España | Carlos Osoro: "No es tiempo de lamentos ni protagonismos, sino de arrimar el hombro ante el sufrimiento ajeno"

"Se precisa la creación de una autoridad supraestatal que regule los flujos de movilidad humana"

 Con motivo de la jornada de ayuno y oración por la paz en Siria, en Oriente Medio y en el mundo entero, convocada para el 7 de septiembre de 2015 por el Papa Francisco, en la víspera de la Natividad de María, Reina de la Paz, os quiero acercar a todos los cristianos, hombres y mujeres de buena voluntad lo que el apóstol San Juan nos recuerda: "Amaos unos a otros, ya que el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. [...] También nosotros debemos amarnos unos a otros" (1Jn 4,7-11).

Este momento tiene rostros, situaciones y personas a las que el Señor, a través del Papa Francisco, nos está llamando para que realicemos los que nos pide. Tenemos una oportunidad singular para ofertar a lo que más necesita el ser humano: sentirse amado.

I.- UNA TRAGEDIA LLAMA A NUESTRAS PUERTAS... Y SE SUMA A OTRAS

I.- Mi última carta pastoral se titulaba "Nunca robemos la dignidad del hombre" y buena parte de ella estaba dedicada a la crisis de los refugiados. No me ha parecido suficiente y he querido hacer una reflexión más amplia y, sobre todo, trazar directrices para la acción que sean operativas y que respondan al llamamiento a gestos concretos de hospitalidad que ayer mismo nos hacía el Papa Francisco en el Ángelus dominical.

Todos somos conscientes de que una nueva catástrofe nos sacude la conciencia y llama a las mismas puertas de Europa. La catarata de noticias e imágenes de estos días nos han conmovido como seres humanos y como creyentes. Sabemos que en nuestra diócesis muchas personas siguen sufriendo el flagelo del paro, la precariedad laboral, la exclusión y muchas formas de vulnerabilidad personal y social. Ello nos desafía a vivir la verdadera solidaridad, que conlleva en sus entrañas la cualidad de la universalidad y nos impide caer en la tentación de las "disputas entre nuestros pobres y los que llegan". Todos son pobres de Cristo, todos son hijos de Dios. Todos tienen derecho a reclamarnos, en un mundo en el que la pobreza no es un problema técnico, sino ético, una verdadera justicia social global. Responder con eficacia, humanidad y prontitud a unas y a otras situaciones corresponde a las autoridades públicas y a los organismos competentes. Pero ello no obsta para que la sociedad civil, y la Iglesia católica en particular, no tenga una palabra que decir y, sobre todo, un grano de arena que aportar para aliviar tanto dolor ajeno. Es cuestión de humanidad y a la Iglesia, que quiere prolongar la mano acogedora de su Señor, nada humano le puede ser ajeno.

El dolor humano es la experiencia más universal y quizá por ello tiene la capacidad de movilizar lo mejor de nosotros mismos. Quizá por esa razón, hemos visto como losgobernantes de la Unión Europea han ido evolucionando hacia posiciones más solidarias y respetuosas con las exigencias de los tratados en materia de protección internacional. También la sociedad civil se ha conmovido por esta debacle que nos recuerda otras muchas que, tal vez porque nos resultaron más lejanas o no fueron tan profusamente cubiertas por los medios de comunicación, no nos provocaron la movilización de esta. Desde el tejido social se han ido realizando diversos ofrecimientos que tienen en común el poner en valor la hospitalidad y la fraternidad; expresiones de la verdadera fe cristiana y de la ética de la acogida y el cuidado, lugar de encuentro de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

No se trata de hacer carreras para ver quién es más solidario. La tragedia tiene tal magnitud que exige dejar de lado protagonismos y debates partidistas para centrarnos en lo esencial: el socorro a quienes lo necesitan para salvar su vida. Aunque ahora no debiéramos enredarnos en debates sobre culpas de unos u otros, en un segundo momento, tendremos que esclarecer las causas que han provocado esta situación y otras similares. La verdadera ayuda exige un discernimiento profético y una profunda conversión que evite que esta situación vuelva a repetirse. En cualquier caso, es el momento de asumir conjunta y solidariamente responsabilidades. Ser responsables es tener el deber de responder. Y hacerlo desde el convencimiento de que en la familia humana, todos somos responsables de todos y nadie está exento del deber de ser custodio de la vida del otro. Esa responsabilidad es ética y religiosa, es decir, social, pero también jurídica y política (respeto a los derechos humanos y a los tratados internacionales) e histórica y económica (los refugiados huyen de conflictos provocados o alentados por intereses económicos y geoestratégicos de los que Occidente no es ajeno). Estas emergencias eran previsibles y son el resultado de la inacción. La globalización económica no se ha traducido en una globalización ética volcada en la promoción, defensa, respeto y cumplimiento de los más elementales derechos humanos. Hay que reconocer la responsabilidad de todos en un mundo global, como paso previo para construir un sistema de acogida solidario y sostenible, pues "emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser algo más"1.

No es función de una carta pastoral hacer un análisis político, económico o sociológico de la actual crisis de desplazados. Pero es evidente que hay que acudir a las causas de la misma y procurar intervenciones en el origen si no queremos limitarnos a remendar soluciones siempre parciales e incompletas. Es claro que compete a los gobiernos, a la Unión Europea y a organismos supraestatales el dar respuestas eficaces y no seguir mirando hacia otro lado ante realidades, por poner solo un ejemplo, como la de la guerra en Siria. Como miembros de la Iglesia nos duele en el alma la persecución de los cristianos sirios, la de quienes no lo son y la falta de respuesta suficiente por parte de los países de la Unión Europea, incluido el nuestro.

 No es tiempo de lamentos, sino de arrimar el hombro y sacar lo mejor de nosotros mismos ante el sufrimiento ajeno. Por eso, permitidme que esta carta la dirija no solo a los católicos de Madrid, sino también a todos los hombres y mujeres de la diócesis con entrañas de misericordia. Ya en su momento, el cardenal Rouco iluminó la realidad de un Madrid cada vez más pluricultural con su "Acogida generosa e integración digna del inmigrante y su familia", o los mensajes "Emigrantes y madrileños, una sola familia", "Emigrantes y refugiados hacia un mundo mejor", entre otros documentos a cuya relectura invito. Me propongo seguir en la misma estela que ha animado con su excelente trabajo nuestra Delegación diocesana de Migraciones,expresión del amor especial que la Iglesia siente por los migrantes, y que ha manifestado a lo largo de la Historia de diversas formas. No en vano, seguimos y proclamamos Señor de nuestras vidas a quien dijo: "fui forastero y me acogisteis".

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