“Maria Madre y modelo de la Iglesia sinodal”

“Maria Madre y modelo de la Iglesia sinodal”

Pentecostés y María

 

Este año la solemnidad de Pentecostés coincide con la conclusión del mes de mayo, dedicado a la Virgen María. El Espíritu Santo desciende sobre María y los apóstoles y después sobre tres mil personas de muchos pueblos. Un icono que pone en evidencia María madre y modelo de la Iglesia, símbolo que ilumina de modo concreto su naturaleza y su camino, en el esfuerzo de discernimiento que está haciendo en estos años. Pentecostés es fundamental para la creación de la Iglesia como carisma y como institución. Pero “el sentido de fe del pueblo de Dios” siempre ha reconocido sus raíces en el momento de la encarnación.

Muchos le preguntaron a Antoni Gaudí por qué había escogido dedicar todos los fondos que tenía disponibles para la “Sagrada Familia” en Barcelona, ​​para construir sólo la fachada del ábside y la fachada de la “Natividad”, en lugar de sentar las bases para la estructura entera. El famoso arquitecto respondió que “la catedral de los pobres”, como la llamó, “es una obra que está en las manos de Dios y la voluntad del pueblo”, y agregó: “un templo, lo más representativo posible del pueblo”. Sin prisa, con el tiempo se habría hecho realidad. Mirando la belleza de las fachadas, las generaciones futuras no podrían haber abandonado el trabajo. ¡Y así fue! La verdadera belleza no se abandona.

Esta profecía también se puede aplicar al Concilio Vaticano II. Los Padres del Concilio junto con el Espíritu Santo mostraron la espléndida entrada de la “Iglesia hermosa del Concilio”, aquella formada por el pueblo de Dios, que estaba presente a través de sus pastores, y que desde ese momento debería haber mostrado toda su belleza en el servicio al mundo. Fue el comienzo de un proceso.

La belleza de la Iglesia en el mundo es como la de María. El Concilio recuperó la eclesiología simbólica de los Padres de la Iglesia, según la cual Cristo es la luz de las naciones (Lumen gentium), y la Iglesia, como María, es la luna que vive de la luz reflejada. El esplendor de la Iglesia reside en la relación y el amor. No es una opulencia, una celebración propia, una perfección ideal e inexpugnable. Es una reverberación de la unión con Cristo, es la belleza de su “pueblo” en camino hacia el Reino.

María enseña que la Iglesia no es principalmente una institución. Ésta no se puede negar; en sus elementos esenciales está diseñada por el mismo Cristo, para permanecer al servicio de las personas reales. María no está enjaulada en la institución, está con la Iglesia que siempre permanece pura y auténtica. Más bien, María está en medio del pueblo que la reconoce y honra como Madre de Dios y Madre nuestra, Virgen, Inmaculada, Asunta en el Cielo, Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora (Lumen Gentium 62). María es siempre actual: “Elevada al cielo, es Madre y Reina de todo lo creado”. El pueblo sabe que para curar el planeta herido, la “casa común” Ella “comprende ahora el sentido de todas las cosas … y nos ayuda a mirar este mundo con ojos más sabios” (Laudato sii 241).

La historia enseña que el aspecto eclesial más expuesto a la corrupción son precisamente los hombres de la institución, que se comprometen con el mundo y, a veces, al separarse del pueblo, llegan a corromper al mundo con estrategias y proyectos.

El pueblo no debe ser idealizado, pero a pesar de todas sus limitaciones, siempre está en busca del bien de todos y mantiene la referencia a Cristo. El pueblo real no hace estrategias, camina todos los días en la relación con el Señor. En él podemos identificar el lugar teológico apropiado de la Iglesia, como María. La gente es el “rebaño” que se deja guiar libremente y mansamente por los pastores. Pero se aleja de ellos cuando se da cuenta de que en lugar de ser tratado como “oveja” de Cristo, es tratado como “seguidor” de sus intereses.

La experiencia del Concilio Vaticano II fue iluminadora con respecto al “pueblo de Dios”. Para el occidente la fuerte prevalencia de la Iglesia como institución, iba acompañada de la escasa consideración, si no total desconfianza, con respecto al “pueblo”, del que no se esperaba nada para lo que se consideraba importante en la Iglesia. Después del Concilio, en vez de hacer referencia al pueblo real en clave eclesiológica, la reflexión fue teórica, de naturaleza sociológica o exegética, con el proliferar de decenios de discusiones estériles hasta sustituir la teología del “pueblo de Dios” por la teología de “comunión”. Una ocasión perdida, porque precisamente durante el Concilio fue evidente que en muchas otras partes del mundo las realidades de los pueblos y de las iglesias locales, eran el verdadero tesoro de la Iglesia, de la que los pastores eran auténticos representantes. Especialmente los que padecen el sufrimiento y la persecución, en los cuales la experiencia de la salvación en Cristo se podía percibir de modo claro: el Oriente cristiano, los pueblos eslavos, las comunidades del extremo oriente, algunas iglesias africanas, los pueblos de América Latina. También se vio que todos esos pueblos eran profundamente marianos. Se cumplía la profecía de Dostoevski: “una vez más, la luz vendrá de abajo”. El papa Francisco se hace eco hoy llamando al pueblo “reserva religiosa”.

Es hora de retomar el camino interrumpido. “El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio” (Papa Francisco, 17 de octubre de 2015). En 2022 se celebrará el sínodo “Iglesia y sinodalidad”. Según nosotros, por camino sinodal no se debe entender las reformas de las instituciones, aunque necesarias, pero no esenciales: previendo formas democráticas y “cuotas para las mujeres”; estrategias que no lograrán que la Iglesia sea sinodal.

Sería como imitar al mundo. El punto central de la sinodalidad es “quién participa”, quién realiza el discernimiento del camino, que no pertenece sólo a los pastores, sino sobre todo al “rebaño”, al “pueblo de Dios”. El eje auténtico de la sinodalidad parece ser la recuperación eclesiológica del “pueblo”. En cuanto a las “cuotas para las mujeres”, no queremos trivializar el problema de la mujer en la Iglesia. María, determinante para la Iglesia apostólica, como mujer, esposa, madre, discípula, ilumina claramente la dignidad y la tarea de la mujer desde el principio. Hoy habría que tener el valor de hacer realmente espacio y asignar los roles.

El camino a emprender tiene como referencia a María, madre y modelo de la Iglesia sinodal. Leyendo a María en clave eclesiológica, el Concilio Vaticano II ha identificado el “tipo de la Iglesia”: la Iglesia se refleja en María. Contemplándola puede responder, citando a von Balthasar, a la pregunta sobre sí misma: no “qué es la Iglesia”, sino “quién es la Iglesia”.

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