Viaje del Papa Francisco a Ecuador, Bolivia y Paraguay

El Papa Francisco se encuentra en Bolivia, el segundo de los tres países que visitará en su segundo viaje apostólico a América. Textos actualizados el 9 de julio.

Programa del viaje:

Domingo 5 de julio de 2015

Palabras del Papa durante la Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de Quito

Lunes 6 de julio de 2015

Llegada al Aeropuerto Internacional José J. de Olmedo de Guayaquil

Visita al Santuario de la Divina Misericordia

Santa Misa en el Parque de los Samanes

Almuerzo en el Colegio Javier con la comunidad de los jesuitas y el séquito papal

Llegada al Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de Quito

Visita de cortesía al Presidente de la República en el Palacio de Carondelet

Visita a la Catedral de Quito

Martes 7 de julio de 2015

Encuentro con los obispos de Ecuador en el Centro de Convenciones del Parque del Bicentenario

Santa Misa en el Parque del Bicentenario

Encuentro con el mundo de la enseñanza en la Pontificia Universidad Católica de Ecuador

Encuentro con la sociedad civil en la iglesia de San Francisco

Visita privada a la Iglesia de la Compañía

Miércoles 8 de julio de 2015

Visita al Hogar para ancianos de las Misioneras de la Caridad

Encuentro con el clero, religiosos, religiosas y seminaristas en el Santuario nacional mariano del Quinche

Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional El Alto, La Paz (Bolivia)

Palabras del Santo Padre en memoria del padre Luis Espinal

Visita de cortesía al Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia en el Palacio del Gobierno

Encuentro con las autoridades civiles en la catedral de La Paz

Llegada al Aeropuerto Internacional Viru Viru de Santa Cruz de la Sierra

Jueves 9 de julio de 2015

Santa Misa en la plaza de Cristo Redentor

Encuentro con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas en el colegio Don Bosco

Participación en el II Encuentro mundial de los Movimientos populares en el salón principal de la feria Expocruz

Viernes 10 de julio de 2015

Visita al Centro de Rehabilitación Santa Cruz–Palmasola

Encuentro con los obispos de Bolivia en la iglesia parroquial de La Santa Cruz

Ceremonia de despedida en el Aeropuerto Internacional de Viru Viru

Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional Silvio Pettirossi de Asunción (Paraguay)

Visita de cortesía al Presidente de la República en el Palacio de López

Encuentro con las autoridades y el cuerpo diplomático en el jardín del Palacio de López

Sábado 11 de julio de 2015

Visita al Hospital general pediátrico “Niños de Acosta Ñu”

Santa Misa en la explanada del Santuario mariano de Caacupé

Encuentro con representantes de la sociedad civil en el estadio León Condou del colegio San José

Celebración de las vísperas en la Catedral Metropolitana de Asunción

Domingo 12 de julio de 2015

Visita a la población del Bañado Norte (Capilla de San Juan Bautista)

Santa Misa y Ángelus en el campo grande de Ñu Guazú

Encuentro con los obispos de Paraguay en el Centro cultural de la Nunciatura Apostólica

Almuerzo con los obispos de Paraguay y el séquito papal

Encuentro con los jóvenes en la Costanera de Asunción

Salida en avión hacia Roma

Palabras del Papa durante la Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de Quito

Señor Presidente,

Distinguidas autoridades del Gobierno,

Hermanos en el Episcopado,

Señoras y señores, amigos todos:

Doy gracias a Dios por haberme permitido volver a América Latina y estar hoy aquí con ustedes, en esta hermosa tierra del Ecuador. Siento alegría y gratitud al ver esta calurosa bienvenida: es una muestra más del carácter acogedor que tan bien define a las gentes de esta noble Nación.

Le agradezco, Señor Presidente, sus palabras —le agradezco su consonancia con mi pensamiento: me ha citado demasiado, ¡gracias!—, a las que correspondo con mis mejores deseos para el ejercicio de su misión: que pueda lograr lo que quiere para el bien de su pueblo. Saludo cordialmente a las distinguidas Autoridades del Gobierno, a mis hermanos Obispos, a los fieles de la Iglesia en el país y a todos aquellos que me abren hoy las puertas de su corazón, de su hogar y de su Patria. A todos ustedes mi afecto y sincero reconocimiento.

Visité Ecuador en distintas ocasiones por motivos pastorales; así también hoy, vengo como testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo. La misma fe que durante siglos ha modelado la identidad de este pueblo y ha dado tan buenos frutos, entre los que se destacan figuras preclaras como Santa Mariana de Jesús, el santo hermano Miguel Febres, santa Narcisa de Jesús o la beata Mercedes de Jesús Molina, beatificada en Guayaquil hace treinta años durante la visita del Papa san Juan Pablo II. Ellos vivieron la fe con intensidad y entusiasmo, y practicando la misericordia contribuyeron, desde distintos ámbitos, a mejorar la sociedad ecuatoriana de su tiempo.

En el presente, también nosotros podemos encontrar en el Evangelio las claves que nos permitan afrontar los desafíos actuales, valorando las diferencias, fomentando el diálogo y la participación sin exclusiones, para que los logros en progreso y desarrollo que se están consiguiendo se consoliden y garanticen un futuro mejor para todos, poniendo una especial atención en nuestros hermanos más frágiles y en las minorías más vulnerables, que son la deuda que todavía toda América Latina tiene. Para esto, Señor Presidente, podrá contar siempre con el compromiso y la colaboración de la Iglesia, para servir a este pueblo ecuatoriano que se ha puesto de pie con dignidad.

Amigos todos, comienzo con ilusión y esperanza los días que tenemos por delante. En Ecuador está el punto más cercano al espacio exterior: es el Chimborazo, llamado por eso el lugar “más cercano al sol”, a la luna y las estrellas. Nosotros, los cristianos, identificamos a Jesucristo con el sol, y a la luna con la iglesia; y la luna no tiene luz propia, y si la luna se esconde del sol se vuelve oscura. El sol es Jesucristo y si la Iglesia se aparta o se esconde de Jesucristo se vuelve oscura y no da testimonio. Que estos días se nos haga más evidente a todos la cercanía «del sol que nace de lo alto», y que seamos reflejo de su luz y de su amor.

Desde aquí quiero abrazar al Ecuador entero. Que desde la cima del Chimborazo, hasta las costas del Pacífico; desde la selva amazónica, hasta las Islas Galápagos, nunca pierdan la capacidad de dar gracias a Dios por lo que hizo y hace por ustedes, la capacidad de proteger lo pequeño y lo sencillo, de cuidar de sus niños y de sus ancianos, que son la memoria de su pueblo, de confiar en la juventud, y de maravillarse por la nobleza de su gente y la belleza singular de su País —que según el Señor Presidente es el paraíso.

Que el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, a quienes Ecuador ha sido consagrado, derramen sobre ustedes su gracia y bendición. Muchas gracias.

Saludo del Santo Padre durante su visita al Santuario de la Divina Misericordia de Guayaquil

¡Buenos días! Los invito, todos juntos, a rezar a la Virgen:

Dios te salve María, llena eres de gracia

el Señor es contigo…

Ahora voy a celebrar misa y los llevo a todos ustedes en el corazón. Voy a pedir por cada uno de ustedes, le voy a decir al Señor, Vos conocéis el nombre de los que estaban ahí. Le voy a pedir a Jesús para cada uno de ustedes mucha misericordia, que los cubra con su misericordia, que los cuide. Y a la Virgen que esté siempre al lado de ustedes.

Y ahora antes de irme —porque esto es de paso— para la misa donde me dice el señor arzobispo que nos corre el tiempo, les doy la bendición, pero... no, no les voy a cobrar nada… pero les pido por favor que recen por mí. ¿Me lo prometen?

Los bendiga Dios todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Gracias por el testimonio cristiano.

Homilía pronunciada por el Papa Francisco en la Misa por las familias celebrada en el Parque de los Samanes de Guayaquil

El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» —le dijo— y la referencia a «la hora» se comprenderá después, en los relatos de la Pasión.

Y está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino».

Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, en amores fecundos, en amores alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Y hagamos con ella ahora el itinerario de Caná.

María está atenta, está atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Tampoco busca a las amigas para comentar lo que está pasando y criticar la mala preparación de las bodas. Y como está atenta, con su discreción, se da cuenta de que falta el vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no hay de ese vino. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, cuándo el amor se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano, de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos. También la carencia de ese vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, de las enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias en todo el mundo atraviesan. María no es una madre «reclamadora», tampoco es una suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, de nuestros errores o desatenciones. ¡María, simplemente, es madre!: Ahí está, atenta y solícita. Es lindo escuchar esto: ¡María es madre! ¿Se animan a decirlo todos juntos conmigo? Vamos: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre!

Pero María, en ese momento que se percata que falta el vino, acude con confianza a Jesús: esto significa que María reza. Va a Jesús, reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Y qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su apuro por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. Y María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón a su hijo. Ella nos enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; nos enseña a rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones también son preocupaciones de Dios.

Y rezar siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace trascender lo que nos duele, lo que nos agita o lo que nos falta a nosotros mismos y nos ayuda a ponernos en la piel de los otros, a ponernos en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración también nos recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano, patente: que vive bajo el mismo techo, que comparte la vida y está necesitado.

Y finalmente, María actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga» (v. 5), dirigidas a los que servían, son una invitación también a nosotros, a ponernos a disposición de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El servicio es el criterio del verdadero amor. El que ama sirve, se pone al servicio de los demás. Y esto se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos por amor servidores unos de otros. En el seno de la familia, nadie es descartado; todos valen lo mismo.

