De vigilancia especiale a Beatos

De vigilancia especiale a Beatos

Óscar Romero y Hélder Câmara: la revancha de la Iglesia de los pobres en el catolicismo latinoamericano

Por Luis Badilla

Dos eventos eclesiales largamente esperados y que ahora se hacen realidad, después de muchos años: la beatificación de monseñor Óscar Romero (El Salvador) y la apertura, en Olinda y Recife (Brasil) del proceso diocesano de beatificación de dom Hélder Pessoa Câmara. Para los católicos del continente americano, sobre todo para los de América Latina (la región con mayor presencia de católicos del mundo) es un momento de gran trascendencia, un verdadero momento histórico que hace justicia a la fe de muchos pueblos obstinados en pertenecer a Cristo, a menudo contra toda esperanza.

Estudiosos y expertos consideran que muchos problemas de América Latina y de la mayoría de los pueblos del continente americano tienen origen en el discurso narrativo (deformado y deformante) con el cual –desde Colón en adelante- esta parte de la humanidad entró dentro del gran relato de la historia universal. Nada nuevo. Fue el mismo mecanismo colonial y el mismo principio de siempre: la historia la escriben los vencedores y raramente esa historia recoge la voz de los vencidos. Y esto, de alguna manera y en ciertos momentos, también se aplica al cristianismo que gradualmente conquistaba el alma y la cultura de los nativos, se expandía y echaba raíces profundas.

Los católicos latinoamericanos también sufrieron durante décadas, especialmente de parte de Europa y de la concepción “vaticanocéntrica”, una especie de ostracismo contra las comunidades eclesiales de la región; incluyendo algunos representantes de la jerarquía, asumían una actitud de distancia, de desconfianza y de sospecha. Muchos pastores, iglesias locales, instituciones católicas, diócesis y arquidiócesis, incluso cardenales, fueron vistos y considerados “borderline” (demasiado “de izquierda”, demasiado “progresistas”, “con un pie adentro y otro afuera”). Todo era sospechoso y sospechable y por lo tanto todo debía ser sometido a un control preventivo. No pocos temían o recelaban algún tipo de confusión entre Evangelio y Política, entre otras razones porque ciertas versiones de la Teología de la Liberación daban buenas razones para esas críticas.

En buena medida esta singular, superficial e injusta manera de mirar y de considerar las iglesias latinoamericanas fue el fruto envenenado de la Guerra Fría, que en Europa condicionó durante muchos años cualquier cosa y cualquier análisis del resto del mundo, hasta el punto de que se veían partidos comunistas debajo de cada piedra. Sin embargo en América Latina, a excepción de Brasil, Chile y el caso particular de Cuba (donde Fidel Castro llevó adelante su revolución en contra del Partido Comunista Local y fundó otro completamente distinto) estos partidos nunca existieron más que como minorías burocráticas e irrelevantes. Para muchos, demasiados y en todos los niveles, América Latina era una especie de quinta columna soviética en el “campo occidental”.

Esta visión contaminada de las realidades históricas europeas del siglo pasado condujo a una especie de axioma indiscutido e indiscutible: los derechos humanos, la justicia social, los requerimientos de las masas pobres, el sindicalismo, las pretensiones de libertad… eran todas reivindicaciones asimiladas mecánicamente, usando categorías neocoloniales, a lo que en Europa se asociaba con el comunismo soviético en el marco del enfrentamiento ideológico, político y militar de los dos bloques.

Desde este punto de vista el peso de las culpas y las responsabilidades de cierta política estadounidense es inmenso, porque entre los años 70 y 90 del siglo pasado Washington y numerosas agencias gubernamentales, con montañas de dinero derivado a grupos cristianos informales, intentaron en todas las formas posibles luchar contra el catolicismo latinoamericano, al que se consideraba aliado de fuerzas hostiles a los Estados Unidos. Raramente se ha verificado, como ocurrió en aquellos años en América Latina, semejante campaña clandestina, programada y millonaria, de instituciones gubernamentales en contra de una confesión religiosa, desde la base de los fieles hasta la jerarquía.

En ese contexto muchas veces la prensa estadounidense atacó algunos de los representantes católicos más destacados, como ocurrió con Óscar Romero y Hélder Pessoa Câmara. La lista completa de esos “target” podría llenar miles de páginas. Pero estos dos pastores, aunque distintos entre sí, junto con muchos otros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos en la catequesis y hasta un cardenal (Juan Jesús Ocamo, México), víctimas de la violencia de distintos signos, son los que hoy rescatan la memoria y el sacrificio, así como la esperanza de millones de católicos latinoamericanos que creyeron siempre y resistieron a pesar de todo. Junto con ellos, los católicos de la región, siguiendo las huellas de Aparecida, hace tiempo que se han puesto en marcha hacia nuevos desafíos para la Evangelización y hoy encuentran luz y apoyo en el sucesor de Pedro, un hijo de estos pueblos.

El recuerdo de Aparecida no es casual. Precisamente en Aparecida, al terminar la Asamblea de las 22 Conferencias Episcopales latinoamericanas, se produce un verdadero cambio, un hecho inédito en la historia de estas Asambleas, que comenzó en Rio de Janeiro en 1958 bajo el pontificado de Pio XII. Todas ellas se cerraron con un documento conclusivo, por lo general extenso, y siempre hubo que esperar varios meses para publicarlo de manera oficial, porque debía recibir primero el imprimatur de la Santa Sede, vale decir del Papa. En el caso de Aparecida, inaugurada por Benedicto XVI, el Documento Conclusivo fue publicado la tarde del 31 de mayo de 2007, el mismo día de la clausura del encuentro, con la autorización del Papa Ratzinger. Con ese gesto de amor y confianza Benedicto eliminó, de hecho, la “vigilancia especial” de estas iglesias y comunidades que durante muchos años no se habían considerado “adultas”.

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