“Hay algo que debo reconocer: nosotros estamos con un poco de retraso en la elaboración de una teología de la mujer”, dijo el Papa en 2015. Cómo fue la participación y el proceso de apertura que lideró.
Sol Prieto/ Cenital
“La Iglesia es mujer”, dijo el papa Francisco en octubre de 2013 durante el seminario organizado por el consejo pontificio para los laicos con ocasión del 25 aniversario de la llamada “Mulieris dignitatem”, una carta apostólica de Juan Pablo II sobre las mujeres y dirigida a ellas. “No es «el» Iglesia, es «la» Iglesia. La Iglesia es mujer, es madre, y esto es hermoso”, dijo. Unos meses antes, en una conferencia de prensa en el avión de vuelta de Río a Roma, Francisco había dicho: “La Iglesia es Madre: debe ir a curar a los heridos con misericordia”, para referirse a la posición que debía tomar la Iglesia ante los divorciados y separados vueltos a casar. En junio del año siguiente, en una entrevista con el diario italiano Il Messaggero, el Papa lo dijo una vez más: “La Iglesia es mujer”.
“Las mujeres son la cosa más linda que hizo Dios. ‘Iglesia’ es una palabra femenina. No se puede hacer teología sin esta feminidad”. En febrero de 2015, en su discurso ante el plenario del Consejo Pontificio para la Cultura, lo volvió a decir. Explicó que su objetivo era crear “criterios y modalidades nuevos” para que las mujeres no se sintieran “huéspedes, sino plenamente partícipes en los varios ámbitos de la vida social y eclesial”. El 27 de septiembre de 2015, en la conferencia de prensa desde el viaje apostólico a Cuba y Estados Unidos, lo dijo por quinta vez: “En la Iglesia son más importantes las mujeres que los hombres, porque la Iglesia es mujer”. “La Iglesia es la esposa de Cristo, y la Virgen es más importante que los papas, los obispos y los sacerdotes. Hay algo que debo reconocer: nosotros estamos con un poco de retraso en la elaboración de una teología de la mujer. Tenemos que adelantar en esa teología”, agregó.
A través de esta fórmula, Francisco intentaba encauzar la demanda (presente en aquel entonces en algunos grupos de Estados Unidos y Canadá) de ampliar el orden sacerdotal hacia las mujeres, incentivando su participación en la Iglesia desde otros espacios distintos al sacerdocio. Este mecanismo, presente de distintas formas muy especialmente en los primeros años de su papado, apelaba a “tironear desde arriba” los límites de la institución, apelando a “los de abajo” (las de abajo en este caso). Es decir, tomar una demanda insatisfecha y procesarla bajo la forma una demanda que sí se pueda satisfacer, visibilizando a un grupo, generando expectativas y movilizando algo muy importante para el catolicismo: las utopías (o “profecías”, como las llaman muchas y muchos de quienes las impulsan). Pero las utopías no son fáciles de encauzar: algunos años después, en 2019, la Iglesia en Alemania comenzó una serie de conferencias (conocidas como “el camino sinodal alemán”) con conclusiones que incluyen, justamente, la crítica al ministerio sacerdotal y el llamado a poder ordenar mujeres. Más allá de que estas conclusiones sean resistidas por la curia y rechazadas vehementemente por algunas comunidades, el camino sinodal alemán jerarquizó un debate recurrente pero a menudo silenciado o con bajo volumen.
Al mismo tiempo, el debate sobre el diaconado femenino sigue abierto –pero debilitado– luego de que el último Sínodo Mundial de Obispos no alcanzara un consenso sobre esta cuestión. Francisco había creado una comisión en 2016 para estudiar el papel de las mujeres diáconos en los primeros siglos del cristianismo. Esta comisión no llegó a una conclusión sobre si estas mujeres desempeñaban un ministerio sacramental equiparable al diaconado masculino, o si su rol era más bien litúrgico y de servicio. En 2020 se reunió otra comisión, pero tampoco llegó a un consenso.
Doce años después de que el Papa dijera por primera vez que la Iglesia es mujer, muchas cosas cambiaron y otras no tanto. Pero más allá de los “avances concretos” (¿qué es un avance en una institución en la que conviven el pasado con el presente y el futuro, los múltiples Reinos eternos con los reinos de más acá, los sagrados con los profanos?), la discusión de una institución central para la Iglesia católica, como es el orden sacerdotal, resonó en una de las instancias más importantes de la Iglesia: la asamblea sinodal, donde obispos (sobre todo), pero también laicos católicos y otros invitados discuten el rumbo de la Iglesia. Este debate se da en el marco de un proceso histórico y concreto, en el que ocurrieron cambios institucionales y simbólicos.