Me acuerdo que una vez a mi mamá le preguntaron a cuál de sus cinco hijos —nosotros somos cinco hermanos— a cuál de sus cinco hijos quería más. Y ella dijo [muestra la mano]: como los dedos, si me pinchan éste me duele lo mismo que si me pinchan éste. Una madre quiere a sus hijos como son. Y en una familia los hermanos se quieren como son. Nadie es descartado.

Allí en la familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y allí se aprende también a pedir perdón cuando hacemos algún daño, cuando nos peleamos. Porque en toda familia hay peleas. El problema es después, pedir perdón. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Laudato si’, 213). La familia es el hospital más cercano, cuando uno está enfermo lo cuidan ahí, mientras se puede. La familia es la primera escuela de los niños, es el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social», que otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo sentido de los servicios que la sociedad presta a sus ciudadanos. En efecto, estos servicios que la sociedad presta a los ciudadanos no son una forma de limosna, sino una verdadera «deuda social» respecto a la institución familiar, que es la base y la que tanto aporta al bien común de todos.

La familia también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia doméstica», que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina. En la familia la fe se mezcla con la leche materna: experimentando el amor de los padres se siente más cercano el amor de Dios.

Y en la familia —de esto todos somos testigos— los milagros se hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… y muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». Hay un detalle que nos tiene que hacer pensar: el vino nuevo, ese vino tan bueno que dice el mayordomo en las bodas de Caná, nace de las tinajas de purificación, es decir, del lugar donde todos habían dejado su pecado… Nace de lo ‘peorcito’ porque «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Y en la familia de cada uno de nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las familias, para madurar un verdadero discernimiento espiritual y encontrar soluciones y ayudas concretas a las muchas dificultades e importantes desafíos que la familia hoy debe afrontar. Los invito a intensificar su oración por esta intención, para que aun aquello que nos parezca impuro, como el agua de las tinajas nos escandalice o nos espante, Dios —haciéndolo pasar por su «hora»— lo pueda transformar en milagro. La familia hoy necesita de este milagro.

Y toda esta historia comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo hacer porque una mujer —la Virgen— estuvo atenta, supo poner en manos de Dios sus preocupaciones, y actuó con sensatez y coraje. Pero hay un detalle, no es menor el dato final: gustaron el mejor de los vinos. Y esa es la buena noticia: el mejor de los vinos está por ser tomado, lo más lindo, lo más profundo y lo más bello para la familia está por venir. Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores están presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está en esperanza, está por venir para cada persona que se arriesga al amor. Y en la familia hay que arriesgarse al amor, hay que arriesgarse a amar. Y el mejor de los vinos está por venir, aunque todas las variables y estadísticas digan lo contrario. El mejor vino está por venir en aquellos que hoy ven derrumbarse todo. Murmúrenlo hasta creérselo: el mejor vino está por venir. Murmúrenselo cada uno en su corazón: el mejor vino está por venir. Y susúrrenselo a los desesperados o a los desamorados: Tened paciencia, tened esperanza, haced como María, rezad, actuad, abrid el corazón, porque el mejor de los vinos va a venir. Dios siempre se acerca a las periferias de los que se han quedado sin vino, los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús siente debilidad por derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por una u otra razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas.

Como María nos invita, hagamos «lo que el Señor nos diga». Hagan lo que Él les diga. Y agradezcamos que en este nuestro tiempo y nuestra hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de la familia, el gozo de vivir en familia. Que así sea.

***

Que Dios los bendiga, los acompañe. Rezo por la familia de cada uno de ustedes, y ustedes hagan lo mismo como hizo María. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Hasta la vuelta!

Saludo del Papa Francisco a las personas reunidas en la plaza de la catedral de Quito

Palabras improvisadas por el Santo Padre:

Les voy a dar la bendición, para cada uno de ustedes, para sus familias, para todos los seres queridos y para este gran pueblo y noble pueblo ecuatoriano, para que no haya diferencias, que no haya exclusivo, que no haya gente que se descarte, que todos sean hermanos, que se incluyan a todos y no haya ninguno que esté fuera de esta gran nación ecuatoriana. A cada uno de ustedes, a sus familias, les doy la bendición.

Pero recemos juntos primero el Ave María.

[Ave María]

La bendición de Dios Todopoderoso, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca para siempre.

Y por favor les pido que recen por mi. Buenas noches y hasta mañana.

Texto del discurso preparado por el Santo Padre:

Queridos hermanos:

Vengo a Quito como peregrino, para compartir con ustedes la alegría de evangelizar. Salí del Vaticano saludando la imagen de santa Mariana de Jesús, que desde el ábside de la Basílica de San Pedro vela el camino que el Papa recorre tantas veces. A ella encomendé también el fruto de este viaje, pidiéndole que todos nosotros pudiésemos aprender de su ejemplo. Su sacrificio y su heroica virtud se representan con una azucena. Sin embargo, en la imagen en San Pedro, lleva todo un ramo de flores, porque junto a la suya presenta al Señor, en el corazón de la Iglesia, las de todos ustedes, las de todo Ecuador.

Los santos nos llaman a imitarlos, a seguir su escuela, como hicieron santa Narcisa de Jesús y la beata Mercedes de Jesús Molina, interpeladas por el ejemplo de santa Mariana… cuántos de los que hoy están aquí sufren o han sufrido la orfandad, cuántos han tenido que asumir a su cargo a hermanos aún siendo pequeños, cuántos se esfuerzan cada día cuidando enfermos o ancianos; así lo hizo Mariana, así la imitaron Narcisa y Mercedes. No es difícil si Dios está con nosotros. Ellas no hicieron grandes proezas a los ojos del mundo. Sólo amaron mucho, y lo demostraron en lo cotidiano hasta llegar a tocar la carne sufriente de Cristo en el pueblo (cf. Evangelii gaudium 24). Ellas no lo hicieron solas, lo hicieron «junto a» otros; el acarreo, labrado y albañilería de esta catedral han sido hechos con ese modo nuestro, de los pueblos originarios, la minga; ese trabajo de todos en favor de la comunidad, anónimo, sin carteles ni aplausos: quiera Dios que como las piedras de esta catedral así nos pongamos a los hombros las necesidades de los demás, así ayudemos a edificar o reparar la vida de tantos hermanos que no tienen fuerzas para construirlas o las tienen derrumbadas.

Hoy estoy aquí con ustedes, que me regalan el júbilo de sus corazones: «Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia» (Is 52,7). Es la belleza que estamos llamados a difundir, como buen perfume de Cristo: Nuestra oración, nuestras buenas obras, nuestro sacrificio por los más necesitados. Es la alegría de evangelizar y «ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican» (Jn 13,17).

Que Dios los bendiga.

Homilía del Santo Padre Francisco durante la Misa por la evangelización de los pueblos celebrada en el Parque Bicentenario de Quito

La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.

Me imagino ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que celebramos en el Parque Bicentenario. Imaginémoslos juntos. El bicentenario de aquel grito de independencia de Hispanoamérica. Ese fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno» (Evangelii gaudium, 213).

Quisiera que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados, sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, de la conciencia aislada» (ibid., 1). Nosotros, aquí reunidos, todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable» (ibid., 14).

«Padre, que sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío: como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así, con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo» que nos separa y nos enfrenta (cf. ibid., 99), son manifestación de la herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, con sus egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.

A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas pero no por eso antagónicas.

Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y gritamos. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (ibid., 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. ibid., 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, ¡luchar por la inclusión a todos los niveles! Evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, porque la paz es algo artesanal» (ibid., 244), es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Y esto a costillas de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días.

Esta unidad es ya una acción misionera «para que el mundo crea». La evangelización no consiste en hacer proselitismo, el proselitismo es una caricatura de la evangelización, sino evangelizar es atraer con nuestro testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios en la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros. Acercarnos a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: «El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (ibid., 113). Porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Este llamamiento del Señor con qué humildad y con qué respeto lo describe el texto del Apocalipsis: «Mirá, estoy a la puerta y llamo, si querés abrir...».No fuerza, no hace saltar la cerradura, simplemente, toca el timbre, golpea suavemente y espera ¡ése es nuestro Dios!

La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera… nos misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera manifestándonos como se manifiesta «una madre que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera» (Doc. de Aparecida, 370).

Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí mismo dice, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19). La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; una espiritualidad quizás difusa. Jesús nos consagra para suscitar un encuentro con Él, persona a persona, un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 78).

La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que atrae» (ibid., 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel Jueves Santo, nos aleja de tentaciones de propuestas unicistas más cercanas a dictaduras, a ideologías, a sectarismos. La propuesta de Jesús, la propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es de idea. Es concreta: andá y hacé lo mismo, le dice a aquel que le preguntó ¿Quién es tu prójimo? Después de haber contado la parábola del buen samaritano, andá y hacé lo mismo.

Tampoco la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Una religiosidad de élite… Jesús reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre, todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque «Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8, 17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte de un «nosotros» que llega hasta el nosotros divino.

Nuestro grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos, tengan los sentimientos de Jesús. ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!

Y qué lindo sería que todos pudieran admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse», darse, significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles como aquel Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas pero se dio y se dio, se dio a nosotros mismos con su proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése es nuestro más profundo y constante grito.

Palabras improvisadas al final de la Misa en el Parque Bicentenario

Queridos hermanos:

Les agradezco esta concelebración, este habernos reunido junto al Altar del Señor, que nos pide que seamos uno, que seamos verdaderamente hermanos, que la Iglesia sea una casa de hermanos. Que Dios los bendiga y les pido que no se olviden de rezar por mí.

