En su último día en Manila, el Papa celebró la misa más multitudinaria de la historia; hubo entre seis y siete millones de personas, con lo que superó la marca de Juan Pablo II en el mismo lugar
"Pero ¿cuánta gente hay acá?", le preguntó el Papa al cardenal Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila. Desde el altar del Rizal Park, de esta capital, y a pesar de la lluvia, la postal que se veía marcaba un hito.
Francisco cerró ayer el viaje más largo de su pontificado (a Sri Lanka y Filipinas) con la misa más multitudinaria de la historia, a la que asistieron entre 6 y 7 millones de personas que lo aclamaron al grito de ¡mahal ng pilipino! ("¡Filipinas te ama!").
"Podemos decir que es el mayor evento de la historia de los papas", dijo Federico Lombardi, vocero del Vaticano, que si bien reconoció que no era fácil hacer cálculos por la gran participación, confirmó que se había superado el récord que había marcado también aquí, hace exactamente 20 años, Juan Pablo II.
Entonces, en el mismo emblemático sitio de esta capital -llamado también Luneta o Quirino Grandstand, un estadio construido en ocasión de la proclamación de la independencia de Filipinas y donde suelen prestar juramento los presidentes del país-, el papa polaco había logrado reunir entre 4 y 5 millones de personas.
Aquella vez, sin embargo, se trataba de una misa de cierre de la Jornada Mundial de la Juventud de 1995, a la que habían asistido jóvenes llegados desde diversos países. Esta vez, los entre 6 y 7 millones presentes eran casi todos de la misma nacionalidad, de Filipinas, el país con más católicos de Asia (el 85% de sus 100 millones de habitantes), famoso por su religiosidad popular y especial fervor, introducido por los españoles llegados a la isla en 1521 con Magallanes.
Que la última misa de Jorge Bergoglio, rebautizado por los filipinos "Lolo Kiko" (traducible como "abuelo Pancho"), iba a ser una "megamisa", en verdad ya se sabía.
Desde su llegada, el jueves pasado, al tercero entre los países con más católicos del mundo (después de Brasil y México), la gente no había dejado de salir a las calles para saludar al Papa en cualquier desplazamiento que hiciera ni se había despegado de las pantallas gigantes desplegadas a lo largo de toda la ciudad, prácticamente paralizada por la papamanía. De la nunciatura -donde se hospedó- al Palacio Presidencial, de la nunciatura a la catedral o al aeropuerto, a cualquier hora del día, había miles de personas en la calle, detrás de vallados, para verlo pasar, saludarlo, sacar una foto.
"Nunca llegué a tenerlo cerca, pero fue una bendición verlo pasar", dijo ayer a LA NACION Jazmín García, que, como la mayoría de los presentes en la misa, vio a Jorge Bergoglio como un puntito a lo lejos o en una pantalla gigante, pero escuchó atentamente sus palabras, extasiada por la felicidad.
Que esta misa iba a marcar un hito en la historia de la Iglesia Católica comenzó a notarse la noche anterior, cuando en la zona de Luneta comenzaba a ser imposible circular.
Familias enteras con chicos y bebes, ancianos, jóvenes, en virtuales oleadas -provenientes de otras ciudades, pero también llegados desde otros países para la ocasión-, comenzaban a invadir el área.
Todos iban preparados para pasar la noche a la intemperie y preparados también para esperar, haciendo colas interminables, a que se abrieran los accesos a las 6 de la mañana y a ser sometidos a puntillosos controles de seguridad.
A diferencia de la misa récord de Juan Pablo II de 1995, cuando las autoridades no habían previsto la gigantesca cantidad de gente y se vieron desbordadas (Karol Wojtyla debió alcanzar el altar en helicóptero, porque las vías de acceso habían sido copadas por la marea humana), esta vez la organización funcionó bien.
Para evitar lo de hace 20 años, la gente estaba ubicada en corrales y los más de 50.000 agentes coordinaban los vallados, dejando corredores abiertos.
El ambiente, de fiesta, era impactante. La multitud, ordenada y protegiéndose de la lluvia constante con telas, toallas, lonas y capas de plástico, lejos de quejarse por el mal tiempo, sonriente, practicaba olas, cantos y bailes, a la espera de la llegada de "Lolo Kiko".
Cuando éste apareció a bordo de un "jeepney" -vehículo tradicional filipino en el que viajan los más humildes, como recordó el cardenal Tagle (ver Pág. 3)-, poco antes de las tres de la tarde, el Rizal Park estalló en un grito de júbilo y repicaron las campanas.
Enfundado en su ya célebre capa de lluvia de plástico amarilla, Francisco, una vez más como una estrella de rock, recorrió con el papamóvil el predio. Al celebrarse el domingo del Santo Niño, no había filipino que no tuviera en mano esta imagen para que Francisco la bendijera. Se trata de un Jesús niño vestido como rey, coronado y sosteniendo en las manos el cetro, el globo y la cruz, una imagen que los españoles introdujeron en la isla de Cebu en el siglo XVI.
Si hubo clima de fiesta cuando llegó Francisco, comenzada la misa la atmósfera cambió.
Impresionaban el silencio, el recogimiento, el clima de respeto y espiritualidad asiática de los más de 6 millones de personas presentes. Sorprendía también ver que al final de aquélla la gente luchaba para tomar la comunión, algo poco común.
En su homilía, pronunciada en inglés, el Papa, que hoy regresará a Roma, volvió a fustigar esas "estructuras sociales que perpetúan la pobreza, la falta de educación y la corrupción", los principales problemas de este archipiélago de 7000 islas donde más de la mitad de la población vive en la miseria.
Tras recordar que el Niño Jesús "es el protector de este gran país", Francisco llamó a todos los filipinos a proteger a las familias, a la Iglesia, a los jóvenes, a los chicos, y a "no permitir que les roben la esperanza y queden condenados a vivir en la calle". Y una vez más, tras subrayar que ser católicos es un "don especial de Dios, una bendición", el Papa los exhortó a ser "grandes misioneros de la fe en Asia"..
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