En el corazón del Pontificado

En el corazón del Pontificado

Un viaje al descubrimiento de la misericordia, la única que puede transformar los hombres y la historia

por Luis Badilla

La Bula Misericordiae Vultus que convoca el Jubileo Extraordinario de la Misericordia –desde el 8 de diciembre de 2015 hasta el 20 de noviembre de 2016- tiene fecha del 11 de abril de 2015, y el mismo Papa la anunció el día del segundo aniversario de su pontificado, el 13 de marzo de 2015. Ha pasado exactamente un año desde que “la misericordia” entró prepotentemente en la vida de la Iglesia Católica, aunque no quedó solo dentro de sus límites. Sin duda es el tema más recurrente en los eventos y en el lenguaje de los católicos de todo el mundo pero a veces también se lo encuentra en otros ambientes y en otras confesiones religiosas. Ciertamente el Jubileo pasará a la historia como un elemento central de este papado, y sería difícil captar el sentido, la dinámica y la incisividad de la elección de Jorge Mario Bergoglio si no se lo comprende.

Una llamada radical. Pero hay que decir que no siempre, dentro y fuera de la Iglesia, se ha comprendido en profundidad el alcance de la iniciativa y la exhortación del Papa. Dicho de otro modo, a menudo la Misericordia ha quedado en una interpretación nominal y epidérmica y raramente se la ha captado en su total y radical integridad, y por eso no siempre se han deducido todas sus consecuencias. La principal de estas consecuencias, la última, es contundente: vivir, todos y cada uno, como individuos y como comunidades, con un solo patrón de medida y de comportamiento, estable y duradero, como Cristo mismo, que nos llama a ser “misericordiosos así como vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6,36). La radicalidad de la exhortación consiste en que Dios llama a cada una de sus criaturas a ser como Él. No es sencillamente una exhortación a “ser bueno” en las formas, ni tampoco a un simple comportamiento compasivo. Tampoco es una invitación a ser amables y bien educados en las relaciones con los demás, y sin duda no es de ninguna manera un piadoso intento de ocultar tensiones, antagonismos, diferencias y diversidades. La misericordia, asumida con seriedad, con lucidez y conciencia, puede ser, debería ser, una regla de vida personal y colectiva, dentro y fuera de la Iglesia. En el mundo, entre gobiernos y Naciones, entre pueblos, civilizaciones y culturas. La misericordia debe ser un estilo de vida, un método de gobierno (en las pequeñas cosas y también en las grandes). Es por tanto una manera diferente –y seguramente más eficaz- de construir una civilización, una convivencia, una comunidad, una fraternidad. La síntesis última de la profecía cristiana es la Encarnación, que revela la paternidad de Dios y la fraternidad entre los hombres, todos iguales delante de su Creador.

La Regla de Oro. El 24 de septiembre del año pasado, ante el Congreso de los Estados Unidos, el Papa Francisco dijo: “Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo”.

La misericordia, una responsabilidad compartida. La teóloga Stella Morra, autora del libro “Dios no se cansa – La misericordia como forma eclesial”, afirma: “La fe en lo que no se ve hoy tiene un rostro concreto y experimentable, el rostro de la misericordia, de la que nos sentimos destinatarios y de la que nos hacemos dispensadores. (…) Las iglesias deben volver a ser plenamente y con fuerza lugares donde se pueda ver y vivir esa experiencia de misericordia, la única que permite participar de la alegría que trae el Evangelio; saber que somos pecadores amados por Dios en su Hijo no es solo una adquisición de la mente, sino una experiencia de lugares, palabras, encuentros y relaciones. Somos desafiados a declinar la misericordia como responsabilidad compartida, prácticas de inclusión, capacidad de acogida de lo plural y del proceso de crecimiento y de conversión, de lo que “todavía” no es (¡pero será o podría ser!). De una manera completamente especial, me parece, somos desafiados a recrear la experiencia de que todo esto se refiere en primer lugar y siempre también a nosotros mismos, que también el que sirve de diversas formas a la comunidad es plural, está en proceso, y si su (¡nuestro!) deseo es absoluto y en esto queremos jugar nuestra propia vida con generosidad, nuestra historia también consiste en hechos parciales, se desarrolla dentro y está hambrienta de misericordia”.

El pecado y el mal se pueden curar. En el libro “El nombre de Dios es Misericordia”, una conversación del Papa Francisco con Andrea Tornielli, en las respuestas al vaticanista coordinador del portal Vatican Insider, hay dos momentos que resultan útiles y oportunos en este sentido. El Papa Francisco afirma: “La misericordia y el perdón son importantes también en las relaciones sociales y en las relaciones entre los Estados. San Juan Pablo II, en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2002, al día siguiente de los ataques terroristas en Estados Unidos, había afirmado que no hay justicia sin perdón y que la capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria. La falta de perdón, el recurrir a la ley del «ojo por ojo, diente por diente», corre el riesgo de alimentar una espiral de conflictos sin fin”. Luego Tornielli le pregunta: “¿por qué este tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?”, y el Papa Francisco le responde: “Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan sólo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma hoy también el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de los tiempos en que vivimos es también ésta: creer que no existe posibilidad alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner en el camino. Necesitamos

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