Discurso del Papa Francisco durante el encuentro con el mundo de la enseñanza en la Pontificia Universidad Católica de Ecuador

Hermanos en el Episcopado,

Señor Rector,

Distinguidas autoridades,

Queridos profesores y alumnos,

Amigos y amigas:

Siento mucha alegría por estar esta tarde con ustedes en esta Pontificia Universidad del Ecuador, que, desde hace casi setenta años, realiza y actualiza la fructífera misión educadora de la Iglesia al servicio de los hombres y mujeres de la Nación. Agradezco las amables palabras con las que me han recibido y me han transmitido las inquietudes y las esperanzas que brotan en ustedes ante el reto personal y social, de la educación. Pero veo que hay algunos nubarrones ahí en el horizonte, espero que no venga la tormenta, no más una leve garúa.

En el Evangelio acabamos de escuchar cómo Jesús, el Maestro, enseñaba a la muchedumbre y al pequeño grupo de los discípulos, acomodándose a su capacidad de comprensión. Lo hacía con parábolas, como la del sembrador (Lc 8, 4-15). El Señor siempre fue plástico en el modo de enseñar. De una forma que todos podían entender. Jesús, no buscaba, «doctorear». Por el contrario, quiere llegar al corazón del hombre, a su inteligencia, a su vida y para que ésta dé fruto.

La parábola del sembrador, nos habla de cultivar. Nos muestra los tipos de tierra, los tipos de siembra, los tipos de fruto y la relación que entre ellos se genera. Y ya desde el Génesis, Dios le susurra al hombre esta invitación: cultivar y cuidar.

No solo le da la vida, le da la tierra, la creación. No solo le da una pareja y un sinfín de posibilidades. Le hace también una invitación, le da una misión. Lo invita a ser parte de su obra creadora y le dice: ¡cultiva! Te doy las semillas, te doy la tierra, el agua, el sol, te doy tus manos y la de tus hermanos. Ahí lo tienes, es también tuyo. Es un regalo, es un don, es una oferta. No es algo adquirido, no es algo comprado. Nos precede y nos sucederá.

Es un don dado por Dios para que con Él podamos hacerlo nuestro. Dios no quiere una creación para sí, para mirarse a sí mismo. Todo lo contrario. La creación, es un don para ser compartido. Es el espacio que Dios nos da, para construir con nosotros, para construir un nosotros. El mundo, la historia, el tiempo es el lugar donde vamos construyendo ese nosotros con Dios, el nosotros con los demás, el nosotros con la tierra. Nuestra vida, siempre esconde esa invitación, una invitación más o menos consciente, que siempre permanece.

Pero notemos una peculiaridad. En el relato del Génesis, junto a la palabra cultivar, inmediatamente dice otra: cuidar. Una se explica a partir de la otra. Una va de mano de la otra. No cultiva quien no cuida y no cuida quien no cultiva.

No sólo estamos invitados a ser parte de la obra creadora cultivándola, haciéndola crecer, desarrollándola, sino que estamos también invitados a cuidarla, protegerla, custodiarla. Hoy esta invitación se nos impone a la fuerza. Ya no como una mera recomendación, sino como una exigencia que nace por el daño que provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en la tierra. Hemos crecido pensado tan solo que debíamos “cultivar”, que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados quizás a expoliarla... por eso entre los pobres más abandonados y maltratados está nuestra oprimida y devastada tierra (Enc. Laudato si’ 2).

Existe una relación entre nuestra vida y la de nuestra madre la tierra. Entre nuestra existencia y el don que Dios nos dio. «El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podemos afrontar adecuadamente la degradación humana y social si no prestamos atención a las causas que tiene que ver con la degradación humana y social» (ibid., 48) Pero así como decimos se «degradan», de la misma manera podemos decir, «se sostienen y se pueden transfigurar». Es una relación que guarda una posibilidad, tanto de apertura, de transformación, de vida como de destrucción, de muerte.

Hay algo que es claro, no podemos seguir dándole la espalda a nuestra realidad, a nuestros hermanos, a nuestra madre la tierra. No nos es lícito ignorar lo que está sucediendo a nuestro alrededor como si determinadas situaciones no existiesen o no tuvieran nada que ver con nuestra realidad. No nos es lícito, más aún no es humano entrar en el juego de la cultura del descarte.

Una y otra vez, sigue con fuerza esa pregunta de Dios a Caín: «¿Dónde está tu hermano?». Yo me pregunto si nuestra respuesta seguirá siendo: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9).

Yo vivo en Roma, en invierno hace frío. Sucede que muy cerquita del Vaticano aparezca un anciano, a la mañana, muerto de frío. No es noticia en ninguno de los diarios, en ninguna de las crónicas. Un pobre que muere de frío y de hambre hoy no es noticia, pero si las bolsas de las principales capitales del mundo bajan dos o tres puntos se arma el gran escándalo mundial. Yo me pregunto: ¿dónde está tu hermano? Y les pido que se hagan otra vez, cada uno, esa pregunta, y la hagan a la universidad. A vos Universidad católica, ¿dónde está tu hermano?

En este contexto universitario sería bueno preguntarnos sobre nuestra educación de frente a esta tierra que clama al cielo.

Nuestros centros educativos son un semillero, una posibilidad, tierra fértil para cuidar, estimular y proteger. Tierra fértil sedienta de vida.

Me pregunto con Ustedes educadores: ¿Velan por sus alumnos, ayudándolos a desarrollar un espíritu crítico, un espíritu libre, capaz de cuidar el mundo de hoy? ¿Un espíritu que sea capaz de buscar nuevas respuestas a los múltiples desafíos que la sociedad hoy plantea a la humanidad? ¿Son capaces de estimularlos a no desentenderse de la realidad que los circunda, no desentenderse de lo que pasa alrededor? ¿Son capaces de estimularlos a eso? Para eso hay que sacarlos del aula, su mente tiene que salir del aula, su corazón tiene que salir del aula. ¿Cómo entra en la currícula universitaria o en las distintas áreas del quehacer educativo, la vida que nos rodea, con sus preguntas, sus interrogantes, sus cuestionamientos? ¿Cómo generamos y acompañamos el debate constructor, que nace del diálogo en pos de un mundo más humano? El diálogo, esa palabra puente, esa palabra que crea puentes.

Y hay una reflexión que nos involucra a todos, a las familias, a los centros educativos, a los docentes: ¿cómo ayudamos a nuestros jóvenes a no identificar un grado universitario como sinónimo de mayor status, sinónimo de mayor dinero o prestigio social? No son sinónimos. Cómo ayudamos a identificar esta preparación como signo de mayor responsabilidad frente a los problemas de hoy en día, frente al cuidado del más pobre, frente al cuidado del ambiente.

Y ustedes, queridos jóvenes que están aquí, presente y futuro de Ecuador, son los que tienen que hacer lío. Con ustedes, que son semilla de transformación de esta sociedad, quisiera preguntarme: ¿saben que este tiempo de estudio, no es sólo un derecho, sino también un privilegio que ustedes tienen? ¿Cuántos amigos, conocidos o desconocidos, quisieran tener un espacio en esta casa y por distintas circunstancias no lo han tenido? ¿En qué medida nuestro estudio, nos ayuda y nos lleva a solidarizarnos con ellos? Háganse estas preguntas queridos jóvenes.

Las comunidades educativas tienen un papel fundamental, un papel esencial en la construcción de la ciudadanía y de la cultura. Cuidado, no basta con realizar análisis, descripciones de la realidad; es necesario generar los ámbitos, espacios de verdadera búsqueda, debates que generen alternativas a las problemática existentes, sobre todo hoy. Que es necesario ir a lo concreto.

Ante la globalización del paradigma tecnocrático que tiende a creer «que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital y de plenitud de valores, como si la realidad, el bien, la verdad brotaran espontáneamente del mismo poder tecnológico y económico» (Enc. Laudato si’, 105), hoy a ustedes, a mi, a todos, se nos pide que con urgencia nos animemos a pensar, a buscar, a discutir sobre nuestra situación actual. Y digo urgencia, que nos animemos a pensar sobre qué cultura, qué tipo de cultura queremos o pretendemos no solo para nosotros, sino para nuestros hijos y nuestros nietos. Esta tierra, la hemos recibido en herencia, como un don, como un regalo. Qué bien nos hará preguntarnos: ¿Cómo la queremos dejar? ¿Qué orientación, qué sentido queremos imprimirle a la existencia? ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué luchamos y trabajamos? (cf. ibid., 160), ¿para qué estudiamos?

Las iniciativas individuales siempre son buenas y fundamentales, pero se nos pide dar un paso más: animarnos a mirar la realidad orgánicamente y no fragmentariamente; a hacernos preguntas que nos incluyen a todos, ya que todo «está relacionado entre sí» (ibid., 138). No hay derecho a la exclusión.

Como Universidad, como centros educativos, como docentes y estudiantes, la vida nos desafía a responder a estas dos preguntas: ¿Para qué nos necesita esta tierra? ¿Dónde está tu hermano?

El Espíritu Santo que nos inspire y acompañe, pues Él nos ha convocado, nos ha invitado, nos ha dado la oportunidad y, a su vez, la responsabilidad de dar lo mejor de nosotros. Nos ofrece la fuerza y la luz que necesitamos. Es el mismo Espíritu, que el primer día de la creación aleteaba sobre las aguas queriendo transformar, queriendo dar vida. Es el mismo Espíritu que le dio a los discípulos la fuerza de Pentecostés. Es el mismo Espíritu que no nos abandona y se hace uno con nosotros para que encontremos caminos de vida nueva. Que sea Él nuestro compañero y nuestro maestro de camino. Muchas gracias.

Discurso del Papa Francisco durante el encuentro con la sociedad civil en la iglesia de San Francisco

Queridos amigos:

Buenas tardes. Y perdonen si me pongo de costado, pero necesito la luz sobre el papel. No veo bien. Me alegra poder estar con ustedes, hombres y mujeres que representan y dinamizan la vida social, política y económica del país.

