The mission del jesuita Luis Caravias entre el Paraguay de Stroessner y la Argentina de Videla
por Nello Scavo
Durante la visita pastoral del Papa al Paraguay, en medio de la multitud que acudió a escucharlo estaba un jesuita especial. Alguien que vio cumplirse en las palabras de Francisco el sueño de toda una vida. Aunque en una época aquellos sueños le estaban costando muy caro y el que lo ayudó en ese momento fue precisamente el joven Jorge Mario Bergoglio. El padre José Luis Caravias es el misionero perfecto para hacer una película: un héroe romántico con una idea radical de misión, sumada a una pizca de inconsciencia que lo convierte en candidato ideal para el martirio. El padre Caravias tenía también uno defecto propio de las novelas, uno de esos rasgos que no agradan a los militares. Fundaba cooperativas, organizaba sindicatos, reivindicaba salarios dignos para las clases explotadas, apuntaba el dedo contra los latifundistas y los hombres de la ley, suponiendo que en aquel tiempo hubiera diferencias entre unos y otros.
Nacido en España en 1935, cuando terminó los estudios de jesuita fue enviado al Paraguay, donde comenzó a organizar a los campesinos en cooperativas. Hasta el 5 de mayo de 1972. “Un día me alzaron en una camioneta de la policía y me arrojaron en Clorinda (Argentina)”. De la boca del padre Caravias salían palabras extrañas. “Democracia” era una de ellas. En el Paraguay, el general Alfredo Stroessner tomó el poder aboliendo la Constitución. Fue el más longevo de los dictadores latinoamericanos, que permaneció en el poder desde el 15 de agosto de 1954 hasta el 3 de febrero de 1989, cuando lo derrocó el general Andrés Rodríguez. Dos generaciones de ciudadanos habían crecido sin saber siquiera qué significa libertad de opinión.
Contó su historia en uno de los dos blogs que escribe desde la parroquia Cristo Rey, en Asunción. La iglesia recuerda vagamente las reducciones, las misiones jesuíticas donde los hijos de san Ignacio de Loyola restituían derechos y dignidad a los indios amenazados por los conquistadores. “Conozco bien a Bergoglio. Me encontré con él, repetidas veces, durante 1975. Fue mi superior provincial. Me escuchó y atendió siempre con cariño. Pero yo era un problema para él”.
Todo comenzó tres años antes en Asunción. “Fui secuestrado por un comando policial y tirado sin papeles en la frontera argentina. La dictadura de Stroessner no escatimó calumnias con las que ensuciar mi compromiso con las Ligas Agrarias Cristianas, de las que era su asesor nacional”. Durante dos años permaneció en el Chaco argentino, en el extremo norte del país. Allí volvió a empezar de cero. “Logré formar un sindicato de hacheros, cruelmente explotados por los obrajeros de la zona”. Tampoco se lo perdonaron esa vez. Una mañana la policía que cumplía órdenes de la Junta encabezada por Videla se presentó en la parroquia donde vivía Caravias. Lo acusaron de entregar armas a los hacheros. Dieron vuelta toda la sacristía pero no encontraron nada. Entonces, antes de irse destrozaron todo. “El Superior de la Compañía nos ordenó dejar de inmediato la zona. Pues la próxima vez la misma policía podría dejar un arma metida por ellos mismos…”. La única alternativa era irse a Buenos Aires. “Me fui a Buenos Aires, al Teologado de San Miguel, donde pasé seis meses estudiando Cristología”. “Allá empecé a incursionar en las Villas Miseria atendiendo a los paraguayos”.
Era previsible que tampoco pudiera trabajar tranquilo. “A los pocos meses Bergoglio me comunicó que había sabido que la Triple A (paramilitares que prepararon el camino de la dictadura, nda) había decretado mi muerte”.
Antes de abandonar Argentina, Caravias decidió despedirse de sus amigos del Chaco. No resultó una buena idea. Fue arrestado junto con la religiosa que lo llevaba en el auto. “La verdad es que estaban muy bien informados de mis actividades. Parecía “bien fichado”. Hasta sabían a qué hora y con quiénes había tomado un helado esa misma tarde”. Lo encerraron en un calabozo. “¡Qué duro me resonó el ruido seco del cerrojo! No sabía qué iba a ser de mí. ¡Es terrible esa inseguridad!”
El olor de la celda, la almohada inmunda, la mugre. “¡Cuántas personas habían apoyado en esa almohada su cara como para poder acumular tanta suciedad!” Fue una noche insomne, no solo por el calor y la humedad. Antes del amanecer lo sacaron a la rastra. Le explicaron que allí acababa todo. En medio de la oscuridad alcanzó a ver las armas que lo apuntaban. “¡Fuego!”, gritó uno que debía ser el jefe. Era el rito macabro de los simulacros de fusilamiento. El primer paso para quebrar las defensas psicológicas de los detenidos.
A la mañana siguiente volvieron a sacarlo del calabozo. Pensó que seguramente iba a “desaparecer”. Pero en realidad alguien había intervenido para que lo pusieran en libertad. El jesuita español fue entregado a un monseñor alertado por Bergoglio. Tres días después estaba en un avión rumbo a Madrid. “Pesimista, desanimado, con un terrible complejo de hereje en mi corazón, emprendí mi segundo destierro”. Pero cuando llegó de vuelta a España, ardía en deseos de volver a ser misionero en Sudamérica. Bergoglio le dio indicaciones precisas sobre la manera de actuar durante las conversaciones telefónicas y para la correspondencia. Eligieron la metáfora de la meteorología. Caravias preguntaba cómo estaba el clima. Bergoglio le contestaba que la humedad todavía era muy elevada, o bien que “no te conviene venir porque le haría mal a tu salud”. Años después, cuando por fin volvió la democracia, el padre José Luis pudo regresar. “Los que pensaban como yo eran considerados comunistas. Pero Bergoglio fue un padre de corazón noble y me ayudó a escapar de una muerte cierta. Y por ello le estaré siempre agradecido”.
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