La Gloria del Calvario

La Gloria del Calvario

La transfiguración del Señor, como su nombre lo indica, fue la manifestación visible de la divinidad y de la gloria de Jesucristo en el Tabor —nombre que en hebreo quiere decir “el abrazo de Dios”—, de manera que los tres Apóstoles para ello escogidos por el propio Cristo, quedasen por así decir marcados por la visión de la divinidad y no se “escandalizasen” pocos días después cuando se iniciaba su Pasión, al verlo “transfigurado” por el dolor en el Huerto de los Olivos…

Pedro, Juan y Santiago fueron los testigos del prodigio y pudieron escuchar la conversación entablada por Nuestro Señor con Moisés y Elías, sobre el papel del Mesías sufridor y ¡cómo era necesaria su Pasión y su muerte de cruz en la obra salvadora!, pues “la Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre”, según nos enseña el Catecismo.

En este episodio magnífico quedan, pues, manifiestas de modo indiscutible dos cosas en apariencia disímiles y antagónicas: la gloria y el Calvario, la Divinidad del Hijo del Hombre y su pasión afrentosa, la alegría inconmensurable y el dolor inefable…

Aquí constatamos lo que el Catecismo de la Iglesia Católica (555) nos señala: “por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para ‘entrar en su gloria’ (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén”. Per crucem ad lucem.

Así, de forma inequívoca, advertimos una vez más cómo las vías de Dios son muy diferentes de las vías de los hombres, y cómo lo que parece locura a la razón humana, es sabiduría en la mente y los planes de Dios. Cómo toda la historia de la humanidad y toda la historia de la salvación, desde los tiempos más remotos hasta el momento grave y sublime en que la trama de la vida humana se recogerá como un pergamino para asistir al juicio de Dios, toda esta historia es una repetición constante del papel fundamental del sufrimiento, de la cruz, del holocausto, del sacrificio, del esfuerzo, del trabajo en nuestra condición terrena y material, rumbo a la gloria que se promete a la fidelidad al plan divino.

Nosotros también tenemos nuestra Cruz

No es en vano que el Apóstol proclama: “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). La efusión de la Sangre Divina sería inútil, si yo no completo en mi carne los sufrimientos del Redentor, según la frase arriba mencionada; y para que la Pasión del Señor me salve, es necesario que yo me asocie a ella, tomando los miembros llagados del divino crucificado, sus manos horadadas y comunicando a mi propio cuerpo, las aflicciones, las angustias, el abatimiento, la desolación y el abandono de Cristo.

Esto todo podemos y debemos hacerlo asistiendo con piedad y devoción profunda al Misterio Eucarístico, ofreciéndonos con Jesús en el mismo cáliz de su Pasión; confesando con humildad los pecados con que le hemos ofendido. Propiamente, es asumir en plenitud nuestra condición cristiana, viviendo en concordancia con ella en nuestras dificultades cotidianas; creciendo en la paciencia y conformidad con la voluntad salvífica de Dios; ejercitando en todo y a propósito de todo, a tiempo y a destiempo, la caridad cristiana con nuestros hermanos, siendo para ellos consuelo y no fardo, perdonando de corazón sus ofensas, sus miserias y sus olvidos: siendo otros “cristos” en nuestro entorno.

La Cuaresma va haciendo su curso; y en este caminar de 40 días de peregrinación, el alma cristiana debe proponerse avanzar con decisión, no como otrora marchó el pueblo de Israel rumbo a la tierra prometida; pues, aunque su objetivo era claro, su dura cerviz lo obligó a vagar por el desierto cuarenta años antes de alcanzar la meta esperada.

A ejemplo del Divino Salvador que antes de comenzar su vida pública se preparó en el desierto con 40 días de ayuno, oración y penitencia, la disposición del creyente debe ser justamente lo que la Iglesia nos propone: conversión; reconocernos como pecadores y confesar nuestras culpas, unido esto a la ferviente súplica y al espíritu de sacrificio. Tiempo de purificación e iluminación interior que refuerce nuestra fe, preparándonos así para las gracias de la Pascua.

Que María Santísima, fuerza de los débiles, nos ayude en nuestra caminada rumbo a la Pascua del Señor, alimentando en nuestros corazones la llama de la fe, de la esperanza y del amor, de modo a recibir en abundancia las gracias del Jesús resucitado.

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