Justo antes de entrar en la iglesia, el señor alcalde me ha entregado las llaves de la ciudad. Así puedo decir que aquí, en San Francisco de Quito, soy de casa. Ese símbolo, que es muestra de confianza y cariño, al abrirme las puertas, me permite presentarles algunas claves de la convivencia ciudadana a partir de este ser de casa, es decir, a partir de la experiencia de la vida familiar.

Nuestra sociedad gana cuando cada persona, cada grupo social, se siente verdaderamente de casa. En una familia, los padres, los abuelos, los hijos son de casa; ninguno está excluido. Si uno tiene una dificultad, incluso grave, aunque se la haya buscado él, los demás acuden en su ayuda, lo apoyan; su dolor es de todos. Me viene a la mente la imagen de esas madres o esposas. Las he visto en Buenos Aires haciendo colas los días de visita para entrar a la cárcel, para ver a su hijo o a su esposo que no se portó bien, por decirlo en lenguaje sencillo, pero no los dejan porque siguen siendo de casa. Cómo nos enseñan esas mujeres. En la sociedad, ¿no debería suceder también lo mismo? Y, sin embargo, nuestras relaciones sociales o el juego político en el sentido más amplio de la palabra —no olvidemos que la política, decía el beato Pablo VI, es una de las formas más altas de la caridad—, muchas veces este actuar nuestro se basa en la confrontación, que produce descarte. Mi posición, mi idea, mi proyecto se consolidan si soy capaz de vencer al otro, de imponerme, de descartarlo. Así vamos construyendo una cultura del descarte que hoy día ha tomado dimensiones mundiales, de amplitud. ¿Eso es ser familia? En las familias todos contribuyen al proyecto común, todos trabajan por el bien común, pero sin anular al individuo; al contrario, lo sostienen, lo promueven. Se pelean, pero hay algo que no se mueve: ese lazo familiar. Las peleas de familia son reconciliaciones después. Las alegrías y las penas de cada uno son asumidas por todos. ¡Eso sí es ser familia! Si pudiéramos lograr ver al oponente político o al vecino de casa con los mismos ojos que a los hijos, esposas, esposos, padres o madres, qué bueno sería. ¿Amamos nuestra sociedad o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos involucra, no nos mete, no nos compromete? ¿Amamos nuestro país, la comunidad que estamos intentando construir? ¿La amamos sólo en los conceptos disertados, en el mundo de las ideas? San Ignacio —permítanme el aviso publicitario—, san Ignacio nos decía en losEjercicios que el amor se muestra más en las obras que en las palabras. ¡Amémosla a la sociedad en las obras más que en las palabras! En cada persona, en lo concreto, en la vida que compartimos. Y además nos decía que el amor siempre se comunica, tiende a la comunicación, nunca al aislamiento. Dos criterios que nos pueden ayudar a mirar la sociedad con otros ojos. No solo a mirarla, a sentirla, a pensarla, a tocarla, a amasarla.

A partir de este afecto, irán surgiendo gestos sencillos que refuercen los vínculos personales. En varias ocasiones me he referido a la importancia de la familia como célula de la sociedad. En el ámbito familiar, las personas reciben los valores fundamentales del amor, la fraternidad y el respeto mutuo, que se traducen en valores sociales esenciales, y son la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad. Entonces, partiendo de este ser de casa, mirando la familia, pensemos en la sociedad a través de estos valores sociales que mamamos en casa, en la familia: la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad.

La gratuidad: para los padres, todos sus hijos, aunque cada uno tenga su propia índole, son igual de queribles. En cambio, el niño, cuando se niega a compartir lo que recibe gratuitamente de ellos, de los padres, rompe esta relación o entra en crisis, fenómeno más común. Las primeras reacciones, que a veces suelen ser anteriores a la autoconciencia de la madre, empiezan cuando la madre está embarazada: el chico empieza con actitudes raras, empieza a querer romper, porque su psiquis le prende el semáforo rojo: cuidado que hay competencia, cuidado que ya no sos el único. Curioso. El amor de los padres lo ayuda a salir de su egoísmo para que aprenda a convivir con el que viene y con los demás, que aprenda a ceder, para abrirse al otro. A mí me gusta preguntarle a los chicos: “Si tenés dos caramelos y viene un amigo, ¿qué hacés?” Generalmente, me dicen: “Le doy uno”. Generalmente. “Y si tenés un caramelo y viene tu amigo, ¿qué hacés?” Ahí dudan. Y van desde el “se lo doy”, “lo partimos”, al “me lo meto en el bolsillo”. Ese chico que aprende a abrirse al otro. En el ámbito social, esto supone asumir que la gratuidad no es complemento sino requisito necesario para la justicia. La gratuidad es requisito necesario para la justicia. Lo que somos y tenemos nos ha sido confiado para ponerlo al servicio de los demás —gratis lo recibimos, gratis lo damos—. Nuestra tarea consiste en que fructifique en obras de bien. Los bienes están destinados a todos, y aunque uno ostente su propiedad, que es lícito, pesa sobre ellos una hipoteca social. Siempre. Se supera así el concepto económico de justicia, basado en el principio de compraventa, con el concepto de justicia social, que defiende el derecho fundamental de la persona a una vida digna. Y, siguiendo con la justicia, la explotación de los recursos naturales, tan abundantes en el Ecuador, no debe buscar beneficio inmediato. Ser administradores de esta riqueza que hemos recibido nos compromete con la sociedad en su conjunto y con las futuras generaciones, a las que no podremos legar este patrimonio sin un adecuado cuidado del medio ambiente, sin una conciencia de gratuidad que brota de la contemplación del mundo creado. Nos acompañan aquí hoy hermanos de pueblos originarios provenientes de la amazonía ecuatoriana. Esa zona es de las “más ricas en variedad de especies, en especies endémicas, poco frecuentes o con menor grado de protección efectiva… Requiere un cuidado particular por su enorme importancia para el ecosistema mundial, pues tiene una biodiversidad con una enorme complejidad, casi imposible de reconocer integralmente. Pero, cuando es quemada, cuando es arrasada para desarrollar cultivos, en pocos años se pierden innumerables especies, cuando no se convierten en áridos desiertos (cf. Laudato si’ 37-38).

Y ahí Ecuador —junto a los otros países con franjas amazónicas— tiene una oportunidad para ejercer la pedagogía de una ecología integral. ¡Nosotros hemos recibido como herencia de nuestros padres el mundo, pero también recordemos que lo hemos recibido como un préstamo de nuestros hijos y de las generaciones futuras a las cuales lo tenemos que devolver! Y mejorado. ¡Y esto es gratuidad!

De la fraternidad vivida en la familia, nace ese segundo valor, la solidaridad en la sociedad, que no consiste únicamente en dar al necesitado, sino en ser responsables los unos a los otros. Si vemos en el otro a un hermano, nadie puede quedar excluido, nadie puede quedar apartado.

El Ecuador, como muchos pueblos latinoamericanos, experimenta hoy profundos cambios sociales y culturales, nuevos retos que requieren la participación de todos los actores sociales. La migración, la concentración urbana, el consumismo, la crisis de la familia, la falta de trabajo, las bolsas de pobreza producen incertidumbre y tensiones que constituyen una amenaza a la convivencia social. Las normas y las leyes, así como los proyectos de la comunidad civil, han de procurar la inclusión, abrir espacios de diálogo, espacios de encuentro y así dejar en el doloroso recuerdo cualquier tipo de represión, el control desmedido y la merma de libertades. La esperanza de un futuro mejor pasa por ofrecer oportunidades reales a los ciudadanos, especialmente a los jóvenes, creando empleo, con un crecimiento económico que llegue a todos, y no se quede en las estadísticas macroeconómicas, crear un desarrollo sostenible que genere un tejido social firme y bien cohesionado. Si no hay solidaridad esto es imposible. Me referí a los jóvenes y me referí a la falta de trabajo. Mundialmente es alarmante. Países europeos, que estaban en primera línea hace décadas, hoy están sufriendo en la población juvenil —de veinticinco años hacia abajo— un cuarenta, un cincuenta por ciento de desocupación. Si no hay solidaridad eso no se soluciona. Les decía a los salesianos: “¡Ustedes que don Bosco los creó para educar, hoy educación de emergencia para esos jóvenes que no tienen trabajo!”. ¿Por qué? Emergencia para prepararlos a pequeños trabajos que le otorguen la dignidad de poder llevar el pan a casa. A estos jóvenes desocupados que son los que llamamos los “ni ni” —ni estudian ni trabajan—, ¿qué horizontes les queda? ¿Las adicciones, la tristeza, la depresión, el suicidio —no se publican íntegramente las estadísticas de suicidio juvenil— o enrolarse en proyectos de locura social, que al menos le presenten un ideal? Hoy se nos pide cuidar, de manera especial, con solidaridad, este tercer sector de exclusión de la cultura del descarte. Primero son los chicos, porque o no se los quiere —hay países desarrollados que tienen natalidad casi cero por cien—, o no se los quiere o se los asesina antes de que nazcan. Después los ancianos, que se los abandona y se los va dejando y se olvida que son la sabiduría y la memoria de su pueblo. Se los descarta. Ahora le tocó el turno a los jóvenes. ¿A quién le queda lugar? A los servidores del egoísmo, del dios dinero que está al centro de un sistema que nos aplasta a todos.

