No era razonable esperar nada extraordinario del viaje a México de Francisco: el Papa es un pastor, no un mago, y sólo un hechizo podría curar las heridas profundas de la sociedad mexicana, desgarrada por la violencia, el crimen, los derechos humanos pisoteados, las migraciones masivas, la desigualdad atávica.
Por Loris Zanatta
En este sentido, cuando le habló al episcopado mexicano, Francisco dio prueba de honestidad intelectual: es inútil, dijo, lanzarse en "condenas genéricas" de los males del país. Lo que se necesita con urgencia es un "calificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer" la "delicada red humana" necesaria para sacar al país del pozo en que se encuentra. A la Iglesia mexicana, en fin, Francisco le pidió que se arremangue y se dedique a reconstruir desde abajo una vida social basada en los valores cristianos. Una tarea hercúlea.
Sin embargo, como en Cuba y en sus otros viajes, las palabras y los gestos del Papa parecen poco incisivos; sinceros, saludables, pero también rituales y predecibles. No porque del Papa se deban esperar condenas o excomuniones: además de inútiles e innecesarias, serían inapropiadas. Aunque para ser justos, en su momento el cardenal Bergoglio no escatimó recurrir a ese estilo, que sí está en su repertorio. El hecho es que la Iglesia, y con ella el Papa, da la impresión de contar con gran popularidad y devociones arraigadas, pero no tener herramientas e ideas para hacer frente a los problemas colosales de las sociedades modernas. Como todo el mundo, por otra parte. Así que la palabra del Papa resuena tan popular como impotente, tan consoladora como irrelevante.
Pero más allá de eso, es difícil evitar la impresión de que en México, tal vez incluso más que en otros lugares, el mensaje espiritual de Francisco se viera afectado por cierto empacho y algunas contradicciones. Debe ser que pocas sociedades como la de México fueron tan permeadas, hasta sus más profundas estructuras ideales y sociales, por la catolicidad hispánica y su legado y que, por lo tanto, no es tan fácil abordar sus graves enfermedades sin medirse con ese legado.
"Hasta los ateos son guadalupanos en México", quiso enfatizar en este sentido el Papa, reafirmando así de paso la catolicidad de la nación y del pueblo mexicano, incluso más allá de su fe. Pero precisamente por eso el drama mexicano no se presta a ser desclasificado como un mero efecto de la modernidad secular, a ser juzgado simplemente como la inevitable cosecha de una sociedad apóstata, culpable de haber traicionado sus raíces, de haberse alejado de Dios. De hecho, la fe y sus símbolos son ubicuos en ese pueblo en el que Francisco suele localizar el depósito de la fe; impregnan cada fibra de la sociedad: legal o ilegal, honesta o corrupta, pacífica o violenta, cada comunidad tiene su santo, sus reliquias, su cura. Incluyendo las mafias del narcotráfico.
A esto se deben, creo, los empachos del Papa. Claro, como es habitual, Francisco ha condenado los que para él son los males del mundo actual: el consumismo, la cultura del descarte, la destrucción del medio ambiente, la homogeneidad cultural impuesta por el mercado, la opresión de los pueblos indígenas. Sin embrago, en el contexto de una sociedad de tan profunda raigambre católica como la mexicana, la enumeración ritual de estos problemas suena como un tango, sin dar en el clavo.
¿Será acaso el mercado el culpable de la escasa cultura de la legalidad que impera en el país? ¿Y se debe al consumismo el tan difundido familismo amoral que se burla de las instituciones? Y las heridas tan viejas como el amiguismo, el nepotismo, el patrimonialismo, ¿son fruto de la secularización? Para no hablar de la violencia, de muy antiguo arraigo en México. Que los sufrimientos de México sean, en primer lugar, dolores del cristianismo que imbuye el país, debe ser claro al mismo Francisco, si uno de los momentos más fuertes de su viaje fue la durísima requisitoria dedicada al episcopado local, culpable de "habladurías e intrigas, vanos proyectos de carrera, vacíos planes de hegemonía, infecundos clubes de intereses o de consorterías": una paliza.
Si las cosas están así, sin embargo, entonces en esa misma identidad católica de México que el Papa ha reivindicado enérgicamente, siendo en su opinión el factor que lo "convierte en una nación única", no se encuentra necesariamente la solución, sino que radica gran parte del problema. "No se cansen de recordarle a su pueblo cuánto son potentes las raíces antiguas, que han permitido la viva síntesis cristiana de comunión humana, cultural y espiritual que se forjó aquí", dijo Francisco a los obispos.
México es una nación católica, en suma, y católico es su pueblo. El Estado laico es cosa del pasado, como lo son las ideas que lo forjaron. Tanto es así que hasta ahora la palabra "pueblo" resonó en la boca del Papa 44 veces desde que salió de Roma; 44 veces más que la palabra democracia, 43 más que los derechos humanos. Y el pueblo al que Papa alude es una comunidad que trasciende los individuos, unida por arriba de sus instituciones seculares. Sin embargo, México tiene hoy más que nunca necesidad de afirmar la inviolabilidad de los derechos y las libertades individuales; de construir instituciones democráticas sólidas, legítimas, respetados y transparentes; en el pluralismo y en la legalidad. ¡Sería maravilloso si el Papa terminara su viaje invocando el respeto por parte de todos del Estado de Derecho! ¿No es ésta la tarea del Papa? Quién sabe. Seguro que sería revolucionario. ¿No dicen todos que Francisco lo es?
El autor es profesor de historia en la Universidad de Bolonia
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