"Un hombre en el que se puede confiar"

Pueblo, fiesta y oración, las tres dimensiones de la etapa ecuatoriana del viaje de Francisco

por Luis Badilla

El viaje del Papa Francisco a Sudamérica se encuentra en la mitad de la primera etapa, la de Ecuador, pero ya resultan clarísimas las características centrales del mismo: pueblo, fiesta y oración. Desde que llegó el domingo 5 de julio el Papa se vio inmerso en el corazóm afectuoso y sencillo de un gran pueblo que quiso recibirlo como a un amigo, como a uno de ellos, como a un gran amigo largamente esperado. Un cartel que llevaba un hombre de Guayaquil tenía un gran corazón donde estaba escrito: “Necesitamos tu abrazo”. Probablemente ese cartel resume en pocas palabras un aspecto fundamental de esta Perigrinación.

Sin duda esta característica también será el denominador común de las dos etapas siguientes: Bolivia y Paraguay. Es un viaje que será recordado sobre todo porque Francisco ha recibido un abrazo gigantesco, desde el Pacífico ecuatorial hasta el río Paraná, puerta del Atlántico. Un abrazo del pueblo bien merecido porque él lo ha querido y lo ha buscado y porque lo que más desea es proclamar que “en el presente también nosotros podemos encontrar en el Evangelio las claves que nos permitan afrontar los desafíos actuales: valorando las diferencias, fomentando el diálogo y la participación sin exclusiones. Para que los logros y el progreso que se están consiguiendo se consoliden y garanticen un futuro mejor para todos, hay que poner especial atención en nuestros hermanos más frágiles y en las minorías más vulnerables, que es la deuda que todavía toda América Latina tiene”.

Y junto con los brazos tendidos de estos pueblos hemos visto también la alegría de la fiesta: de la sonrisa, del canto, de la música, del baile, de la esperanza, los únicos verdaderos antídotos contra una existencia muchas veces ahogada por la pobreza, la marginación, la fatiga de la supervivencia cotidiana y por todos los otros males sociales, políticos y culturales que erosionan la existencia, especialmente la de los “derrotados”, la de los “descartados”, la de aquellos que el sistema no considera eficientes. Son pueblos que festejan porque un amigo, un amigo muy especial, ha querido venir para vivir junto con ellos “la fe con intensidad y entusiasmo, practicando la misericordia”. Hay miles de personas que han esperado muchas horas, que han recorrido cientos de kilómetros, que han acampado en lugares inhóspitos, a veces familias enteras, para ver pasar durante tres segundos a este amigo tan especial, y un día poder decir: “Yo estaba allí”.

La peregrinación de un pueblo para ver al Peregrino, “testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo”, y rezar junto con él y por él. En la prensa local hay varias crónicas que hablan de estos momentos de oración y no solo en las iglesias, más repletas que nunca, sino también en las plazas o en las esquinas de las calles. “Un gran aliento de piedad y de oración tan amplia cuanto cósmica: se reza por Francisco, por la Creación, por la familia, por otros pueblos…”.

¿Y todo eso por qué?

Porque el Papa Francisco, su persona, su estilo, su palabra, sus pensamientos, sus gestos se perciben no solo como auténticos sino también coherentes, y nada en él resulta engañoso. “En él se puede confiar”. Es posible que a muchos “conservadores”, doctores de la ley, intelectuales refinados y oportunos polemistas todo esto no les resulte de su agrado. Ellos creen en “algo” en lo que Francisco no cree: que la vida de los seres humanos está al servicio de los que detentan el poder del dinero, de la cultura, de la poítica, de las armas…

El Papa Francisco piensa de otra manera: que amar significa ir hacia el otro y por lo tanto romper la vanidad de la propia autorreferencia y del propio aislamiento para descubrir la propia humanidad en la humanidad de la presencia del otro.

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