Por último, el respeto del otro que se aprende en la familia se traduce en el ámbito social en la subsidiariedad. O sea, gratuidad, solidaridad, subsidiariedad. Asumir que nuestra opción no es necesariamente la única legítima es un sano ejercicio de humildad. Al reconocer lo bueno que hay en los demás, incluso con sus limitaciones, vemos la riqueza que entraña la diversidad y el valor de la complementariedad. Los hombres, los grupos tienen derecho a recorrer su camino, aunque esto a veces suponga cometer errores. En el respeto de la libertad, la sociedad civil está llamada a promover a cada persona y agente social para que pueda asumir su propio papel y contribuir desde su especificidad al bien común. El diálogo es necesario, es fundamental para llegar a la verdad, que no puede ser impuesta, sino buscada con sinceridad y espíritu crítico. En una democracia participativa, cada una de las fuerzas sociales, los grupos indígenas, los afroecuatorianos, las mujeres, las agrupaciones ciudadanas y cuantos trabajan por la comunidad en los servicios públicos son protagonistas, son protagonistas imprescindibles en ese diálogo, no son espectadores. Las paredes, patios y claustros de este lugar lo dicen con mayor elocuencia: asentado sobre elementos de la cultura incaica y caranqui, la belleza de sus proporciones y formas, el arrojo de sus diferentes estilos combinados de modo notable, las obras de arte que reciben el nombre de “escuela quiteña”, condensan un extenso diálogo, con aciertos y errores, de la historia ecuatoriana. El hoy está lleno de belleza y, si bien es cierto que en el pasado ha habido torpezas y atropellos —¿cómo negarlo? incluso en nuestras historias personales, ¿cómo negarlo?—, podemos afirmar que la amalgama irradia tanta exuberancia que nos permite mirar el futuro con mucha esperanza.

También la Iglesia quiere colaborar en la búsqueda del bien común, desde sus actividades sociales, educativas, promoviendo los valores éticos y espirituales, siendo un signo profético que lleve un rayo de luz y esperanza a todos, especialmente a los más necesitados. Muchos me preguntarán: “Padre, ¿por qué habla tanto de los necesitados, de las personas necesitadas, de las personas excluidas, de las personas al margen del camino?”. Simplemente porque esta realidad y la respuesta a esta realidad está en el corazón del Evangelio. Y precisamente porque la actitud que tomemos frente a esta realidad está inscrita en el protocolo sobre el cual seremos juzgados, en Mateo 25.

Muchas gracias por estar aquí, por escucharme; les pido, por favor, que lleven mis palabras de aliento a los grupos que ustedes representan en las diversas esferas sociales. Que el Señor conceda a la sociedad civil que ustedes representan ser siempre ese ámbito adecuado donde se viva en casa, donde se vivan estos valores de la gratuidad, de la solidaridad y de la subsidiariedad. Muchas gracias.

Discurso del Papa Francisco durante el encuentro con el clero, religiosos, religiosas y seminaristas en el Santuario nacional mariano de El Quinche

Palabras improvisadas por el Santo Padre [versión provisional]:

Buenos días, hermanos y hermanas:

En estos dos días, 48 horas que tuve contacto con ustedes, noté que había algo raro —¡perdón!—, en el pueblo ecuatoriano. En todos los lugares a donde voy, siempre el recibimiento es alegre, contento, cordial, religioso, piadoso, ¡en todos lados! Pero acá había en la piedad, en el modo, por ejemplo, en pedir la bendición desde el más viejo hasta la guagua, que lo primero que aprende es a hacer así [el Papa hace el gesto de juntar las manos] es algo distinto.

Yo también tuve la tentación, como el obispo de Sucumbíos, de preguntar: “¿Cuál es la receta de este pueblo?”. Y le daba vueltas en la cabeza y rezaba, y le pregunté a Jesús varias veces en la oración: “¿Qué tiene este pueblo de distinto?”. Y esta mañana, orando, se me impuso aquella consagración al Sagrado Corazón. Pienso que se lo debo decir como un mensaje de Jesús. Todo esto de riqueza que tienen ustedes, de riqueza espiritual, de piedad, de profundidad viene de haber tenido la valentía —porque fueron momentos muy difíciles— de consagrar la nación al corazón de Cristo, ese corazón divino y humano que nos quiere tanto. Yo los noto un poco con eso: divinos y humanos, seguro que son pecadores, yo también, pero el Señor perdona todo y custodien eso. Y pocos años después, la consagración al corazón de María, no lo olviden: esa consagración es un hito en la historia del pueblo de Ecuador y de esa consagración siento como que les viene esa gracia que tienen ustedes, esa piedad, esa cosa que los hace distintos.

Hoy tengo que hablarle a los sacerdotes, a los seminaristas, a las religiosas, a los religiosos y decirles algo. Tengo un discurso preparado, pero no tengo ganas de leer así que se lo doy al presidente de la conferencia de religiosos para que lo haga público después.

Pensaba en la Virgen, pensaba en María, dos palabras de María —ya me está fallando la memoria pero no sé si dijo alguna otra—: “Hágase en mí” (bueno, sí, pidió explicaciones al ángel de por qué la elegían a ella) y otra palabra: “Hagan lo que Él les diga”.

María no protagonizó nada. Discipuleó toda su vida. La primera discípula de su hijo y tenía conciencia de que todo lo que ella había traído era pura gratuidad de Dios, conciencia de gratuidad.

Por eso, hágase, hagan; que se manifieste la gratuidad de Dios. Religiosas, religiosos, sacerdotes, seminaristas: todos los días vuelvan, hagan ese camino de retorno hacia la gratuidad con que Dios los eligió, ustedes no pagaron entrada para entrar al seminario, para entrar a la vida religiosa, no se lo merecieron, y si algún religioso o sacerdote o seminarista o monja que hay aquí cree que se lo mereció que levante la mano.

Todo gratuito y toda la vida de un religioso, de una religiosa, de un sacerdote y de un seminarista que va por ese camino, y bueno, ya que estamos digamos, y de los obispos, tiene que ir por este camino de la gratuidad, volver todos los días: “Señor, hoy hice esto, me salió bien esto, tuve esta dificultad, pero todo viene de vos”, todo es gratis, esa gratuidad, somos objeto de gratuidad de Dios.

Si olvidamos esto, lentamente nos vamos haciendo importantes y: “Mira vos a este, qué obras que está haciendo” o “Mira vos a este lo hicieron obispo de tal lugar o a este lo hicieron monseñor” y ahí lentamente nos vamos apartando de esto que es la base, de lo que María nunca se apartó: la gratuidad de Dios.

Un consejo de hermano, todos los días, en la noche quizá es lo mejor, antes de irse a dormir, una mirada a Jesús y decirle: “Todo me lo diste gratis”, y volverse a situar, entonces, cuando me cambian de destino o cuando hay una dificultad, no pataleo, porque todo es gratis, no merezco nada, eso hizo María.

San Juan Pablo II en la Redemptoris Mater, les recomiendo que la lean. Es verdad: el Papa san Juan Pablo II tenía un estilo de pensamiento circular, profesor, pero era un hombre de Dios, entonces, hay que leerla varias veces para sacarle todo el jugo que tiene, y dice que, quizá, María —no recuerdo bien la frase, lo estoy citando, pero quiero citar el hecho— en el momento de la cruz de su fidelidad, hubiera tenido ganas de decir: “¿Y este me dijeron que iba a salvar Israel? Me engañaron”. No lo dijo, ni se lo permitió porque era la mujer que sabía que todo lo había recibido gratuitamente.

Consejo de hermano y de padre: todas las noches resitúense en la gratuidad y digan: “Hágase, gracias porque todo me lo diste Vos”.

Una segunda cosa que les quisiera decir es que cuiden la salud, pero, sobre todo, cuiden de no caer en una enfermedad, una enfermedad que es media peligrosa o del todo peligrosa para los que el Señor nos llamó gratuitamente a seguirlo o servirlo: no caigan en el alzhéimer espiritual, no pierdan la memoria, sobre todo, la memoria de dónde me sacaron.

La escena esa del profeta Samuel cuando es enviado a ungir al rey de Israel: va a Belén, a la casa de un señor que se llama Jesé, que tiene 7 u 8 hijos y Dios le dice que de entre esos hijos va a estar el rey. Y, claro, ve al mayor y dice: “Debe ser este”, porque era alto, grande, apuesto, parecía valiente... Y Dios le dice: “No, no es ese”. La mirada de Dios es distinta a la de los hombres. Y así los hace pasar a todos los hijos y Dios le dice: “No, no es”. Y se encuentra con que no sabe qué hacer, y le pregunta al padre: “Che, ¿no tenés otro?”. Y le dice: “Sí, está el más chico, cuidando las cabras o las ovejas”. “Mandalo llamar”. Y viene el mocosito, que tendría 17 o 18 años, y Dios le dice: “Ese es”. Lo sacaron de detrás del rebaño. Y otro profeta, cuando Dios le dice que haga ciertas cosas como profeta: “Pero yo quién soy, si a mí me sacaron de detrás del rebaño”. No se olviden de dónde los sacaron, no renieguen las raíces.

San Pablo se ve que intuía este peligro de perder la memoria y a su hijo más querido, el obispo Timoteo a quien él ordenó, le da consejos pastorales, pero hay uno que toca el corazón: “No te olvides de la fe que tenía tu abuela y tu madre”. Es decir, no de olvides de dónde te sacaron, no te olvides de tus raíces, no te sientas promovido.

La gratuidad es una gracia que no puede convivir con la promoción y cuando un sacerdote, un seminarista, un religioso, una religiosa entra en carrera, no digo mal, carrera humana, empieza a enfermarse de alzhéimer espiritual y empieza a perder la memoria de dónde me sacaron.

Dos principios para ustedes sacerdotes y consagrados y consagradas: todos los días renueven el sentimiento de que todo es gratis, el sentimiento de gratuidad de la elección de cada uno de ustedes, ninguno la merecimos. Y pídanle la gracia de no perder la memoria, de no sentirse más importantes. Es muy triste cuando uno ve a un sacerdote o a un consagrado o una consagrada que en su casa hablaba el dialecto o hablaba otra lengua, una de esa nobles lenguas antiguas que tienen los pueblos —¡Ecuador cuántas tiene!—, y es muy triste cuando se olvidan de la lengua, es muy triste cuando no la quieren hablar, eso significa que se olvidaron de dónde los sacaron.

