaria. Esther era bioquímica farmacéutica. En el Paraguay de los años ’40 había sido militante marxista, fundadora del primer movimiento para la defensa de los derechos de la mujer y de los trabajadores rurales. Se granjeó la enemistad de las autoridades y los terratenientes, que en realidad eran una sola cosa, y optó por exiliarse en Argentina.

Entre alambiques, reactivos, microscopios y delantales blancos, Bergoglio no aprendía solo la cultura del trabajo. Esther era meticulosa, le hacía repetir los análisis químicos, discurría como científica. La razón apoyada en la experiencia empírica. No había lugar para un método que no estuviera basado en el conocimiento racional de las cosas. “Tuve una jefa extraordinaria”, dirá Bergoglio años después, durante una larga entrevista que concedió a Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti. Es un recuerdo cargado de afecto. “Esther Balestrino de Careaga, una paraguaya simpatizante del comunismo que años después, durante la última dictadura, sufrió el secuestro de una hija y un yerno, y luego fue raptada junto con las desaparecidas monjas francesas: Alice Domon y Léonie Duquet, y asesinada. Actualmente, está enterrada en la iglesia de Santa Cruz. La quería mucho. Recuerdo que cuando le entregaba un análisis, me decía: ‘Ché… ¡qué rápido que lo hiciste!’. Y, enseguida, me preguntaba: ‘¿Pero este dosaje lo hiciste o no?’ Entonces, yo le respondía que para qué lo iba a hacer si, después de todos los dosajes de más arriba, ése debía dar más o menos así. ‘No, hay que hacer las cosas bien’, me reprendía. En definitiva, me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente, le debo mucho a esa gran mujer.”

La doctora creció y estudió en el Paraguay, obtuvo el título de maestra primero y después de Bioquímica y Farmacia en la Universidad de Asunción. Fue miembro ferviente del Patido Revolucionario Febreristas, un movimiento de inspiración socialista. En 1946 promovió la fundación de la Unión Democrática de Mujeres (UDM), que se disolvió en 1947 para dar origen al Movimiento Femenino Febrerista de Emancipación (MFFE) en 1949. Perseguida durante la dictadura de Morínigo (1940-1948), se exilió en Argentina, donde se casó con Raymundo Careaga, con el que tuvo tres hijas. Se radicó en Buenos Aires y ejerció la profesión de bioquímica, participando en importantes investigaciones y publicaciones científicas. Sin duda no era una mujer piadosa ni recluída en su casa, pero no dudó en convertir la parroquia de la Santa Cruz en el cuartel general de las que pasarían a la historia como Madres de Plaza de Mayo. Aunque Esther tenía que morir.

Era el mes de julio de 1977. Hacía frío en Buenos Aires, pero no fue eso lo que dejó helada a Esther. En el fondo, lo estaba esperando. Ana María, su hija de dieciséis años, estaba embarazada, y una pequeña comunista con panza atraía la atención de la policía miliatar. La muchacha fue arrestada por hombres sin identificación. Ninguna noticia, ni de los raptores ni de Ana María. La doctora acudió al padre Jorge mientras pensaba la manera de romper la muralla de complicidad de la prensa local y lograr que los medios de las democracias más avanzadas difundieran la noticia. En Buenos Aires se imprimía un pequeño pero respetado periódico en idioma inglés. Era propiedad de un editor británico. Esther se presentó en la redacción de Buenos Aires Herald. Los periodistas que se encontraban presentes cuando apareció la inesperada visita, todavía recuerdan “la mirada firme”, la autoridad con la que hablaba, el dominio de las emociones con que expuso su caso. El diario la escuchó. Tal vez fue mérito de aquellos periodistas si Ana María, después de cuatro meses de cautiverio, recuperó la libertad. La joven fue autorizada a dejar el país y viajar a Suecia, donde muchos exiliados argentinos encontraban refugio. La madre no, no quiso abandonar la lucha. Acompañó a sus hijas primero a Brasil y después a Escandinavia. Y volvió. No quería rendirse. No transaba con sus principios. Su familia estaba a salvo. Pero no había ninguna razón para entrega la victoria a los militares. Esther no podía detenerse. No cuando había encontrado la manera de difundir las noticias que el régimen quería mantener en silencio. “Tenemos que seguir luchando por todos los otros hijos desaparecidos”, dijo Esther, cuando estuvo de vuelta, a los periodistas del Herald. Fue su condena a muerte.