La Iglesia-institución
Las mujeres son más religiosas que los varones en casi todo el mundo, particularmente en los países en los que el cristianismo es dominante. El 83,4% de las mujeres se identifica con una religión versus 79,9% de los varones. De las personas que se consideran cristianas, 53% son mujeres y 47% varones. En Argentina, 65,3% de las mujeres se consideran católicas versus 60,3% de los varones.
Esta mayor identificación tiene su reflejo en las prácticas y creencias religiosas. En Argentina, por ejemplo, las mujeres afirman creer en Dios con mayor frecuencia que los varones (86,0% contra 77,5%) y consideran también en mayor porcentaje que su vivencia religiosa ha aumentado a lo largo de la vida (30,0% contra 20,2%). La relación con Dios está más mediada por la comunidad en el caso de las mujeres (33,5% contra 26,4%), quienes además asisten más al culto (19,9% lo hacen frecuentemente, contra 14,7% de los varones), rezan más asiduamente, dedican más tiempo a leer la Biblia u otros textos religiosos y se comunican con los seres queridos difuntos el doble que los varones.
Por todo esto, no es llamativo que entre los especialistas religiosos relevados por las estadísticas vaticanas –entendidos aquí de manera muy general como aquellas personas que detentan el monopolio de la gestión de los sagrado– la mayoría sean mujeres (54%).
Fuente: CARA con datos de Annuarium Statisticum Ecclesiae (ASE) de 2022.
A pesar de ser más, las mujeres especialistas religiosas no tienen ni las mismas funciones, ni las mismas potestades, ni la misma jerarquía que los especialistas varones. El hecho de que el sacramento de ordenación al sacerdocio excluya a las mujeres tiene consecuencias en la vida cotidiana de las personas y también consecuencias institucionales dentro de la Iglesia católica.
Al no poder ordenarse como sacerdotes, las mujeres no pueden consagrar la comunión (en la vida cotidiana de los católicos esto significa que no pueden consagrar las hostias) y, por lo tanto, no pueden oficiar la misa; tampoco pueden absolver a las personas en nombre de Dios cuando estas confiesan sus pecados. A pesar de estos dos impedimentos, las mujeres a menudo ofician ceremonias con hostias consagradas previamente por un sacerdote y ofrecen guía espiritual, tanto a personas laicas como religiosas. “Las misas de la hermana son las que más me gustan”, me contó hace unos meses una hermana entre risas que le dijo un joven que asistía sus liturgias de la palabra. Las mujeres no pueden ser obispos, ni cardenales. Tampoco pueden crear congregaciones las mujeres, ya que para iniciar el proceso de reconocimiento de una congregación religiosa femenina católica se requiere del “aval” de un obispo.
Durante mucho tiempo, estas limitaciones estuvieron asociadas a una imposibilidad concreta de las mujeres de incidir en las decisiones de la Iglesia-institución. Pero los nombramientos muy recientes de Simona Bambrilla como prefecta del Dicasterio para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica en febrero y de Raffaella Petrini como presidenta de la Comisión Pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano y presidenta de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano en marzo, parecen poner en discusión este punto.
Bambrilla es la primera mujer prefecto en la historia de la Iglesia –y, por lo tanto, la única en 12 dicasterios–, y está a cargo de todas las personas consagradas del mundo. Desde un punto de vista estadístico –democrático–, la decisión de nombrar una mujer a cargo del Dicasterio de Vida Consagrada parece evidente, ya que en el mundo de los consagrados y consagradas –el conjunto de congregaciones, órdenes y otros institutos– las mujeres representan el 77,1% de los especialistas religiosos. Son casi 600 mil hermanas (“monjas”) versus menos de 180 mil sacerdotes religiosos y frailes.
Pero en una institución que no se rige por la representación, para que esto fuera posible hubo que reformar la Curia romana. En 2022, la Constitución Apostólica Predicar el evangelio jerarquizó el rol de los laicos (“Todo cristiano es un discípulo misionero”), permitiéndoles participar de la curia “incluso en funciones de gobierno y responsabilidad”. Este empoderamiento de los laicos –continuador de las reformas del Concilio Vaticano II– abre la puerta de la Curia a las mujeres, tanto laicas como religiosas. Un detalle del documento: la sección de principios y criterios para el servicio de la Curia romana –algo así como los requisitos para acceder a los cargos vaticanos– está escrita en lenguaje inclusivo: “7. Integridad personal y profesionalidad. El rostro de Cristo se refleja en la variedad de rostros de sus discípulos y de sus discípulas que con sus carismas están al servicio de la misión de la Iglesia” .
