Pell, los abusos y un cambio de mentalidad

Pell, los abusos y un cambio de mentalidad

Pederastia: surgen nuevos casos de viejos encubrimientos y omisiones en los Estados Unidos, mientras el cardenal Prefecto de la Economía continúa su deposición. Las normas anti-pederastia existen, pero no son suficientes

Por ANDREA TORNIELLI - CIUDAD DEL VATICANO

Mientras el merecido éxito de la película «Spotlight» está encendiendo nuevamente los reflectores sobre la conocida historia del silencio del que han gozado durante décadas los sacerdotes pederastas seriales en una de las diócesis más importantes de los Estados Unidos, la de Boston, el cardenal George Pell, «ministro de la Economía» vaticano, continúa con su deposición mediante video-conferencia frente a la Royal Commission del Gobierno australiano. En las últimas horas han llegado nuevas noticias sobre un informe del gran jurado, publicado ayer, en el que se afirma que el obispo emérito de Altoona-Johnstown, Joseph V. Adamec, y su predecesor, James J. Hogan, encubrieron abusos contra menores que sucedieron en los últimos 40 años. Los crímenes de por lo menos cincuenta sacerdotes o religiosos involucrados habrían sido «sistemáticamente ocultados para proteger la imagen de la Iglesia».

Nuevas sombras que surgen desde el pasado y que narran siempre la misma historia, la misma que se está llevando a cabo en el set de la video-conferencia con la Royal Commission australiana: obispos que sabían y que callaron para no provocar escándalos. Sacerdotes pederastas seriales trasladados de parroquia en parroquia sin que los detuvieran quienes tenían el deber de detenerlos. Y, lo que es peor, una absoluta falta de sensibilidad para con las víctimas de estos «sacrificios diabólicos», como los definió sin medias tintas Papa Francisco (durante su entrevista con los periodistas en el vuelo de regreso de Ciudad Juárez a Roma).

Ahora, hasta este momento, no ha surgido ninguna «prueba fulminante» contra el cardenal Pell. No hay testimonios inconmutables de los que se pueda deducir que el hombre clave de las finanzas vaticanas supiera sobre los abusos cometidos por el sacerdote pederasta serial Gerald Ridsdale, ni de la protección que le reservaba el obispo de Ballart, Ronald Austin Mulkearns. Pell, cuando era sacerdote y colaborador de Mulkearns, participó en una reunión,   en 1982, durante la que se decidió trasladar por sexta ocasión al pederasta Ridsdale, pero sigue sosteniendo que no conocía las verdaderas razones de aquella decisión, que, indicó, el obispo habría conservado para sí. «No tenía razones para dirigir mi mente al mal que Ridsdale perpetraba», afirmó el cardenal, suscitando la reacción indignada de las víctimas, «no supe los motivos del traslado». Los jueces de la Royal Commission parecen no demasiado propensos a creerle al respecto, y afirman que Pell «no podía no saber»; pero esta afirmación será débil desde el punto de vista jurídico sin mayores pruebas concretas. Pell, que juró sobre la Biblia que habría dicho toda la verdad, repitió que no conocía las responsabilidades de Ridsdale y hasta ahora no han surgido evidencias que puedan desmentirlo.

Estos casos y estas acusaciones no eran desconocidas en la Santa Sede. No es ningún misterio que Benedicto XVI había pensado llamar al purpurado australiano arzobispo de Sídney a Roma en 2010 para ocuparse de la Congregación de los Obispos, el dicterio que colabora con el Papa para nombrar a los pastores de las diócesis. Pero prefirió al cardenal canadiense Marc Ouellet, incluso debido a las historias australianas, que, a pesar de no contar con pruebas precisas, habrían complicado el papel de Pell como seleccionador de las nuevas jerarquías eclesiales.

Pero la ausencia (hasta este momento) de responsabilidades precisas no hace que mejore el panorama que surge y que va mucho más allá de la persona del cardenal Pell. Una vez más nos encontramos ante una realidad tremenda. Estamos frente a obispos que, como en el caso de Mulkearns y ahora de los dos prelados estadounidenses acusados por el gran jurado, en lugar de proteger a las víctimas (niños y niñas inocentes, violados en el alma, «comidos», marcados de por vida con un peso insoportable) han protegido a los criminales y les han permitido seguir cumpliendo sus actos inmundos.

Como se sabe, y se repite en estas horas, la Iglesia ha cobrado conciencia muy tarde de este fenómeno, pero ha hecho también limpieza. Esto es cierto si nos referimos a las normas, a las leyes. Benedicto XVI, cuando era cardenal, tuvo que «tragarse más de un sapo» cuando se vio sin posibilidades para actuar como habría querido frente a las coberturas que ofrecía la corte wojtyliana (el caso de Maciel entre todos), pero cuando se convirtió en Papa estableció una legislación de emergencia. Desde este punto de vista, como institución, la Iglesia católica, que nunca ha tenido ni la triste exclusiva ni el triste primado de este fenómeno, ha actuado con firmeza y determinación.

Pero hay mucho más en las historias que están surgiendo en estos días, más allá de las responsabilidades o de la falta de responsabilidades personales de este o aquel prelado. Las leyes y las normas no son suficientes si no se cambia mentalidad, si los obispos no comprenden que deben ser y comportarse como padres, principalmente para las víctimas, si no comprenden que el prestigio de la Iglesia no se salva ocultando o minimizando escándalos. Solamente se puede salvar su reputación actuando, logrando que los acusados no puedan dañar más mientras se esperan los resultados de las averiguaciones para verificar la veracidad de las acusaciones. Se salva manifestando paternidad, cercanía y acogida, asistencia a las víctimas y a sus seres queridos. No es suficiente citar estadísticas para afirmar que la mayor parte de los abusos contra menores sucede en la familia y que el fenómeno afecta transversalmente a diferentes comunidades religiosas. Papa Ratzinger tuvo el valor de presentar, ganándose las críticas de muchos que se auto-denominan «ratzingerianos», el rostro de una Iglesia «penitencial», consciente de que el ataque más grave y más temible en su contra no proviene del exterior, sino del pecado en su interior.

Los hechos de las crónicas de estos días demuestran que la mentalidad no ha cambiado y que todavía hay mucho trabajo que hacer. Es cierto que las normas existen, pero lo que se necesita es que los obispos las apliquen.

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