Consenso para el bien común

Consenso para el bien común

Una amplia mayoría de la población se manifiesta a favor del diálogo y contraria al binarismo oficialismo-oposición. Sin embargo, como en tantos otros temas, gran parte de nuestra dirigencia prefiere elegir los senderos en función de sus apetencias, mayormente alejadas de la agenda ciudadana. 

Si buceamos en nuestro pasado, podremos verificar que cuando se privilegiaron los acuerdos pudieron dejarse las crisis y se iniciaron etapas superadoras. Así ocurrió con el Acuerdo de San Nicolás de 1852, que posibilitó el comienzo de la institucionalización del país y la sanción de la Constitución nacional. O con la superación de la crisis de 1890, merced a la aptitud aperturista de Roca y Pellegrini para dejar atrás los enfrentamientos con la oposición que lideraba Mitre, y que le dio a la Argentina el mayor ciclo de desarrollo y crecimiento de su historia.

Lamentablemente, ese espíritu acuerdista no fue imitado durante la mayor parte de los últimos cien años, en los que, más bien, imperaron los intentos hegemonistas y la confrontación.

Así llegamos a la actualidad en una Argentina sin moneda ni mercado de capitales, con una de las tasas de inversión más bajas de todos los tiempos y su lógico correlato en los elevados niveles de desempleo y pobreza.

El escenario pospandemia ya está instalado, aunque desde el Gobierno se siga apostando a la cuarentena como una conveniente impasse para continuar dilatando medidas y programas de urgente diseño e implementación que no colisionan con la atención de la compleja situación sanitaria. Ante la carencia de propuestas, que parece ser en sí misma el único programa gubernamental, promover la división y el enfrentamiento vuelve a ser la herramienta elegida. El lugar que el debate republicano debería tener en momentos tan delicados vuelve a transmutar en el barro de la ofensa y la descalificación, confirmando una vez más nuestra incapacidad para construir desde las diferencias y para generar liderazgos proactivos.

Es mucho lo que está en juego. No podemos seguir dilapidando un bien tan precioso como el tiempo en confrontaciones estériles mientras millones de compatriotas sufren graves necesidades y aguardan de sus líderes alternativas concretas para paliar la crítica situación, con miras a la reconstrucción tras la debacle.

En julio pasado, un grupo de legisladores, intelectuales y dirigentes políticos, junto a instituciones sociales y religiosas, difundieron un documento en el que pidieron precisamente al Gobierno que convocara a una «mesa de diálogo nacional» con la mira en un plan de coincidencias mínimas. Lo titularon «Unidos en la diversidad. Para afrontar el presente y construir un futuro digno para todos los argentinos». Sin embargo, no hemos sabido de avances en esta dirección.

El país tiene en el Instituto de Diálogo Interreligioso (IDI) el mejor ejemplo de un aporte concreto y eficaz en la búsqueda de la paz y la justicia. Esta institución, copresidida por el rabino Daniel Goldman, el sacerdote católico Guillermo Marcó y el dirigente islámico Omar Abboud, fue impulsora de una fantástica herramienta cuando la grave crisis política, social y económica de principios de siglo en nuestro país parecía insuperable. Aquella Mesa del Diálogo Interreligioso, que a partir de 2002 cosechó ponderaciones en el mundo entero, inició un camino superador de desencuentros supuestamente irreconciliables a través de la sana convivencia y el fructífero entendimiento, proyectando una mirada espiritual de la vida capaz de construir a partir de las diferencias.

Hoy sus dirigentes invitan a construir redes de respeto y fraternidad, convencidos de que «el diálogo permite lograr consensos para el bien común». Han sabido transmitir, a partir de las enseñanzas de sus propias fuentes religiosas, ciertamente distintas, que «la coexistencia y el respeto se perfeccionan a través del amor al prójimo», expresión auténtica de la preocupación por la dignidad del hombre que rechaza la violencia como herramienta para la resolución de conflictos.

Nadie mejor que ellos para liderar una instancia de debates e intercambios para superar la crítica situación que transitamos y para ayudar a construir una salida distinta a la que plantea el aeropuerto de Ezeiza para nuestros desilusionados jóvenes.

Aquel modelo de convivencia y fecundo diálogo entre las religiones que tan bien encarnaron debería ser valorado y adoptado por la clase dirigente en su conjunto. Se requiere convocar a los mejores, en todas las disciplinas; consensuar políticas básicas sobre temas claves, potenciando lo colectivo por sobre el interés individual y abriendo «instancias permanentes de diálogo que fortalezcan nuestra convivencia», como destacan los religiosos.

La Conferencia Episcopal difundió recientemente un duro comunicado en el que llama la atención sobre proyectos legislativos «que contradicen el discurso que dice cuidar a todos los argentinos como prioridad» y alientan a trabajar para «la máxima unidad posible en un cuerpo social herido».

Este cuerpo social tan maltrecho no debe perder capacidad de reacción. Ayer, la vicepresidenta Cristina Kirchner propuso públicamente un acuerdo «que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales» para solucionar «el problema de la economía bimonetaria». Al margen de que cualquier gran acuerdo nacional debería ir mucho más allá del problema que hoy suscita el dólar -que no es otra cosa que la brutal huida del peso argentino-, la expresidenta deberá brindar muestras mucho más claras de vocación por el diálogo luego de haberse cansado de silenciar los micrófonos de los senadores de la oposición y de exhibir su afán por desmantelar al Poder Judicial para asegurarse impunidad.

Es necesario distinguir entre palabras engañosas que proponen falsamente sortear una dolorosa división y los perversos actos que nos arrojan a las fauces del enfrentamiento. ¿Quién sacará partido del rédito? El Martín Fierro advertía que si entre hermanos se pelean, los devoran los de afuera. Pero hoy percibimos que el peligro no aguarda solo «afuera».

La institucionalidad y el respeto por las normas que rigen nuestra convivencia están en jaque y si cedemos a algunos intentos claramente dirigidos a ahondar las grietas en lugar de avanzar hacia la reconstrucción por el camino de los acuerdos y el consenso, habremos perdido la república. No habrá reformas sustentables sin acuerdos amplios y sinceros que permitan encarar soluciones de fondo en lugar de meros paliativos que apenas tornen más tolerable la agonía y la decadencia.

Abrir las mentes y los corazones para superar divisiones y entrar en la sintonía de los acuerdos y los consensos nos reconecta con la esperanza de un futuro mejor para nosotros y para nuestros hijos. Abogamos por la mejor acogida a la iniciativa que propone el IDI por parte de sectores relevantes del quehacer nacional; no deberíamos desperdiciar otra oportunidad.

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