“Jesús habla de «paraíso» solo una vez: para el buen ladrón”

“Jesús habla de «paraíso» solo una vez: para el buen ladrón”

El Papa concluyó el ciclo de catequesis sobre la esperanza: el paraíso no es un lugar fantástico o un jardín encantado, sino el abrazo con Dios que perdona. La muerte, entonces, ya no da miedo

por IACOPO SCARAMUZZI

 

En el Calvario, donde acaba el crucificado su existencia terrenal, Jesús «tiene la última cita con un pecador, para abrirle de par en par también a él las puertas de su Reino», y esto «es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los Evangelios». El Papa Francisco concluyó su ciclo de catequesis dedicado a la esperanza cristiana, que comenzó a principios del año litúrgico, y dedicó hoy su reflexión al paraíso, subrayando que Jesús, con un milagro que se repite hoy, «en las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones», lo promete a un «pobre diablo» que le pide el perdón, porque «el paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado», sino «el abrazo con Dios» que perdona: «si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza».  

 

«Paraíso», dijo el Papa, «es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigido al buen ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está sólo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos malhechores. Tal vez, pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota, alguien exhaló un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia condenando a muerte a gente así. Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones. En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: “fue contado entre los culpables”. Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús lo promete a un “pobre diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle el más humilde de los pedidos: “Acuérdate de mí cuando entraras en tu Reino”. No tenía obras de bien por hacer valer, no tenía nada, sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente, bueno, así diverso de él. Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús. El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces», subrayó el Pontífice argentino. «No existe una persona —insistió el Papa—, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo. Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón! Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo». 

 

El paraíso, continuó Francisco, «no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frío y las tinieblas». 

 

En la hora de la muerte, «el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate de mí”», dijo Francisco. «Y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más bello que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor. Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada. Y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo, después de una entera vida consumida en la espera: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación”. Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo que queda. Porque «el amor no pasará jamás». 

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