El “cambio de época” en América Latina según el Papa Francisco

El “cambio de época” en América Latina según el Papa Francisco

Una reflexión de Guzmán Carriquiry en la víspera del viaje del Papa a Panamá

“¿Qué es lo que está pasando en América Latina?”, se preguntaba el papa Francisco en la presentación de mi libro “Memoria, coraje y esperanza a la luz del bicentenario de los países latinoamericanos”. Es una pregunta que tenemos que hacérnosla todos los latinoamericanos preocupados por la situación actual. Es una pregunta que tienen que hacérsela las comunidades cristianas y especialmente sus Pastores, porque importa mucho para situar la misión de la Iglesia. No estamos en tiempos aptos para sesudos análisis que tengan la pretensión de ser respuesta exhaustiva, pero no podemos no intentar iluminar, aunque sea en breves “flashes”, algunas situaciones que nos toca vivir, sufrir y afrontar con realismo esperanzador. 

 

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Comienzo por señalar que el papa Francisco ha repetido a menudo que más que en una época de cambios hemos entrado en un “cambio de época” (cfr. Aparecida, 33 y ss.). El mundo entero parece abocado a una convulsa y muy ardua transición epocal. ¿Quién no puede reconocer esto después del derrumbe de los regímenes totalitarios del mesianismo ateo, de la conclusión del mundo bi-polar, de la impresionante aceleración de las innovaciones tecnológicas, del despliegue de la globalización – dato mayor de nuestro tiempo - con toda su carga de ambivalencias, de un cambio cultural marcado por tendencias relativistas e individualistas que toca todas las dimensiones de la vida de las personas, familias, pueblos y naciones? El desmoronamiento de las narraciones ideológicas – primero del marxismo leninismo y, después de un breve resurgimiento, de la utopía liberal-capitalista de la auto-regulación del mercado – dejó obsoletos a muchos marcos mentales de juicio histórico e incrementó las dificultades para darse parámetros y criterios para juzgar y orientar la política en nuestro tiempo, a menudo reducida al ámbito de la lucha cotidiana por el poder, del pragmatismo cortoplacista, si no de la confusión. 

 

Parece muy claro que ahora estamos pasando sorprendentemente por una coyuntura histórica mundial de repliegue reactivo, es decir reaccionario, ante las más variadas situaciones de incertidumbre y de miedo. Son situaciones provocadas por el terrorismo, las migraciones de masa, los numerosos focos de la “tercera guerra mundial a pedazos”, el incremento de la violencia por doquier. Son también provocadas por las aceleradas transformaciones, por la tremenda depresión económica desatada por las crisis bancarias y financieras y por todas las penosas consecuencias sociales que arrastra una globalización que deja multitudes de excluidos, pero que también son sentidas como amenazas para vastos sectores de clases medias de países de alto y medio nivel de desarrollo. 

 

Esas situaciones de incertidumbre y de miedo se acrecientan y agudizan en poblaciones enteras que no encuentran sólidos pilares de referencia para la construcción de la propia existencia personal y colectiva. El desfibramiento de los tejidos familiares y sociales y, con ello, la gradual disolución de los vínculos de pertenencia y socialización, dificultan toda cohesión social y van dejando a la gente en vacíos y orfandades, en “todos contra todos” o “sálvese quien pueda”. 

 

La potente máquina de distracción (“divertissement”) y censura que opera por medio de la sociedad del consumo y del espectáculo ya no puede ocultar la confusión y la rabia que emergen por doquier. Incluso las democracias se viven en un tembladeral, desprovistas de fundamentos y virtudes, cada vez más sometidas a los influjos determinantes de poderes económicos y mediáticos, muy frecuentemente caracterizadas por corrupciones de todo tipo y, por eso, cada vez más erosionadas. No es de extrañar, pues, que mucha gente reaccione emotivamente, casi instintivamente, a veces con exuberancia irracional, dejándose guiar por el miedo y la rabia, y se aferre a las presuntas seguridades de nacionalismos estrechos, a las imágenes de los hombres (y mujeres) “fuertes”, a políticas autoritarias de orden y control social, a promesas ilusorias de regeneración social. Así descuellan la aventuras inciertas de las presidencias de Trump y Bolsonaro, entre otras. 

 

Hay quienes engloban toda esta coyuntura bajo el rótulo del “populismo”. Hay, sí, dosis de populismo cuando se cae en demagogia irresponsable, en la facilonería en afrontar los problemas y en el mero asistencialismo a los necesitados como clientelas políticas. Esta es una realidad de hoy, de ayer y de siempre. Sin embargo, como interpretación general de la situación actual está tan usada y desgastada últimamente, por pereza intelectual, que ya ha ido perdiendo sentido. Muy cierta es la distinción que el Papa Francisco plantea sobre “populismos” y “políticas populares”. En este sentido, se puede afirmar que hay populismos que se alimentan de las zozobras, los miedos, las rabias e incluso de tendencias xenofóbicas que sacuden al cuerpo social; y hay “políticas populares” cuando apuntan a promover la soberanía participativa de los pueblos, desde las entrañas de sus culturas, hacia la consecución de un bien común de inclusión y mayor justicia para todos. Muchas veces se ha usado ideológicamente el mote de “populista” para desvirtuar estas políticas populares, sobre todo por parte de quienes temen toda irrupción del pueblo en la escena pública que ponga en jaque los intereses de los potentados del “establishment”. 