Una vez más el provincial de los Jesuitas pudo ver cuán testaruda era su amiga paraguaya. Años después, hablando de Esther, Bergoglio recordó otro episodio. “Recuerdo una reunión con una señora que me trajo Esther Balestrino de Careaga, aquella mujer que, como antes conté, fue jefa mía en el laboratorio, que tanto me enseñó de política, luego secuestrada y asesinada y hoy enterrada en la iglesia porteña de Santa Cruz. La señora, oriunda de Avellaneda, en el Gran Buenos Aires, tenía dos hijos jóvenes con dos o tres años de casados, ambos delegados obreros de militancia comunista, que habían sido secuestrados. Viuda, los dos chicos eran lo único que tenía en su vida. ¡Cómo lloraba esa mujer! Esa imagen no me la olvidaré nunca. Yo hice algunas averiguaciones que no me llevaron a ninguna parte y, con frecuencia, me reprocho no haber hecho lo suficiente”. El arresto era parte de la operación de secuestros dirigida por el capitán Alfredo Astiz, que se llevó a cabo entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977 e involucró cerca de diez personas relacionadas con las Madres de Plaza de Mayo. Pero en esta historia, como en muchas historias argentinas, el horror tiene un protagonista. Un espía que se había ganado la confianza de los familiares de desaparecidos que se reunían en la iglesia de Santa Cruz. Todos lo conocían como Gustavo Niño, el ángel. Con su cara de estudiante bien educado, de chico que vive entre su casa y la parroquia. Rubio, de ojos azules como hay pocos en esos países. Hablaba de su hermano, chupado, tragado en una de esas carnicerías del gobierno. En la parroquia tenían la costumbre de referirse a él afectuosamente como “el rubito”. Era muy común que Niño se quedara conversando con alguna de las “madres” a la entrada de la iglesia o en el jardín de al lado. A veces se explayaba con confianza con las monjitas. Y éstas, junto con el miedo por el destino de los desaparecidos, compartían con aquel buen muchacho la aversión por los hombres de la Junta militar. Antes de volver a casa el rubito las alentaba para que se apoyaran unas a otras. Después se despedía como de costumbre, con un beso en la mejilla. Con el tiempo, los fieles de Santa Cruz descubrieron la otra cara del rubito. Lo suyo no era compasión. Era el abrazo de Judas. La señal convenida para indicar a los agentes secretos las personas que debían chupar.

Gustavo Niño era Alfredo Astiz, oficial de la Marina Militar Argentina. Entre sus víctimas figuran las religiosas Leonie Duquet y Alice Dumont, Azucena Villaflor y el periodista y escritor Rodolfo Walsh, una de las voces más lucidas en denunciar el terrorismo de Estado. El Grupo de Tareas 322, encargado de muchas de las operaciones más nefastas contra civiles indefensos, pasó a la acción, secuestrando toda la “banda de Santa Cruz”: Azucena Villaflor, Esther Ballestrino, María Ponce (las tres fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo), las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y los activistas de derechos humanos Angela Auad, Remo Berardo, Horacio Elbert, José Fondevilla, Eduardo Horane, Raquel Bulit y Patricia Oviedo. En julio de 2005 un equipo forense argentino anunció la identificación de los restos de Esther Ballestrino de Careaga y de María Ponce de Bianco. Cuando el cardenal Bergoglio fue puesto al corriente autorizó que fuera sepultada en la iglesia de Santa Cruz, en el mismo lugar donde recibió el abrazo de Alfredo Astiz, el infiltrado de los servicios secretos que se hizo pasar por pariente de un desaparecido. La mártir laica y el joven jesuita. Un lazo que une y entreteje la historia de una época, los avatares de un continente y el futuro de la Iglesia.

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BERGOGLIO DESCONOCIDO 3. The mission del jesuita Luis Caravias entre el Paraguay de Stroessner y la Argentina de Videla

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