No se olviden y pidan esa gracia de la memoria. Estos son los dos principios que quisiera marcar. Y esos dos principios, si los viven —¡todos los días!, es un trabajo de todos los días, todas las noches recordar esos dos principios y pedir la gracia—; esos dos principios, si los viven, los van a hacer vivir con dos actitudes: primero, el servicio. Dios me eligió, me sacó, ¿para qué? ¡Para servir! Y el servicio que me es peculiar a mí, no que tengo mi tiempo, tengo mis cosas, que tengo esto, que no, que ya cierro el despacho, tenía que ir a bendecir las casas, pero estoy cansado, hoy pasan una telenovela linda por televisión, para las monjitas... Entonces, servicio, servir, servir, y no hacer otra cosa. Y servir cuando estamos cansados y servir cuando la gente nos harta.

Me decía un viejo cura, que fue toda su vida profesor en colegios y universidad, enseñaba Literatura, Letras, ¡un genio! Cuando se jubiló, le pidió al provincial que lo mandará a un barrio pobre, esos barrios que se forman de gente que viene, que emigra buscando trabajo, gente muy sencilla. Y este religioso una vez por semana iba a su comunidad y hablaba, muy inteligente. La comunidad era una comunidad de Facultad de Teología, hablaba con los otros curas de Teología al mismo nivel. Y un día dice: “¿Quién da el tratado de Iglesia aquí?”. El profesor levanta la mano: “Te faltan dos tesis”. “¿Cuáles?”. “El santo pueblo fiel de Dios es esencialmente olímpico —o sea, hace lo que quiere—, y ontológicamente hartante”. Y eso tiene mucha sabiduría, porque quien va por el camino del servir tiene que dejarse hartar sin perder la paciencia, porque está al servicio, ningún momento le pertenece, ¡ningún momento le pertenece! Estoy para servir en lo que debo hacer, servir delante del sagrario, pidiendo por mi pueblo, pidiendo por mi trabajo, por la gente que Dios me ha encomendado.

Servicio: mézclalo con lo de gratuidad y entonces aquello de Jesús: “Lo que recibiste gratis, dalo gratis”. Por favor, no cobren la gracia, ¡por favor! ¡Que nuestra pastoral sea gratuita! Es tan feo cuando uno va perdiendo este sentido de gratuidad y se transforma en... ¡sí!, hace cosas buenas, pero ha perdido eso.

Y la segunda actitud que se ve en un consagrado, en una consagrada, en un sacerdote que vive esta gratuidad y esta memoria, estos dos principios que dije al principio, gratuidad y memoria, es el gozo y la alegría. Y es un regalo de Jesús ese, y es un regalo que Él da, que Él nos da si se lo pedimos y si no nos olvidamos de esas dos columnas de nuestra vida sacerdotal o religiosa, que son el sentido de gratuidad, renovado todos los días, y no perder la memoria de dónde nos sacaron. ¡Yo les deseo esto!

“Sí, padre, usted nos habló de que quizá la receta de nuestro pueblo era... De que somos así por el Sagrado Corazón”. Es verdad eso y les propongo otra receta que está en la misma línea, en la misma del Corazón de Jesús: sentido de la gratuidad, Él se hizo nada, se abajó, se humilló, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, pura gratuidad. Sentido de la memoria, y hacemos memoria de las maravillas que hizo el Señor en nuestra vida.

Que el Señor les conceda esta gracia a todos, nos la conceda a todos los que estamos aquí y que siga... —iba a decir premiando— que siga bendiciendo a este pueblo ecuatoriano, a quien ustedes tienen que servir y son llamado a servir, los siga bendiciendo con esa peculiaridad tan especial que yo noté desde el principio al llegar acá.

Que Jesús los bendiga y que la Virgen los cuide.

Recemos todos juntos al Padre que nos dio todo gratuitamente y que nos mantiene en la memoria de Jesús con nosotros: Padre nuestro... Y los bendiga Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y por favor, ¡por favor!, les pido que recen por mí, porque yo también siento muchas veces la tentación de olvidarme de la gratuidad con la que Dios me eligió y de olvidarme de dónde me sacaron. ¡Pidan por mí!

Discurso preparado por el Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas:

Traigo a los pies de Nuestra Señora de Quinche lo vivido en estos días de mi visita; quiero dejar en su corazón a los ancianos y enfermos con los que he compartido un momento en la casa de las Hermanas de la Caridad, y también todos los otros encuentros que he tenido con anterioridad. Los dejo en el corazón de María, pero también los deposito en el corazón de ustedes: sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas, para que llamados a trabajar en la viña del Señor, sean custodios de todo lo que este pueblo de Ecuador vive, llora y se alegra.

Doy gracias a Mons. Lazzari, al padre Mina y a la hermana Sandoval por sus palabras, que me dan pie para compartir con todos ustedes algunas cosas en la común solicitud por el Pueblo de Dios.

En el Evangelio, el Señor nos invita a aceptar la misión sin poner condiciones. Es un mensaje importante que no conviene olvidar, y que en este Santuario dedicado a la Virgen de la Presentación resuena con un acento especial. María es ejemplo de discípula para nosotros que, como ella, hemos recibido una vocación. Su respuesta confiada: «Hágase en mí según tu Palabra», nos recuerda sus palabras en las bodas de Caná: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Su ejemplo es una invitación a servir como ella.

En la Presentación de la Virgen podemos encontrar algunas sugerencias para nuestro propio llamado. La Virgen Niña fue un regalo de Dios para sus padres y para todo el pueblo, que esperaba la liberación. Es un hecho que se repite frecuentemente en la Escritura: Dios responde al clamor de su pueblo, enviando un niño, débil, destinado a traer la salvación y, que al mismo tiempo, restaura la esperanza de unos padres ancianos. La palabra de Dios nos dice que en la historia de Israel, los jueces, los profetas, los reyes son un regalo del Señor para hacer llegar su ternura y su misericordia a su pueblo. Son signo de la gratuidad de Dios: es Él quien los ha elegido, escogido y destinado. Esto nos aleja de la autoreferencialidad, nos hace comprender que ya no nos pertenecemos, que nuestra vocación nos pide alejarnos de todo egoísmo, de toda búsqueda de lucro material o compensación afectiva, como nos ha dicho el Evangelio. No somos mercenarios, sino servidores; no hemos venido a ser servidos, sino a servir y lo hacemos en el pleno desprendimiento, sin bastón y sin morral.

Algunas tradiciones sobre la advocación de Nuestra Señora de Quinche nos dice que Diego de Robles confeccionó la imagen por encargo de los indígenas Lumbicí. Diego no lo hacía por piedad, lo hacía por un beneficio económico. Como no pudieron pagarle, la llevó a Oyacachi y la cambió por tablas de cedro. Pero Diego se negó al pedido de ese pueblo para que le hiciera también un altar a la imagen, hasta que, cayéndose del caballo, se encontró en peligro y sintió la protección de la Virgen. Volvió al pueblo e hizo el pie de la imagen. También todos nosotros hemos hecho experiencia de un Dios que nos sale al cruce, que en nuestra realidad de caídos, derrumbados, nos llama. ¡Que la vanagloria y la mundanidad no nos hagan olvidar de dónde Dios nos ha rescatado!, ¡que María de Quinche nos haga bajar de los lugares de ambiciones, intereses egoístas, cuidados excesivos de nosotros mismos!

La «autoridad» que los apóstoles reciben de Jesús no es para su propio beneficio: nuestros dones son para renovar y edificar la Iglesia. No se nieguen a compartir, no se resistan a dar, no se encierren en la comodidad, sean manantiales que desbordan y refrescan, especialmente a los oprimidos por el pecado, la desilusión, el rencor (cf. Evangelii gaudium 272).

El segundo trazo que me evoca la Presentación de la Virgen es la perseverancia. En la sugestiva iconografía mariana de esta fiesta, la Virgen niña se aleja de sus padres subiendo las escaleras del Templo. María no mira atrás y, en una clara referencia a la admonición evangélica, marcha decidida hacia delante. Nosotros, como los discípulos en el Evangelio, también nos ponemos en camino para llevar a cada pueblo y lugar la buena noticia de Jesús. Perseverancia en la misión implica no andar cambiando de casa en casa, buscando donde nos traten mejor, donde haya más medios y comodidades. Supone unir nuestra suerte con la de Jesús hasta el final. Algunos relatos de las apariciones de la Virgen de Quinche nos dicen que una “señora con un niño en brazos” visitó varias tardes seguidas a los indígenas de Oyacachi cuando estos se refugiaban del acoso de los osos. Varias veces fue María al encuentro de sus hijos; ellos no le creían, desconfiaban de esta señora, pero les admiró su perseverancia de volver cada tarde al caer el sol. Perseverar aunque nos rechacen, aunque se haga la noche y crezcan el desconcierto y los peligros. Perseverar en este esfuerzo sabiendo que no estamos solos, que es el Pueblo Santo de Dios que camina.

De algún modo, en la imagen de la Virgen niña subiendo al Templo, podemos ver a la Iglesia que acompaña al discípulo misionero. Junto a ella están sus padres, que le han transmitido la memoria de la fe y ahora generosamente la ofrecen al Señor para que pueda seguir su camino; está su comunidad representada en el «séquito de vírgenes», «sus compañeras», con las lámparas encendidas (cf. Sal 44,15) y, en las que los Padres de la Iglesia, ven una profecía de todos los que, imitando a María, buscan con sinceridad ser amigos de Dios, y están los sacerdotes que la esperan para recibirla y que nos recuerdan que en la Iglesia los pastores tienen la responsabilidad de acoger con ternura y ayudar a discernir cada espíritu y cada llamado.

