Fray Mamerto Esquiú: el franciscano que se entregó a los pobres y el milagro por el que el Papa lo hizo beato

Fray Mamerto Esquiú: el franciscano que se entregó a los pobres y el milagro por el que el Papa lo hizo beato

Hace 140 años moría el religioso que dejó una huella imborrable en su prédica por en favor de los más humildes, por su defensa de las instituciones y la Constitución y por su convencimiento de que sin educación el país no llegaría “a ningún lado”. Se le atribuyen 300 hechos milagrosos, pero una cura inexplicable llevó a su beatificación

Por Adrián Pignatelli

Desde hacía meses Fray Mamerto Esquiú presentía su final. Después de la Navidad de 1882, hizo una gira pastoral por Catamarca y La Rioja. Rechazó un coche especial que le ofreció el ferrocarril y viajó en segunda clase. El tren no llegaba a todos lados, y cada viaje debía completarlo con carruajes.

El 8 de enero de 1883, después de celebrar misa, partió a La Rioja. Tomaba los remedios solo para complacer a quienes se los daba. “Yo no tengo fe sino en Dios”, decía. Se quejaba de una continua sed y de una tos que no le daba respiro.

El miércoles 10 de enero a las 14:30 llegó a la posta del Pozo del Suncho, donde lo esperaba mucha gente. Alcanzó a bendecirla antes de descomponerse. Falleció a las tres de la tarde acompañado por su secretario el presbítero Pedro Anglada y por un par de personas más.

Tenía 56 años y había dejado una increíble obra pastoral.

Días antes a que naciera en la modestísima vivienda de Piedra Blanca, a 15 kilómetros al norte de la capital de Catamarca, Fray Francisco Cortés, un misionero franciscano amigo de la familia, le adelantó a la madre que el bebé sería un varón y que llegaría a obispo, como San Mamerto de Vienne.

El alumbramiento fue el 11 de mayo de 1826 a las once de la noche. Y a pesar de las predicciones venturosas del franciscano, se apuraron en bautizarlo por sus problemas de salud. Recibió el nombre de Mamerto de la Ascensión.

Su mamá, la catamarqueña María de las Nieves Medina, siempre había soñado con un hijo cura. Su esposo, el catalán Santiago Esquiú también era devoto y acostumbró a sus hijos Rosa, Odorico, Marcelina, Justa y Josefa a rezar desde el amanecer hasta el anochecer.

Los Esquiú eran humildes. “Recuerdo, con admiración y ternura, que alguna vez no teníamos nada para comer, y mi padre nos hacía rezar, pero no se acordaba de pedir prestado ni un medio real; enfermo por largo tiempo, nadie vino a cobrar un solo maravedí después de su muerte”, escribiría Mamerto.

Cuando tenía 5 años su mamá cumplió la promesa que había hecho de que, si se curaba de las dolencias que arrastraba desde recién nacido, le haría usar el hábito de San Francisco. Así vestido iba a la escuela.

A los 6 ya sabía leer o escribir y a los 9 estudió latín y lo anotaron como novicio en el colegio franciscano, el único que existía entonces en la provincia y donde además de primaria y secundaria, había estudios de filosofía y teología. Al año siguiente, falleció su mamá.

A los 17 concluyó Teología, pero aún era muy joven para ser ordenado sacerdote. Se dedicó a ser maestro de escuela y antes de cumplir los 20 años fue profesor de filosofía. Leía todo lo que venía a su mano.

A los 22, finalmente se ordenó. Su papá había fallecido dos años antes. Su primera misa la celebró el 15 de mayo de 1849. Entonces dijo: “He venido Padre a decirle que la cátedra del Espíritu Santo no es para esparcir flores, sino para enseñar verdades”.

Enseguida, se hizo de fama y el púlpito lo transformó en un medio para llegar al corazón de la gente en forma sencilla y directa. Pedían confesarse con él personas de todas las clases sociales; era convocado por otras parroquias para que participase en fiestas patronales y era solicitado para desarrollar ejercicios espirituales en los conventos de monjas. Su nombre se hizo conocido en toda la región.

Se destacaba por sus sermones, y el escritor Alberto Gerchunoff lo describió como “sacerdote de ardiente predicación de caridad militante”; se nutría de los grandes teólogos del siglo XIII, como San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino.

“Sin educación no hay progreso, no hay instituciones, no hay leyes, no hay civilización, no hay nada”, escribió.

Uno de sus sermones más famosos lo pronunció el 9 de julio de 1853 en Catamarca sobre la Constitución, en el que incitó al pueblo a acatar la Carta Magna con la que se terminarían con las luchas fraticidas en el país. “La vida y conservación del pueblo argentino depende de que su Constitución sea fija; que no ceda al empuje de los hombres, que sea un ancla pesadísima; (…) Obedeced, señores, sin sumisión no hay ley; sin leyes no hay patria, no hay verdadera libertad: existen solo pasiones, desorden, anarquía, disolución guerra y males…” Brindó otro en la iglesia matriz el 28 de marzo de 1854 cuando asumieron las autoridades constitucionales.

