El Papa Francisco y la infalibilidad

El Papa Francisco y la infalibilidad

La infalibilidad del Papa fue proclamada como dogma hace 150 años en el Concilio Vaticano I. Se conocen bien las problemáticas y las dificultades que ha generado dentro de la Iglesia y del mundo cristiano y las crisis políticas en las relaciones con los Estados, amenazados en la soberanía; pero se ha reflexionado poco, incluso en teología, sobre el alcance innovador.

 

La infalibilidad del Papa fue proclamada como dogma hace 150 años en el Concilio Vaticano I. Se conocen bien las problemáticas y las dificultades que ha generado dentro de la Iglesia y del mundo cristiano y las crisis políticas en las relaciones con los Estados, amenazados en la soberanía; pero se ha reflexionado poco, incluso en teología, sobre el alcance innovador.

Más allá de ese momento histórico, desde un punto de vista antropológico, la verdadera novedad de este dogma, ha sido la universalidad. La toma de conciencia real de poder interpelar a la totalidad de la humanidad hoy se diría “globalización”. Lo impensable hasta entonces, que la Iglesia católica tuvo la valentía de proponer en torno a la figura del Papa. Nos encontramos ante una profecía de lo que será un camino irreversible de la humanidad: un mundo global donde todo está conectado. Las grandes potencias del mundo tratarán de imitar este camino, en el campo político, militar, económico, financiero, cultural, viviendo también los mismos límites y las mismas dificultades experimentadas en la Iglesia.

En aquel tiempo los dos grandes límites de interpretación de la infalibilidad y de la universalidad eran: la pretensión del dominio de todas las mentes con la sumisión de todos los hombres; y la consecución de la unicidad de las expresiones de la fe. Universalidad como uniformidad, pidiendo la renuncia a la libertad y a las diferencias culturales. El Papa era visto como un monarca absoluto.

Los otros poderes del mundo se han movido y todavía se mueven en la misma línea: realizar un dominio universal y uniformar la vida y la mentalidad de todos los hombres, haciendo creer que no es posible la universalidad sin imponer estos dos límites.

Estas premisas se han convertido en la única condición para el desarrollo mundial. Hoy todos experimentamos esto en el mundo digital, que nos pide abdicar a nuestra privacidad, permitir ser rastreados en todas partes, y ser influenciados en las decisiones de casi todos los aspectos de nuestra vida.

Un segundo momento providencial de experiencia de universalidad fue el concilio Vaticano II, que quizás nunca se habría podido realizar sin la hermosa conciencia de Juan XXIII, que se definía de buen grado “el papa de todos”: “Todo el mundo es mi familia. Este sentido de pertenencia universal debe dar tono y vivacidad a mi mente, a mi corazón, a mis acciones” (El Diario del Alma 29 de noviembre - 5 de diciembre de 1959).

La presencia en Roma de los obispos de todos los pueblos del mundo, de los observadores delegados de las iglesias ortodoxas y de las demás confesiones cristianas, los huéspedes del secretariado de la unidad de los cristianos, la aportación de los peritos, especialmente laicos, los oyentes y los párrocos, han iluminado aún más el camino de la universalidad y, en consecuencia, de la infalibilidad. En ese entramado de relaciones y de encuentros fue inmediatamente evidente a los ojos de todos que infalibilidad y universalidad no podían significar renuncia a la libertad y eliminación de las diversidades por la uniformidad. Por el contrario, el Concilio ha sido vivido como colegialidad, libertad y valorización de las numerosas tradiciones cristianas en las diversas culturas, también creando inevitablemente fricciones y momentos difíciles. Una experiencia de la Iglesia que ha irradiado tantas esperanzas a toda la humanidad.

El Concilio, de hecho, modificó en buena parte las orientaciones del magisterio pontificio anterior. Los acontecimientos canalizaron el ejercicio de la infalibilidad en la colegialidad. El Papa dio su apoyo al cambio, y su figura fue ulteriormente valorada, no mortificada, como muchos temían. Colegialidad entendida no sólo como el sentir de los obispos ahora vivientes, sino también como patrimonio dejado por todos los que los precedieron.

El cambio epocal que vivimos hoy, acentuado por la pandemia, donde todo está conectado, refina aún más como el oro el servicio de la infalibilidad como camino en la verdad: resplandece la infalibilidad del pueblo de Dios, el sensus fidei, al que ya se recurrió en la proclamación de los dos dogmas marianos (Inmaculada Concepción y Asunción de María en el cielo). El Papa Francisco identifica en el sentido de la fe del pueblo de Dios el elemento de equilibrio y discernimiento entre las controversias de los pastores. Precisamente en este punto está insistiendo: es hora de aprender a caminar refiriéndose al pueblo de Dios. Se trata de enseñar habiendo escuchado y aprendido del pueblo que es fuente, especialmente en las dificultades: es capaz de “in-surgir”, surgir juntos también en la fe. Es el camino de la sinodalidad, que acompaña la colegialidad y el ministerio petrino. Muchos creen que es imposible emprender esta vía desde un punto de vista práctico y prefieren rutas ya conocidas.

Es obra del Espíritu Santo, pero no se da por descontado el éxito. La historia ya lo ha experimentado. Algunos prelados, por lo que se puede conocer en los medios de comunicación, tratan de devolver la Iglesia al clima post tridentino creando tensiones con vistas a la próxima elección papal. Fue precisamente en la época del Concilio de Trento que la sucesión al trono pontificio se decidió lanzando sospechas sobre el candidato papable.

Por primera vez en un cónclave (1549-1550) se lanzó contra el cardenal inglés Reginald Pole la acusación de herejía, que reflejaba las divisiones en la Iglesia frente al protestantismo. Era un gran defensor del papado, moderado y mediador, y pagó personalmente el compromiso por la unidad de la Iglesia en Inglaterra. En su libro escrito pocos años antes De Summo Pontifice, presentaba el papel del sucesor de Pedro como un imitador de Cristo, y formulaba la “infalibilidad” como garantía de libertad ante el poder de los Estados. Probablemente con su elección el rostro y la historia de la Iglesia habría tenido un giro.

Precisamente sobre la infalibilidad maniobran quienes se oponen al Papa Francisco. Pero esa ya no es sinónimo de poder, sino de servicio en el amor a toda la humanidad para una Iglesia de Cristo verdaderamente universal.

 

* Don Paolo Scarafoni e Filomena Rizzo enseñan juntos teología en Italia y Africa, en Addis Abeba. Son autores de libros y artículos de teología.

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