Bergoglio desconocido

Bergoglio desconocido

El arzobispo de Montevideo, mons. Sturla, escapó por un pelo de ser arrestado en la Semana Santa de 1975. Otros cinco jesuitas no tuvieron la misma suerte. E intervino el Papa actual

por Nello Scavo

Desde que se publicó “La lista de Bergoglio” en 2013 (traducido en 50 países) vine a saber muchas otras historias sorprendentes sobre el padre Jorge Mario. Algunas de ellas fueron publicadas en Italia en otro libro, “I salvati e i sommersi di Bergoglio”. A partir de hoy relataré algunas para Tierras de América..A principios de febrero de 2014 el salesiano Daniel Sturla recibió un mensaje de Roma. El Papa Francisco lo nombraba arzobispo de Montevideo. Nunca sabremos qué hablaron entre ellos o si recordaron aquella Semana Santa de 1975, cuando solo por casualidad Daniel Sturla, de quince años, no fue secuestrado por los militares uruguayos. En esa oportunidad el padre Jorge Mario Bergoglio, que fue protagonista de numerosas operaciones de protección durante la Guerra Sucia de aquellos años en Argentina, activó secretamente la maquinaria diplomática para sacar de la cárcel varios jesuitas y casi cuarenta laicos.

El viernes Santo de 1975 el padre Carlos Meharu estaba celebrando en una iglesia de Montevideo los ritos del triduo pascual que evocaban la Pasión y Crucifixión. De pronto irrumpieron militares de las Fuerzas Conjuntas. Lo llevaron a la rastra junto con otros cinco jesuitas y un grupo de treinta laicos, algunos de los cuales eran menores de edad. Solo por casualidad, y por la prudencia de sus padres, Daniel Sturla no se encontraba en el grupo de adolescentes.

Meharu era el Superior Provincial, la principal autoridad de los jesuitas en Uruguay. Hasta aquel momento los militares nunca habían hecho algo semejante. El padre Jorge Scuro, uno de los sacerdotes que trabajaba con Meharu, se enteró de la redada recién al día siguiente. No sabía qué hacer para que los prisioneros recuperaran la libertad, y el domingo de Pascua se encontró en Buenos Aires, dentro de una cabina telefónica, con el superior de los jesuitas argentinos, Jorge Mario Bergoglio. Sobre aquella experiencia Scuro había empezado a escribir un diario para algunos blogs de Montevideo. “Conocí a Jorge Mario Bergoglio en febrero de 1966, estábamos en la década de los veinte años de edad. Él cursaba la licenciatura de Teología y yo Filosofía en el Colegio Máximo de San Miguel (Bs.As.)

Además de la convivencia en la misma casa religiosa se dio un particular vínculo, pues él era adjunto en la cátedra de Metodología científica que cursé ese año. En esa época me delegó tareas de especial interés para mí, por lo tanto nuestra relación pasó a ser muy frecuente”. Scuro evoca los hechos como si el tiempo se hubiera detenido aquel Viernes Santo del ’75. “Ocho campanadas. Afuera estaba oscuro. Había cerca de treinta personas, entre jóvenes laicos y jesuitas. Alguien me llamó para hablar conmigo”. Entonces se aleja para dar un paseo. “Eran las cinco y media de la madrugada del Sábado Santo cuando me despierta el teléfono, era Jorge, un compañero jesuita”. Lo que le dijo, no presagiaba nada bueno, “el Padre Provincial no había ido a dormir esa noche a su casa”. Aunque en un primer momento Scuro no se sorprendió: “El hecho de que el padre Meharu no hubiera vuelto a su casa no significaba nada”.

Los hábitos son buenos aliados de las policías secretas. Por eso los cambios imprevistos eran normales. Un arma sencilla pero eficaz para prevenir los secuestros. El hecho de que el padre Meharu no hubiera dormido en su cama una noche podía significar que había decidido desorientar a alguien. “Se nos ocurrió –sigue diciendo Scuro- llamar a Mons. Carlos Mullin, jesuita, obispo de Minas. Sabíamos que tenía contactos con algunos gobernantes” y Minas no está muy lejos de la capital. “Llegó esa misma tarde. Fue una buena elección pues los dos teníamos buena relación con él y su gesto paternal nos dio algo de calma”.

Junto con monseñor Mullin, intentaron todo lo que estaba a su alcance. Llamó al presidente de la República y contestaron que no estaba en la ciudad. Llamó al ministro del Interior y después a otro General. No consiguió nada. “No se podía creer”. Finalmente, “llamó al Comandante en Jefe de las FF.AA. y éste sí contesta”. Una conversación breve, helada, sumamente tensa. Mullin hace gala de una autoridad que en aquel momento sabía que no tenía. No podía hablar en nombre del Episcopado Uruguayo. Sin embargo, demostrar miedo, pedir un gesto de buena voluntad, hubiera sido peor. El obispo no debía mostrarse asustado ni en una posición de subordinación psicológica. Fue perentorio: “Le exijo que ponga inmediatamente en libertad al Padre Provincial y a todos los jesuitas y laicos que tiene presos”. El general Julio César Vadora le responde: “Lo llamo en 10 minutos, déjeme averiguar de qué se trata”. Tal vez estaba simulando o tal vez no. La única forma de saberlo era rezar y mirar el reloj. Menos de diez minutos después sonó el teléfono: “ “No pueden ser liberados pues pasarán el lunes a la justicia militar.” “¡De ningún modo”! fue la respuesta”.