Estos nombramientos, si bien son los que tuvieron más visibilidad, no son los únicos que se dieron en los últimos años. La propia Petrini ya había ocupado el cargo de secretaria general de la Gobernación del Vaticano desde 2022. Hasta ese entonces, ese cargo se asignaba siempre a obispos. Emilce Cuda –una reconocida teóloga laica argentina y profesora de la Universidad Arturo Jauretche– fue nombrada también en 2022 secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina. Las subsecretarias (mujeres) también se volvieron algo más frecuente en la Curia en los últimos años.
Pero estos casos son la excepción. En 2023, un informe del medio oficial de la Curia Vatican News celebraba que el porcentaje de mujeres que trabajan en el Vaticano había aumentado entre 2013 y 2023, de 19,2% a 23,4%. Cinco puntos. “No hay suficientes monjas en puestos de responsabilidad, en las diócesis, en la Curia y en las universidades, necesitamos superar una mentalidad clerical y machista” dijo Francisco en enero, en un encuentro con religiosas. Los números le dan la razón.
El discurso papal
Los papas producen realidad a través de lo que dicen y hacen, y por eso hablan mucho, escriben mucho y generan múltiples símbolos. Por eso, seleccioné apenas cuatro temas recurrentes en el discurso de Francisco sobre las mujeres. Se trata de cuestiones que se reiteran en sus encíclicas y exhortaciones apostólicas, y aparecen también de manera más coloquial en sus entrevistas, reuniones y viajes.
La primera cuestión recurrente es la noción de la igualdad entre varones y mujeres como igualdad en dignidad. La idea de que mujeres y varones deben ser iguales en dignidad no es una novedad, sino que se inscribe dentro de una tradición de pensamiento católico conocida como “teología de la mujer”, que comenzó en la década de 1940, cuando Pío XII, en su discurso La mujer en la actualidad (1945), alentó una reflexión teológica sobre la feminidad en un contexto de creciente participación femenina en la vida pública. Durante los años 50, varios teólogos –principalmente varones– desarrollaron teologías de la feminidad que, si bien afirmaban la dignidad de las mujeres, lo hacían dentro de un marco esencialista, sin considerar la incidencia de la cultura, la historia y la educación. El resultado fue un discurso muy reproductor de los roles tradicionales de género que continuó muy presente en el discurso de Francisco.
Aún con esta limitación, en el actual contexto político la voz del Papa fue una de las pocas voces relevantes que reconocieron la desigualdad de género, sobre todo en el plano económico. Mientras los líderes de las potencias mundiales niegan que exista una desigualdad estructural y acusan de “woke” cualquiera que la señale, Francisco habló permanentemente de las dificultades que enfrentan las mujeres. Por ejemplo, en su encíclica Hermanos Todos, dice: “La organización de las sociedades en todo el mundo todavía está lejos de reflejar con claridad que las mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los varones. Se afirma algo con las palabras, pero las decisiones y la realidad gritan otro mensaje. Es un hecho que «doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de defender sus derechos».
Esto nos lleva al segundo punto, que es el foco –muy latinoamericano– en “las de abajo”. Las más pobres, las que sufren maltrato y violencia y mueren a manos de sus parejas, las madres adolescentes, las migrantes –en especial las que migran solas– , las víctimas de trata de personas, las que pierden a sus hijos por la violencia narco, las mujeres embarazadas que son despedidas de sus trabajos, las cartoneras y otras trabajadoras precarias, las que ganan menos que sus pares varones, e inclusive las madres de recién nacidos que no pueden descansar bien, todas estas figuras son las que aparecen representadas en el discurso del Papa sobre “la mujer”.
Estas representaciones están muy presentes en la Iglesia latinoamericana, tanto en la teología popular como en la liberacionista, pero no es común que aparezcan en el discurso papal. De hecho, Benedicto XVI –uno de los principales autores del concepto/consigna “ideología de género” — direccionó gran parte de las discusiones y los discursos sobre las mujeres hacia la crítica al feminismo (y a la “dictadura del relativismo”), sobre todo respecto a las demandas por los derechos sexuales y reproductivos.
Esto se relaciona con el tercer punto que es la reflexividad del Papa sobre la relación entre feminismo e iglesia. Ya en su primera exhortación apostólica (La Alegría del Evangelio) Francisco reconoce las reivindicaciones de las mujeres: dice que “plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente”. Y advierte en una de sus exhortaciones apostólicas (Cristo Vive) que: “Una Iglesia demasiado temerosa y estructurada puede ser permanentemente crítica ante todos los discursos sobre la defensa de los derechos de las mujeres, y señalar constantemente los riesgos y los posibles errores de esos reclamos”.