 

La actual coyuntura expresa también el agotamiento de las izquierdas políticas e intelectuales, muy desconcertadas, mientras provoca la reacción contra sus tradicionales y “modernos” ideologismos. La crisis de credibilidad del marxismo-leninismo, por una parte, y el arrastrarse cansino y empobrecido de la social-democracia recostada en las sociedades de alto consumo, por otra, las han dejado huérfanas. En general, las izquierdas tradicionales han ido perdiendo toda inteligencia y capacidad reales de transformación social, no han sabido imaginar nuevos caminos para esa transformación en las condiciones económicas, tecnológicas y sociales de nuestro tiempo. Además, han ido sustituyendo u ofuscando, o también mezclando, cada vez más raídas proclamas e intenciones de transformación social con la aceptación acrítica de sub-productos culturales de las sociedades de alto consumo, con su relativismo hedonista, con sus formas de colonización cultural. 

 

No extraña, pues, que los “establihments” bienpensantes de la izquierda se hayan convertido en propagadores de discursos sobre la liberalización del aborto, los matrimonios homosexuales, el alquiler de los vientres femeninos, la facilonería para el divorcio, considerando todo ello como signos de “progreso” (“progreso” por cierto lanzado y sostenido por grandes agencias y corporaciones internacionales y convertido en mentalidad común). Es grave que las izquierdas se demuestren bastante incapaces de mirar la realidad con los ojos de los excluidos, “desechados y sobrantes”, y, a la vez, de proponer un proyecto nacional para el bien común de todos. Incluso la sacrosanta lucha por la dignidad de los pueblos indígenas, especialmente vulnerables y hoy muy amenazados, se ha reducido a menudo a un indigenismo ideológico, de pura denuncia, sin repensar y alentar grandes proyectos de realización efectiva de esa dignidad, condiciones materiales, económicas y espirituales para hacerla posible y una gradual integración de estos pueblos, respetuosa de sus tierras y culturas, en las sociedades nacionales a la altura del siglo XXI. 

 

La idolatría del poder y su ejercicio centralista y verticalista ha alejado las izquierdas políticas de los movimientos sociales y de la multiplicidad de modalidades de emergencia de la llamada “sociedad civil” y las ha mezclado en frecuentes situaciones de corrupción. Es sorprendente que los gobiernos de izquierda desalojados del poder en varios países de América Latina, y en otros subsistiendo en medio del fracaso, no hayan elaborado una severa autocrítica de los motivos de su derrota y, al contrario, queden encerrados en una apología engañosa y en una espera de su revancha. 

 

Dos pueden ser consideradas como excepciones. La primera es la de la Bolivia de Evo Morales, quien en sus sucesivos mandatos de gobierno, más allá de una retórica ideológica mas bien anacrónica, de no pocos excesos autoritarios y desplantes arbitrarios, ha sabido generar un crecimiento sostenido de la economía nacional, una modernización del país, una mejoría sustancial en las condiciones de vida de vastos sectores de población y una mayor autoestima del pueblo boliviano en su dignidad. 

 

(lamentablemente, la tentación presente de querer “eternizarse” en el poder le ha jugado una mala pasada). La otra es la de Andrés Manuel López Obrador, que cuenta actualmente con un enorme consenso popular en México y el control de gran parte de los poderes del Estado. Cierto es que hay que juzgarlo por sus hechos, y aún es demasiado pronto para hacerlo. Amlo hereda una situación “imposible”: un país violentado por una criminalidad que parece incontrolable (sobre todo por las redes del narcotráfico, la difusión de armamentos y una cultura de violencia), una economía que ve puntas de alta tecnología y productividad con un enorme atraso en zonas rurales, una desigualdad social escandalosa entre las más grandes fortunas del mundo y grandísimos bolsones de pobreza, incluso de miseria y exclusión (sobre todo en algunas zonas indígenas). Además, tiene que vérselas con la vecindad, por una parte, con el gigante del Norte y sus muros y, por otra, con el volcán centroamericano. López Obrador tiene la posibilidad de liderar un gran movimiento nacional y popular de regeneración y reconstrucción del país o puede sufrir la amenaza de reducirse poco a poco en una nueva versión del “ogro filantrópico” de la “revolución institucionalizada”. Puede movilizar lo mejor del “orgullo” nacional del pueblo mexicano, confiado en la “Morenita”, o dejarse llevar por colonizaciones ideológicas o culturales de conventículos elitistas. 