Participó de las discusiones de la Constitución provincial sancionada en 1855 y a la par publicaba artículos en los principales diarios. Fue electo diputado de la primera legislatura de Catamarca, y se ocupó de la educación, de regular el nombramiento de jueces, de la defensa de la libertad de prensa y se ganó la antipatía de muchos cuando abogó para que el cargo de diputado fuera gratuito.

Su popularidad escaló alto: el gobierno dispuso la publicación de los dos sermones, ordenó publicar su biografía y hasta se le ofreció una subvención para que fuera a estudiar a París. Fue incluido en una terna de obispados vacantes.

Fray Mamerto hizo todo lo posible para escaparle a esa popularidad. En febrero de 1862 partió hacia el convento existente en Tarija, Bolivia a misionar como uno más. Cuando en 1870 falleció monseñor Escalada, arzobispo de Buenos Aires, rechazó el ofrecimiento de reemplazarlo.

Decidido a alejarse aún más, emprendió un viaje de un año y medio a Tierra Santa y en 1878 le ordenaron regresar. Antes fue recibido por el papa León XIII.

Una vez en el país por telegrama se le informó que había sido designado obispo de Córdoba. Fue un pedido del gobierno argentino al Papa. Sin embargo, se negó. En diciembre de 1879 se lo llamó de urgencia a Buenos Aires. Debió viajar estando enfermo, con fiebre y congestionado. Allí se le dijo que el sumo pontífice había dispuesto que fuese obispo. Y no le quedó más remedio que aceptar.

Fue consagrado obispo el 16 de enero de 1880. Realizó una frenética actividad, organizando parroquias, desarrollando una amplia actividad relacionada a los seminarios, a estudios teológicos, eventos culturales. Iba de un lado a otro, viajando, ocupándose de los problemas y de las cuestiones de los que menos tenían. En cierta oportunidad un cura se quejó que no tenía tiempo: “Yo, que soy algo más que cura, tengo tiempo para todo. Si no estudio, es porque no quiero. Añade usted, pues, una hora de oración y le sobrará tiempo”, le respondió.

Siempre estaba rodeado de gente humilde, no tenía tiempo de asistir a reuniones sociales o a estar con amigos. Atendía a todos lo más rápido posible, y solo le dedicaba todas sus horas a los pobres. Cuando un forastero visitó Córdoba quiso saber dónde vivía el franciscano: “Recorra las calles de la ciudad. Aquella casa en que vea entrar o salir una inmensa multitud de pobres y menesterosos, esa es la casa del obispo”, le indicaron.

La noche de su muerte, su cuerpo fue llevado a la estación Recreo. El 11 se decidió conducirlo a la ciudad de Córdoba; el cura debió ser enterrado en la capilla de la estación Avellaneda, en el norte cordobés, por su avanzado estado de descomposición. Y el 13 de enero llegó a la ciudad de Córdoba.

En el Hospital San Roque sus restos fueron examinados y se lo preparó para embalsamarlo. Se dificultó la tarea por el tiempo transcurrido desde su muerte.

A pedido del presidente Julio A. Roca se hizo una autopsia porque sobrevolaban las sospechas de un envenenamiento, presumiblemente con arsénico, y hasta se sospechó de los principales blancos de las críticas de Mamerto Esquiú, entre ellos a la masonería. Se dijo que le habían dado una dosis antes de llegar a la posta, que coincidió con los terribles dolores que sufrió momentos previos a su fallecimiento.

Los médicos que intervinieron en el estudio del cuerpo hallaron una hernia, una estrangulación de intestinos, que podría haber provocado una crisis, pero aseguraron no haber encontrado restos de veneno. Lo que los sorprendió fue su corazón en excelente estado, y se decidió conservarlo.

La opinión discordante la brindó el prestigioso médico y profesor Telémaco Susini, quien tuvo acceso al informe de los médicos. En la familia Susini siempre se habló de las sospechas de Telémaco, quien luego de leer las conclusiones a las que habían arribado sus colegas, aseguró que estaban armadas para que nunca se supiese la verdad.

Su corazón fue entregado en 1883 al convento de San Francisco y en 1889 trasladado a su casa natal de Piedra Blanca. Se le hizo, entonces, un tratamiento para asegurar su conservación. Al año siguiente fue robado de la sacristía de la iglesia de San Pedro Alcántara y fue hallado, días después, por unos obreros de la construcción. Sería sustraído nuevamente en 2008 y un detenido aseguró haberlo tirado a la basura. En el convento de San Francisco se conservan una vértebra y una falange.

En 2005 fue declarado siervo de Dios y venerable al año siguiente. En abril del 2020, la Comisión Internacional de Teólogos de la Santa Sede validaron el milagro que se produjo por su intercesión: el hecho había ocurrido en Tucumán y fue por una inexplicable curación de Emma, una niña recién nacida con osteomielitis femoral grave.

Por disposición del Papa Francisco, el 4 de septiembre de 2021, fue declarado beato, en una misa celebrada en Piedra Blanca, el pueblito donde días antes de nacer, habían predicho que sería varón y que sería obispo. Y que dejaría huella.

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