México: Aprobados y reprobados del viaje papal

México: Aprobados y reprobados del viaje papal

Un balance de la visita apostólica por tierras aztecas, con sorprendentes resultados tanto para el gobierno como para la Iglesia

Por ANDRÉS BELTRAMO ÁLVAREZ - CIUDAD DEL VATICANO

En los papeles, México se presentaba como un viaje apostólico de equilibrios delicados para Francisco. Un país atravesado por flagelos de alto impacto; con un gobierno nacional desgastado en su aprobación por medidas impopulares y escándalos propios; con movimientos sociales dispuestos a presionar en varios flancos y hasta condicionar la presencia pontificia; con una Iglesia jerárquica empeñada en disimular sus divisiones internas. Lejos de reforzar este estatus quo, con sus gestos y discursos el Papa cambió el escenario, con sorprendentes resultados.  

Primero. Para el gobierno federal y el presidente, Enrique Peña Nieto, la visita del obispo de Roma significó una bocanada de aire fresco. Bergoglio fue particularmente generoso con el mandatario, y también con su esposa, Angélica Rivera, criticada por su excesivo protagonismo y su color de vestimenta en la bienvenida, errado según el protocolo (el blanco sólo se le permite a las reinas católicas en eventos oficiales del líder católico).  

Desde el primer momento Francisco dialogó con ambos animadamente. Ninguna señal de desagrado, como algunos auguraban, sino todo lo contrario. Afabilidad y sencillez en los coloquios. Actitud que se extendió un día después, el sábado 13 de febrero, en la ceremonia de bienvenida del Palacio Nacional. Una recepción con todos los honores, un coloquio privado y la caminata por las galerías del edificio. 

Pero esta generosidad no quedó impaga. Si la visita papal a Palacio ya marcaba un hito por ser la primera en la historia, el discurso del presidente selló de manera definitiva esa impresión. Ninguna “distancia republicana” en las palabras de Peña Nieto. Pleno reconocimiento y “con honores” a la investidura pontificia. Con frases inéditas como: “Su Santidad, México lo quiere” y “Las causas del Papa son, también, las causas de México”. Una estocada mortal al rancio jacobinismo que forjó las instituciones del país.   

Allí, en el templo del laicismo radical, resonó por vez primera el grito de “¡Viva el Papa!”. Más tarde, ese mismo día, el presidente asistió a la misa en la Basílica de Guadalupe. Ningún chiflido se escuchó a su llegada. Esa era la preocupación del Estado Mayor Presidencial. Por eso mismo no se confirmó la presencia sino hasta el último momento. Al finalizar la celebración, el mandatario subió un par de escalones para saludar de nuevo al pontífice. Otro gesto de cortesía, aceptado con gratitud.  

Ahí mismo, en el Santuario, estuvo presente buena parte de la clase política nacional. Algo impensado hace algunos ayeres, muestra tangible de la normalidad democrática. Y en cada etapa de la visita apostólica (Chiapas, Michoacán y Chihuahua), el líder católico fue recibido no sólo por los gobernantes de cada Estado, sino también por un miembro del gabinete nacional.   

Todo esto no impidió a Francisco hablar de todo. Dijo lo que quiso y en los términos que quiso. Ya en Palacio Nacional alertó contra el buscar “el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos”. Y habló de “terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte”.  

Asuntos que abordó en prácticamente todos sus mensajes: Inequidad, falta de oportunidades, esclavitud laboral, inseguridad, crimen organizado, migración, deuda social, desapariciones forzadas, asesinatos y un largo etcétera. Todos problemas que atañen al gobierno, pero también al resto de la sociedad. Los abordó con una mirada de esperanza, siempre animando a la unidad ante la desesperanza, evitando al máximo prestarse a la instrumentalización.  

Segundo. Sacó a relucir las heridas abiertas de la Iglesia mexicana. No aquella de la religiosidad popular, sino la jerárquica. Lo hizo con un discurso flamígero e indigesto, que abordó añejos y recientes conflictos. Y es que el Papa no quedó al margen de las disputas en torno a su visita. Con prácticamente todos los obispos peleando –y de mala manera- por recibirlo. En el sur, en el centro y, sobre todo, en el norte.   

Con cardenales que despreciaron acuerdos internos para anunciar fechas, agendas y actos. Como si de portavoces papales se tratase. Con esos mismos cardenales que quisieron dictar ley, bloqueando y boicoteando, guardándose hasta el final sus discursos, peleando con aquellos hermanos que después pretendían –en sus palabras públicas- animar. Con divisiones internas en la Conferencia del Episcopado e inconvenientes afanes de protagonismo. Con un excesivo centralismo que causó más de un malhumor, recelo, envidia.  

Situación bien descrita por un fuera de programa del Papa, en el mensaje pronunciado ante todos los obispos en la catedral de la Ciudad de México: “Esto no está en el texto pero me sale ahora. Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios que después van a rezar juntos, a discernir juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal. Comunión y unidad entre ustedes”.

 Pero Francisco también abordó viejos pendientes: la falta de transparencia en la Iglesia, la actitudes principescas, de dureza y enjuiciamiento pastoral, la corrupción, el materialismo trivial y los “acuerdos por debajo de la mesa”, la mundanidad y la tibieza profética ante problemas lacerantes como el narcotráfico.   

Nadie, jamás, le había hablado con tanta claridad (y dureza) al episcopado mexicano. Quizás por eso sólo un tibio aplauso interrumpió al pontífice mientras pronunciaba su discurso. Y, al final, se registró otro saludo sencillo -casi de compromiso- del atónito auditorio. Nada de ovaciones de pie. Muchos clérigos miraban al suelo mientras avanzaba el mensaje, otros tanto intentaban disimular sus caras de incredulidad. Ninguno quedó indiferente. 

 

Tercero. Muchos movimiento sociales y no pocos periodistas esperaban un único gesto. Con ansiedad casi incontenible reclamaban una reunión privada entre el Papa y los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en Guerrero. Pero Francisco había decidido, desde un principio, que no iba a hacer diferencias. Él mismo explicó por qué, en su viaje de regreso a Roma. En dos ocasiones, hablando con la prensa vaticana, insistió en que los grupos de víctimas estaban “contrapuestos entre ellos” y “con luchas internas”.  

Por eso decidió invitarlos a la misa final, en Ciudad Juárez. Estaba dispuesto, incluso, a saludar a algunos de ellos, junto con otros colectivos de parientes de víctimas. Decenas habían solicitado audiencia. Es cierto, el caso Ayotzinapa resulta emblemático para buena parte de la población. ¿Por qué se negaron los familiares de los estudiantes a ir a la celebración del Papa? Si buscaban una bendición y un consuelo espiritual, ¿no era la mejor oportunidad de obtenerla? ¿Por qué empeñarse en una cita privada? Si deseaban la contención del pastor, hubiesen acudido a su encuentro en la frontera. Pero si buscaban apoyo político a su legítima causa, para eso les servía una foto y una reunión privada.  

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