¿Dispuesto a hacer cualquier cosa por la paz?

¿Dispuesto a hacer cualquier cosa por la paz?

La situación en el mundo avanza hacia una inestabilidad cada vez mayor. En el campo civil, el conflicto ruso-ucraniano ha revuelto y alborotado cuentas, inversiones y bolsillos. En tierras tan alejadas de Rusia como las nuestras, el precio del petróleo, por ejemplo, alcanza niveles sin precedentes: estos son los reflujos no deseados de la economía mundial. En el campo eclesiástico abundan las noticias que no merecen ser reportadas, y nos abstenemos de ellas.

En efecto, la fuente cristalina de la que deben brotar las noticias de fe, los buenos principios, la invitación a la conversión, tan cara al tiempo litúrgico en el que nos encontramos, parece cerrada. Así, nuestras miradas se ven casi obligadas a converger en el drama en el que se encuentran actualmente las grandes naciones del mundo: ¡el drama de la paz!

Así, desde el final de la 2ª Guerra Mundial hasta nuestros días, la paz ha sido reclamada por los poderes civiles y religiosos; y con razón, porque las consecuencias de cualquier guerra son siempre desastrosas, y una persona con buena salud mental quiere orden, paz.

Mientras tanto, como un edificio de gelatina que cuanto más crece, más tiende a derrumbarse, a pesar de los hermosos colores que pueda exhibir, la sociedad contemporánea viene forjando para sí una mole de paz cuyo derrumbe es inminente.

Nótese que el error no está en elegir la paz, que es un bien, sino en el medio por el cual se quiere obtener la paz, que es, sobre todo, en palabras de San Agustín, la “tranquilitas ordinis”; [1] bien entendido, del orden moral, de una vida llevada, por lo menos, de acuerdo con la ley natural, por no decir de acuerdo con el decálogo cristiano.

Ahora bien, si un grupo de hombres, o cada hombre en su individualidad, no se preocupa por conquistar la paz interior que significa vivir sin conflicto con Dios, sin duelo entre criatura y Creador, ¿cómo puede pretender tener un orden mundial? Es utópico.

A favor o en contra de la guerra

En las últimas décadas, el edificio de gelatina se ha sacudido muchas veces y ahora se está descomponiendo. Por esta razón, los gobernantes occidentales de alto perfil hacen un gran esfuerzo para promover una cierta “convergencia tácita por la paz”; ya que la pólvora del comunismo ruso –a pesar de las décadas transcurridas– no fue suficientemente humedecida por ningún país de este lado del telón de acero o incluso más allá, cuando fue derrocado.

De esta manera, el miedo a la guerra, a los ojos de la gran mayoría del mundo, fue el fuerte argumento a favor de la amalgama entre los más variados países, regímenes y, helás, religiones.

Es, por tanto, a raíz de esta confusión entre países, regímenes y religiones que surge la dificultad de enumerar, hoy, cuáles son los intereses reales de quienes deciden tomar partido a favor o en contra de Rusia, ¿por la paz?

Si se mira desde un lado, Rusia parece mostrar en la persona de su líder un sano conservadurismo, así como una firme religiosidad, considerando cuánto ha apoyado la guerra la Iglesia Ortodoxa. Sin embargo, si se analiza desde otro ángulo, veremos cuánto se inocula el más peligroso veneno comunista en este gigante que pretende tragarse a Europa, para instalar en ella su modus vivendi.

Como predijo acertadamente un autor de renombre y probidad, [2] “si los intereses del comunismo son siempre claros, sus caminos son cada vez más oscuros, y esto por una imperiosa necesidad táctica. Otrora, el comunismo se caracterizó por la brutalidad tanto en la predicación ideológica desenfrenada como en la acción revolucionaria violenta”.

Sin embargo, como los resultados fueron magros, optaron por cambiar: crear una atmósfera de orden, progreso y moralidad – sobre todo cuando Occidente desciende a grandes pasos por esta rampa – como el método más eficaz para, de manera imperceptible y profunda, extender el comunismo por todo el mundo, o al menos deshacer la antipatía que una vez había causado.

Es en esta línea que Putin ha estado orquestando la influencia rusa entre Oriente y Occidente durante años: a la vez agresiva y sutil, penetrante y versátil, atractiva y peligrosa. [3]

Gobierno comunista

Pero, después de todo, ¿cuál es el resultado de todo este vaivén? ¡La guerra! Ahora bien, la guerra es todo lo contrario, es lo opuesto, de todos los imperativos de la caridad cristiana y de la verdadera moral – y aquí radica el gran temor de desenmascarar el comunismo, o del comunismo desenmascararse, no lo sé con seguridad – tornándose evidente su profunda intención y convicción: dominar Occidente, civil y religiosamente.

Queda evidente, por tanto, que “las crisis que sacuden a las sociedades humanas empiezan siempre como crisis espirituales: los acontecimientos políticos y las convulsiones sociales no hacen más que traducir en hechos un desequilibrio cuya causa es la más profunda”, [4] esto es, la fe.

Y la fe de Occidente, ¿cómo está? Solo hace falta abrir cualquier noticiario serio para encontrar la respuesta, si tenemos recelo de preguntarnos a nosotros mismos… Y los hechos vienen como consecuencia: “quizás por las frecuentes derrotas que las agendas ligadas a los valores tradicionales que se han ido acumulando en las naciones democráticas, cobra fuerza la tentación de tolerar regímenes totalitarios, siempre y cuando garanticen el mantenimiento de un orden social moralmente más integro. (¡sic!)” [5]

El hecho es que la invasión de Ucrania sigue siendo la apertura de puertas, o más bien, el derribo de puertas, del Este Europeo rumbo al pretendido dominio comunista de Europa.

¿Y la paz?

Pero, ¿hasta dónde se espera que lleguen las tropas rusas? ¿A las puertas de Viena o, peor aún, a la “Via della Concilliazione”?

Quizás, nuevos peregrinos cuales otros hunos serán los futuros oyentes de sermones sobre la paz y la concilliazione.

De nuestra parte cabe, pues, rezar por una intervención de la Providencia, conscientes de que la única forma de obtener un orden duradero y seguro es la práctica de la virtud, precio que debemos estar dispuestos a pagar por la implantación de la paz.

Por Bonifacio Silvestre

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