Caminemos juntos, sosteniéndonos unos a otros y pidamos con humildad el don de la perseverancia en su servicio.

Nuestra Señora del Quinche fue ocasión de encuentro, de comunión, para este lugar que desde tiempos del incario se había constituido en un asentamiento multiétnico. ¡Qué lindo es cuando la iglesia persevera en su esfuerzo por ser casa y escuela de comunión, cuando generamos esto que me gusta llamar la cultura del encuentro!

La imagen de la Presentación nos dice que una vez bendecida por los sacerdotes, la Virgen niña se sentó en las gradas del altar y bailó sobre sus pies. Pienso en la alegría que se expresa en las imágenes del banquete de las bodas, de los amigos del novio, de la esposa adornada con sus joyas. Es la alegría de quien ha descubierto un tesoro y lo ha dejado todo por conseguirlo. Encontrar al Señor, vivir en su casa, participar de su intimidad, compromete a anunciar el Reino y llevar la salvación a todos. Atravesar los umbrales del Templo exige convertirnos como María en templos del Señor y ponernos en camino para llevarlo a los hermanos. La Virgen, como primera discípula misionera, después del anuncio del Ángel, partió sin demora a un pueblo de Judá para compartir este inmenso gozo, el mismo que hizo saltar a san Juan Bautista en el seno de su madre. Quien escucha su voz «salta de gozo» y se convierte a su vez en pregonero de su alegría. La alegría de evangelizar mueve a la Iglesia, la hace salir, como a María.

Si bien son múltiples las razones que se argumentan para el traslado del santuario desde Oyacachi a este lugar, me quedo con una: «aquí es y ha sido más accesible, más fácil para estar cerca de todos». Así lo entendió el arzobispo de Quito, fray Luis López de Solís, cuando mandó edificar un Santuario capaz de convocar y acoger a todos. Una iglesia en salida es una iglesia que se acerca, que se allana para no estar distante, que sale de su comodidad y se atreve a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del evangelio (cf. Evangelii gaudium 20).

Volveremos ahora a nuestras tareas, interpelados por el Santo Pueblo que nos ha sido confiado. Entre ellas, no olvidemos cuidar, animar y educar la devoción popular que palpamos en este santuario y tan extendida en muchos países latinoamericanos. El pueblo fiel ha sabido expresar la fe con su propio lenguaje, manifestar sus más hondos sentimientos de dolor, duda, gozo, fracaso, agradecimiento con diversas formas de piedad: procesiones, velas, flores, cantos que se convierten en una bella expresión de confianza en el Señor y de amor a su Madre, que es también la nuestra.

En Quinche, la historia de los hombres y la historia de Dios confluyen en la historia de una mujer, María. Y en una casa, nuestra casa, la hermana madre tierra. Las tradiciones de esta advocación evocan a los cedros, los osos, la hendidura en la piedra que fuera aquí la primera casa de la Madre de Dios. Nos hablan en el ayer de pájaros que rodearon el lugar, y en el hoy de flores que engalanan los alrededores. Los orígenes de esta devoción nos llevan a tiempos donde era más sencilla «la serena armonía con la creación... contemplar al Creador que vive entre nosotros y en lo que nos rodea y cuya presencia no hace falta fabricar» (Laudato si’ 225) y que se nos devela en el mundo creado, en su Hijo amado, en la Eucaristía que permite a los cristianos sentirse miembros vivos de la Iglesia y participar activamente en su misión (cf. Documento de Aparecida 264), en Nuestra Señora del Quinche, que acompañó desde aquí los albores del primer anuncio de la fe a los pueblos indígenas. A ella encomendemos nuestra vocación; que ella nos haga regalo para nuestro pueblo, que ella nos dé la perseverancia en la entrega y la alegría de salir a llevar el Evangelio de su hijo Jesús —unidos a nuestros pastores— hasta los confines, hasta las periferias de nuestro querido Ecuador.

Discurso del Santo Padre durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto internacional El Alto de La Paz, Bolivia

Señor Presidente,

Distinguidas Autoridades,

Hermanos en el Episcopado,

Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenas tardes! Al iniciar esta visita pastoral, quiero dirigir mi saludo a todos los hombres y mujeres de Bolivia con los mejores deseos de paz y prosperidad. Agradezco al Señor Presidente del Estado Plurinacional de Bolivia la cálida y fraternal acogida que me ha dispensado y sus amables palabras de bienvenida. Doy las gracias también a los señores Ministros y Autoridades del Estado, de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, que han tenido la bondad de venir a recibirme. A mis hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles cristianos, a toda la Iglesia que peregrina en Bolivia, quiero expresarle mis sentimientos de fraterna comunión en el Señor. Llevo en el corazón especialmente a los hijos de esta tierra, que por múltiples razones no están aquí y han tenido que buscar «otra tierra» que los cobije; otro lugar donde esta madre los haga fecundos y posibilite la vida.

Me alegro de estar en este país de singular belleza, bendecido por Dios en sus diversas zonas: el altiplano, los valles, las tierras amazónicas, los desiertos, los incomparables lagos; el preámbulo de su Constitución lo ha acuñado de modo poético: «En tiempos inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos. Nuestra amazonía, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles se cubrieron de verdores y flores», y esto me recuerda que «el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (Laudato si’ 12 ). Pero sobre todo, es una tierra bendecida en sus gentes, con su variada realidad cultural y étnica, que constituye una gran riqueza y un llamado permanente al respeto mutuo y al diálogo: pueblos originarios milenarios y pueblos originarios contemporáneos; cuánta alegría nos da saber que el castellano traído a estas tierras hoy convive con 36 idiomas originarios, amalgamándose —como lo hacen en las flores nacionales de kantuta y patujú el rojo y el amarillo— para dar belleza y unidad en lo diverso. En esta tierra y en este pueblo, arraigó con fuerza el anuncio del Evangelio, que a lo largo de los años ha ido iluminando la convivencia, contribuyendo al desarrollo del pueblo y fomentando la cultura.

Como huésped y peregrino, vengo para confirmar la fe de los creyentes en Cristo resucitado, para que cuantos creemos en Él, mientras peregrinamos en esta vida, seamos testigos de su amor, fermento de un mundo mejor, y colaboremos en la construcción de una sociedad más justa y solidaria.

Bolivia está dando pasos importantes para incluir a amplios sectores en la vida económica, social y política del País; cuenta con una Constitución que reconoce los derechos de los individuos, de las minorías, del medio ambiente, y con unas instituciones sensibles a estas realidades. Todo ello requiere un espíritu de colaboración ciudadana, de diálogo y de participación en los individuos y los actores sociales en las cuestiones que interesan a todos. El progreso integral de un pueblo incluye el crecimiento en valores de las personas y la convergencia en ideales comunes que consigan aunar voluntades, sin excluir ni rechazar a nadie. Si el crecimiento es solo material, siempre se corre el riesgo de volver a crear nuevas diferencias, de que la abundancia de unos se construya sobre la escasez de otros. Por eso, además de la transparencia institucional, la cohesión social requiere un esfuerzo en la educación de los ciudadanos.

En estos días me gustaría alentar la vocación de los discípulos de Cristo a comunicar la alegría del Evangelio, a ser sal de la tierra y luz del mundo. La voz de los Pastores, que tiene que ser profética, habla a la sociedad en nombre de la Iglesia madre —porque la Iglesia es madre— y lo habla desde la opción preferencial y evangélica por los últimos, por los descartados, por los excluidos: ésa es la opción preferencial de la Iglesia. La caridad fraterna, expresión viva del mandamiento nuevo de Jesús, se expresa en programas, obras e instituciones que buscan la promoción integral de la persona, así como el cuidado y la protección de los más vulnerables. No se puede creer en Dios Padre sin ver un hermano en cada persona, y no se puede seguir a Jesús sin entregar la vida por los que Él murió en la cruz.

En una época en la que tantas veces se tiende a olvidar o a tergiversar los valores fundamentales, la familia merece una especial atención por parte de los responsables del bien común porque es la célula básica de la sociedad, que aporta lazos sólidos de unión sobre los que se basa la convivencia humana y, con la generación y educación de sus hijos, asegura el futuro y la renovación de la sociedad.

La Iglesia también siente una preocupación especial por los jóvenes que, comprometidos con su fe y con grandes ideales, son promesa de futuro, «vigías que anuncian la luz del alba y la nueva primavera del Evangelio» decía san Juan Pablo II (Mensaje para la XVIII Jornada mundial de la Juventud 6). Cuidar a los niños, hacer que la juventud se comprometa en nobles ideales, es garantía de futuro para una sociedad; y la Iglesia quiere una sociedad que encuentra su reaseguro cuando valora, admira y custodia también a sus mayores, que son los que nos traen la sabiduría de los pueblos; custodiar a los que hoy son descartados por tantos intereses que ponen al centro de la vida económica al dios dinero; son descartados los niños y los jóvenes que son el futuro de un país, y los ancianos que son la memoria del pueblo; por eso hay que cuidarlos, hay que protegerlos, son nuestro futuro. La Iglesia hace opción por ir generando una «cultura memoriosa» que le garantiza a los ancianos no solo la calidad de vida en sus últimos años sino la calidez, como bien lo expresa la constitución de ustedes.

Señor Presidente, queridos hermanos, gracias por estar aquí. Estos días nos permitirán tener diversos momentos de encuentro, diálogo y celebración de la fe. Lo hago alegre y contento de estar en esta Patria que se dice a sí misma pacifista, patria de paz, y que promueve la cultura de la paz y el derecho a la paz.