Esta reflexividad se vincula con otro tema recurrente en sus intervenciones como es la oposición entre “servicio” (una virtud) y “servidumbre” (un pecado), para referirse al trato que reciben las monjas en sus comunidades y en la Iglesia. Francisco, en general en audiencias y encuentros con religiosas, pero también en otras instancias como la cumbre sobre abusos de 2019, conferencias y foros, denunció los abusos de poder por parte de “los clérigos”, así como las redes de complicidad dentro de las Iglesia y las propias congregaciones que habilitarían estos abusos. Si bien es un tema recurrente en su discurso sobre las mujeres, este fragmento de una reunión Unión Internacional de Superioras Generales es ilustrativo de esta cuestión:
“No te hiciste religiosa para convertirte en la criada de un clérigo (…) Tú trabajas en los dicasterios, en este, en el otro, incluso administrando una nunciatura como administradora, fenomenal, así está bien. Pero doméstica, no. Si quieres ser empleada doméstica haz lo que hacían y hacen las hermanas del padre Pernet de la Assomption, que son enfermeras, empleadas domésticas en los hogares de los enfermos: sí, porque es servicio. Pero la servidumbre no”.
¿Hacia dónde va todo esto?
Como toda institución, pero a la vez más que cualquier otra institución, la Iglesia católica es un resultado. En sus grupos, en sus memorias, en sus organizaciones, conviven distintos reinos, profecías y tiempos. Conviven, no sin tensiones, distintas iglesias. La máxima autoridad de la Iglesia católica romana tiene, por lo tanto, el trabajo difícil de que la Iglesia siga siendo todas esas iglesias y a la vez, una. Es una tarea que demanda, en palabras de Benedicto XVI, una “hermenéutica de la continuidad”. Pero, ¿quién querría formar parte de algo que es pura continuidad? Entonces, el trabajo de un papa no es solo producir unidad a partir de la heterogeneidad, si no también movilizar sectores para habilitar el surgimiento de nuevas utopías.
El documento final del Sínodo de la Sinodalidad es un ejemplo de esta doble tensión. Este último proceso de debate, que comenzó en 2021 y se plasmó en un documento final publicado en octubre de 2024, volvió a traer discusiones muy profundas para los católicos y la Iglesia. De la mano de la figura –también muy latinoamericana– de Pueblo de Dios, se discutió a lo largo del sínodo la necesidad de superar una visión de Iglesia construida en torno a los sacerdotes (“el ministerio ordenado”) para avanzar hacia una Iglesia “toda ella ministerial”, en la que laicos y consagrados tienen la misma jerarquía. Se discutió también la cuestión de los abusos sexuales por parte de sacerdotes y cómo estos abusos no pueden separarse de la idea misma de orden sacerdotal. Es decir que para algunas voces dentro de la propia asamblea, los abusos no son “excesos” sino que son producto de este orden.
Se discutió, por último, también la cuestion del diaconado de las mujeres. Como se mencionó más arriba, no hubo acuerdo respecto a este tema en particular. El documento final dice que esta cuestión sigue abierta, pero a la vez hace un llamamiento
“A la plena aplicación de todas las oportunidades ya previstas en la legislación vigente en relación con la función de la mujer, en particular en los lugares donde aún no se han implementado. No hay nada que impida que las mujeres desempeñen funciones de liderazgo en la Iglesia: lo que viene del Espíritu Santo no puede detenerse”.
Pocos meses después de estas conclusiones, Francisco designó a Bambrilla y a Petrini.
Si bien todos estos cambios no modifican sustancialmente la vida cotidiana de las monjas, sí son –como se decía mucho en los inicios de su papado — “un gesto”. Las mujeres religiosas en general tienen vidas difíciles y que la mayoría de la gente consideraría muy comprometidas: no tienen (ni pueden tener) propiedades de ningún tipo, no tienen demasiado margen para elegir dónde van a vivir, cuál será su misión, muchas tienen que disputar incluso para tener un poco más autonomía el uso de su tiempo, en sus horarios de llegada, en fin, muchos límites que las demás mujeres también sufren, pero de otra manera y con otras recompensas. Estas mujeres quizás se enteraron del caso de la primera prefecto o lo escucharon a Francisco quejarse de cómo los clérigos confunden servicio con servidumbre, y pensaron “al final, yo tenía razón” o “al final, no era algo que me pasaba solo a mí”. Esto no constituye un cambio rotundo en el sentido más directo; las religiosas no se van a despertar mañana en un mundo distinto. Pero quizás gracas a Francisco van a tener más espacio (ellas, los laicos, los católicos) para soñar con una Iglesia menos clerical, con más lugar para las mujeres.
Comentá la nota