Los militares se proponían dar una lección a esa parte de la Iglesia que no se había alineado con ellos. Tres días en una celda eran suficientes para enviar un mensaje inequívoco. Pero no habían tenido en cuenta un arma: el púlpito. “Si no los libera mañana, Domingo de Pascua, con las Iglesias repletas hago leer un comunicado del Episcopado entablando juicio eclesiástico al Estado uruguayo”, porque las autoridades del gobierno son responsables de este secuestro, le advirtió Mullin. La negociación se resolvió como Mullin había previsto. Ese domingo quedaron en libertad los jóvenes laicos, con la promesa de que el martes serían liberados los otros. Sin duda el objetivo era usar los sacerdotes como rehenes para asegurarse de que mons. Mullin no perdiera la cabeza y diera pasos en falso. Pero Jorge Scuro no estaba satisfecho y tomó sus propias decisiones. A las 5.20 de la mañana del domingo de Pascua abordó un avión a Buenos Aires. En 45 minutos aterrizó en la otra orilla del Río de la Plata. “Iba a Buenos Aires a encontrarme con mi amigo Jorge Mario Bergoglio. Estaba seguro que me ayudaría”. Aunque era domingo, el día con más trabajo para los sacerdotes, el padre Bergoglio le sugirió que se encontraran en un bar de la zona de Corrientes, no muy lejos de la Universidad jesuítica de El Salvador. “Llegó a la hora establecida (…). “¿qué querés que haga? – “¡Quiero hablar con el Padre Arrupe!”, le dije. (Era nuestro Padre General)”. Debía informarle él mismo lo que estaban haciendo con la Compañía. Bergoglio se alejó y poco después reapareció con un auto. Apenas el padre Scuro ocupó el asiento del acompañante, le hizo sacar el cuello romano, guardarlo en la guantera y desprenderse la camisa como un joven cualquiera, “Nadie tiene que reconocerme”, le dijo.

El auto los llevó hasta un teléfono público en Avellaneda, al sudeste del Gran Buenos Aires y a 15 kilómetros del lugar donde se habían encontrado. Durante el trayecto hablaron de la situación de Uruguay y qué podían hacer para que los prisioneros recuperaran la libertad. El Provincial argentino hizo preguntas precisas, pero era evidente que estaba familiarizado con ese tipo de situaciones. Colocó la monedas en el aparato y marcó un número de memoria. Primero el prefijo italiano, después un número que empezaba con 0-6-6-8-9, que corresponde a la Ciudad del Vaticano. Habló con respeto y mucha confianza. Era el Padre Pedro Arrupe en persona, “el Papa negro”, como se suele llamar al General de la Compañía de Jesús.

Bergoglio y Scuro habían conversado antes de llamar por teléfono. Estaban de acuerdo  sobre lo que era mejor sugerirle al padre Arrupe, aunque sabían que el Padre General también aportaría lo suyo.  ”Necesitamos que haga llegar unos telegramas de la Santa Sede a Montevideo”. “Espera que cojo un lápiz”, respondió Arrupe, y tomó nota del nombre del Presidente de la República, del ministro del Interior, del secretario del ministro de Defensa, del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y del Nuncio apostólico. “Le agradecí a Jorge Mario y tarde en la noche regresé a Montevideo. Al día siguiente, lunes, antes de las siete y treinta ya estaba en el Seminario dedicado a mis tareas, como si nada hubiese sucedido”. Nadie debía saber dónde había estado el día anterior ni con quién había hablado.A las siete y media sonó el teléfono. “Me invitaban a ir a la Comisaría. Allí un policía me dijo con cierto disgusto que en el gobierno se había convocado una reunión urgente porque habían llegado telegramas del Vaticano”. Antes del mediodía fueron liberados todos los prisioneros. Un policía me dejó en claro que sabían que éramos un grupo de comunistas disfrazados de curas. Dijo que nos tenían vigilados y me dio detalles para demostrar que efectivamente hacía tiempo que nos estaban siguiendo. Sentí que se me abría la tierra bajo los pies. Pensé que me habían seguido hasta Buenos Aires”. Antes de dejarlos en libertad, el oficial le preguntó “cómo había hecho la Compañía de Jesús para comunicarse tan rápidamente con la Santa Sede y lograr semejante efectividad”.

Muchos años después la historia tuvo su revancha en Uruguay. Los militares dejaron el poder y el pequeño Daniel es ahora el arzobispo de la Capital.

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