Pongo esta visita bajo el amparo de la Santísima Virgen de Copacabana, Reina de Bolivia, y a Ella pido que proteja a todos sus hijos. Muchas gracias y que el Señor los bendiga. Jallalla Bolivia.

Palabras del Santo Padre en memoria del padre Luis Espinal

Buenas tardes, queridas hermanas y hermanos:

Me detuve aquí para saludarlos y sobre todo para recordar. Recordar un hermano, un hermano nuestro, víctima de intereses que no querían que se luchara por la libertad de Bolivia. El padre Espinal predicó el Evangelio y ese Evangelio molestó y por eso lo eliminaron. Hagamos un minuto de silencio en oración y después recemos todos juntos.

[Silencio]

Que el Señor tenga en su gloria al padre Luis Espinal que predicó el Evangelio, ese Evangelio que nos trae la libertad, que nos hace libres. Como todo hijo de Dios, Jesús nos trajo esa libertad, él predicó ese Evangelio. Que Jesús lo tenga junto a Él. Dale Señor el descanso Eterno y brille para él la luz que no tiene fin. Que descanse en paz.

Y a todos ustedes, queridos hermanos, los bendigan Dios Todopoderoso, el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo. Y por favor, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí. Gracias.

Discurso del Santo Padre durante el encuentro con las autoridades civiles en la catedral de La Paz

Hermano Presidente,

Hermanos y hermanas:

Me alegro de este encuentro con ustedes, autoridades políticas y civiles de Bolivia, miembros del Cuerpo diplomático y personas relevantes del mundo de la cultura y del voluntariado. Agradezco a mi hermano Edmundo Abastoflor, arzobispo de esta Iglesia de la Paz, su amable bienvenida. Les ruego que me permitan cooperar, alentando con algunas palabras, la tarea de cada uno de ustedes, la que ya realizan. Y les agradezco la cooperación que ustedes, con su testimonio de calurosa acogida, me dan a mí para que yo pueda seguir adelante. Muchas gracias.

Cada uno a su manera, todos los aquí presentes compartimos la vocación de trabajar por el bien común. Ya hace 50 años, el Concilio Vaticano II definía el bien común como «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente de la propia perfección»; gracias a ustedes por aspirar —desde su rol y misión— para que las personas y la sociedad se desarrollen, alcancen su perfección. Estoy seguro de sus búsquedas de lo bello, lo verdadero, lo bueno en este afán por el bien común. Que este esfuerzo ayude siempre a crecer en un mayor respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral, a la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una atención particular a la justicia distributiva (cf. Laudato si’ 157). Que la riqueza se distribuya, dicho sencillamente.

En el trayecto hacia la catedral, desde el aeropuerto, he podido admirarme de las cumbres del Hayna Potosí y del Illimani, de ese «cerro joven» y de aquel que indica «el lugar por donde sale el sol». También he visto cómo de manera artesanal muchas casas y barrios se confundían con las laderas y me he maravillado de algunas obras de su arquitectura. El ambiente natural y el ambiente social, político y económico están íntimamente relacionados. Nos urge poner las bases de una ecología integral —es problema de salud— una ecología integral que incorpore claramente todas las dimensiones humanas en la resolución de las graves cuestiones socioambientales de nuestros días —si no los glaciares de esos mismos montes seguirán retrocediendo— y la lógica de la recepción, la conciencia del mundo que queremos dejar a los que nos sucedan, su orientación general, su sentido, sus valores también se derretirán como esos hielos (cf. ibid. 159-160). Y de esto hay que tomar conciencia. Ecología integral —y me arriesgo— supone ecología de la madre tierra, cuidar la madre tierra; ecología humana, cuidarnos entre nosotros; y ecología social, forzada la palabra.

Como todo está relacionado, nos necesitamos unos a otros. Si la política se deja dominar por la especulación financiera o la economía se rige únicamente por el paradigma tecnocrático y utilitarista de la máxima producción, no podrán ni siquiera comprender, y menos aún resolver, los grandes problemas que afectan a la humanidad. Es necesaria también la cultura, de la que forma parte no solo el desarrollo de la capacidad intelectual del ser humano en las ciencias y de la capacidad de generar belleza en las artes, sino también las tradiciones populares locales —eso también es cultura— con su particular sensibilidad al medio de donde han surgido y del que han salido y del medio que le da sentido. Se requiere de igual forma una educación ética y moral, que cultive actitudes de solidaridad y corresponsabilidad entre las personas. Debemos reconocer el papel específico de las religiones en el desarrollo de la cultura y los beneficios que puedan aportar a la sociedad. Los cristianos, en particular, como discípulos de la Buena Noticia, somos portadores de un mensaje de salvación que tiene en sí mismo la capacidad de ennoblecer a las personas, de inspirar grandes ideales capaces de impulsar líneas de acción que vayan más allá del interés individual, posibilitando la capacidad de renuncia en favor de los demás, la sobriedad y las demás virtudes que nos contienen y nos unen. Esas virtudes que en vuestra cultura tan sencillamente se expresan en esos tres mandamientos: no mentir, no robar y no ser flojo.

Pero debemos estar alerta pues muy fácilmente nos habituamos al ambiente de inequidad que nos rodea, que nos volvemos insensibles a sus manifestaciones. Y así confundimos sin darnos cuenta el «bien común» con el «bien-estar», y ahí se va resbalando de a poquito, de a poquito, y el ideal del bien común, como que se va perdiendo, termina en el bienestar, sobre todo cuando somos nosotros los que lo disfrutamos y no los otros. El bienestar que se refiere solo a la abundancia material tiende a ser egoísta, tiende a defender los intereses de parte, a no pensar en los demás, y a dejarse llevar por la tentación del consumismo. Así entendido, el bienestar, en vez de ayudar, incuba posibles conflictos y disgregación social; instalado como la perspectiva dominante, genera el mal de la corrupción que cuánto desalienta y tanto mal hace. El bien común, en cambio, es algo más que la suma de intereses individuales; es un pasar de lo que «es mejor para mí» a lo que «es mejor para todos», e incluye todo aquello que da cohesión a un pueblo: metas comunes, valores compartidos, ideales que ayudan a levantar la mirada, más allá de los horizontes particulares.

Los diferentes agentes sociales tienen la responsabilidad de contribuir a la construcción de la unidad y el desarrollo de la sociedad. La libertad siempre es el mejor ámbito para que los pensadores, las asociaciones ciudadanas, los medios de comunicación desarrollen su función, con pasión y creatividad, al servicio del bien común. También los cristianos, llamados a ser fermento en el pueblo, aportan su propio mensaje a la sociedad. La luz del Evangelio de Cristo no es propiedad de la Iglesia; ella es su servidora: la Iglesia debe servir al Evangelio de Cristo para que llegue hasta los extremos del mundo. La fe es una luz que no encandila; las ideologías encandilan, la fe no encandila, la fe es una luz que no obnubila, sino que alumbra y guía con respeto la conciencia y la historia de cada persona y de cada convivencia humana. Respeto. El cristianismo ha tenido un papel importante en la formación de la identidad del pueblo boliviano. La libertad religiosa —como es acuñada habitualmente esa expresión en el fuero civil— es quien también nos recuerda que la fe no puede reducirse al ámbito puramente subjetivo. No es una subcultura. Será nuestro desafío alentar y favorecer que germinen la espiritualidad y el compromiso de la fe, el compromiso cristiano en obras sociales, en extender el bien común, a través de las obras sociales.

Entre los diversos actores sociales, quisiera destacar la familia, amenazada en todas partes, por tantos factores, por la violencia doméstica, el alcoholismo, el machismo, la drogadicción, la falta de trabajo, la inseguridad ciudadana, el abandono de los ancianos, los niños de la calle y recibiendo pseudo-soluciones desde perspectivas que no son saludables a la familia sino que provienen claramente de colonizaciones ideológicas. Son tantos los problemas sociales que resuelve la familia, y las resuelve en silencio, son tantos, que no promover la familia es dejar desamparados a los más desprotegidos.

Una nación que busca el bien común no se puede cerrar en sí misma; las redes de relaciones afianzan a las sociedades. El problema de la inmigración en nuestros días nos lo demuestra. El desarrollo de la diplomacia con los países del entorno, que evite los conflictos entre pueblos hermanos y contribuya al diálogo franco y abierto de los problemas, hoy es indispensable. Y estoy pensando acá, en el mar: diálogo, es indispensable. Construir puentes en vez de levantar muros. Construir puentes en vez de levantar muros. Todos los temas, por más espinosos que sean, tienen soluciones compartidas, tienen soluciones razonables, equitativas y duraderas. Y, en todo caso, nunca han de ser motivo de agresividad, rencor o enemistad que agravan más la situación y hacen más difícil su resolución.

Bolivia transita un momento histórico: la política, el mundo de la cultura, las religiones son parte de este hermoso desafío de la unidad. En esta tierra donde la explotación, la avaricia y múltiples egoísmos y perspectivas sectarias han dado sombra a su historia, hoy puede ser el tiempo de la integración. Y hay que caminar ese camino. Hoy Bolivia puede crear, es capaz de crear con su riqueza nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosos son los países que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindos cuando están llenos de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro! (cf. Evangelii gaudium 210). Bolivia, en la integración y en su búsqueda de la unidad, está llamada a ser «esa multiforme armonía que atrae» (ibid. 117), y que atrae en el camino hacia la consolidación de la patria grande.

Muchas gracias por su atención. Pido al Señor que Bolivia, «esta tierra inocente y hermosa» siga progresando cada vez más para que sea esa «patria feliz donde el hombre vive el bien de la dicha y la paz». Que la Virgen santa los cuide y el Señor los bendiga abundantemente. Y por favor, por favor les pido, que no se olviden rezar por mí. Muchas gracias.

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