 

En todo caso, ante la obsesión de la administración norteamericana por el muro divisorio, las imágenes caricaturales que se propagan en Estados Unidos sobre los hispanos acusados de ser focos de delincuencia y las discriminaciones, persecuciones y deportaciones que sufren los hispanos en ese país, todo honesto latinoamericano tendría que repetirse: “somos todos mexicanos”. México juega su destino en su capacidad de seria y firme negociación con el gigante del Norte y en su solidaridad e integración más estrechas con sus países hermanos de América Latina, y en especial con los centroamericanos. 

 

¡Qué lamentable que la consigna y utopía de un “socialismo del siglo XXI” queden degeneradas por el régimen autocrático y cada vez más liberticida del presidente Maduro, en total fracaso económico y miseria social! No obstante ello, las élites opositoras se demuestran cada vez más divididas en su mezquindad e incapaces de proponer un gran proyecto alternativo de reconstrucción nacional y movilización popular. Cuba importa para toda América Latina: la solidaridad latinoamericana, de sus pueblos, de su destino, es importante más allá de los regímenes y gobiernos en que se realiza. Por eso, muchas y variadas voces latinoamericanas manifestaron su disgusto y reprobación por el hecho que la promisoria normalización de sus relaciones con los Estados Unidos, después de décadas en que se fue arrastrando una suerte de guerra fría, haya quedado suspendida y vuelvan a prospectarse pasos atrás amenazadores. 

 

Sin embargo, ¿cómo no reconocer que el “socialismo real” cubano conlleva el límite congénito y las consecuencias muy pesadas de su régimen leninista y colectivista, y, por eso, no ha logrado dar mejores respuestas a las notorias limitaciones a las libertades públicas y sobrevive económicamente, sin poder ya poner como excusa el asedio y el odioso embargo del gigante del Norte? 

Por cierto, no se advierten otros caminos alternativos en curso en los diversos países latinoamericanos. Reaccionando contra mucha corrupción, Argentina no logra zafarse de su pantano; el país continúa sumido en una crisis más que amenazadora, aferrada a políticas neoliberales que no dan otro fruto que la zozobra permanente y la dependencia del Fondo Monetario Internacional, con una pobreza creciente, en medio de una conflictualidad agresiva, permanente e incontrolable – concentrada sobre todo en el gran Buenos Aires -, una sociedad desfibrada y sin caminos alternativos, por el momento, que abran horizontes de razonable esperanza. 

 

Perú ha vivido muchos años de fuerte y sostenido crecimiento económico, pero la mezquindad y corrupción de sus cúpulas políticas lo han sumido en la confusión. Y Colombia arrastra un necesario proceso de pacificación, en medio de fuertes resistencias; es país gobernado por la red de familias de sus “notables” sobre muy vastas muchedumbres de pobres y excluidos que pueden llegar a ser una bomba de tiempo. La ya tradicional cultura de la violencia que azota Colombia está alimentada por la presencia capilar del narcotráfico y de sus virus de corrupción. Queda Chile, único país mas bien exitoso en su política económica neoliberal – interior y exteriormente – mantenida con cierta continuidad, sin cambios sustanciales, entre los “Chicago boys” del régimen de Pinochet, los gobiernos de la concertación social-democrática y el actual del presidente Piñera, con grandes disparidades sociales. La importante reconquista y consolidación democráticas dejando atrás los tiempos de dictadura deja paso ahora a una profunda crisis de las mayores instituciones del país. 

 

El papa Francisco mantiene en alto la perspectiva y utopía de la “Patria Grande”. La integración latinoamericana es una necesidad y una prioridad ineludible y urgente, que está inscrita en nuestra vocación y destino. Así lo reconocía Juan Pablo II cuando, inaugurando la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1992, señalaba: “Es grave responsabilidad (de los gobernantes) el favorecer el ya iniciado proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”. “No hay por cierto otra región que cuente con tantos factores de unidad como América Latina (...) – escribieron los Obispos latinoamericanos en el documento de Aparecida, n. 527 -, pero se trata de una unidad desgarrada porque atravesada por profundas dominaciones y contradicciones, todavía incapaz de incorporar en sí ‘todas las sangres’ y de superar la brecha de estridentes desigualdades y marginaciones”.

 

Obviamente, estos factores de unidad están lejos de reducir la realidad latinoamericana a la uniformidad, sino que se conjugan y enriquecen con muchas diversidades locales, nacionales y culturales. No hay otro camino que la integración para ampliar los mercados y concertar una economía de escala que favorezca la industrialización, especialización, innovación tecnológica, los “tradings” productivos y un crecimiento auto- sostenido. Es condición indispensable para enfrentar las exigencias impostergables de la lucha contra la pobreza, de la dignidad del trabajo para todos y de mayores condiciones de equidad en un sub-continente que tiene el lamentable record de albergar abismales desigualdades sociales. La integración política y económica es la única posibilidad de contar con un propio peso en el concierto internacional con un mínimo de audiencia y de capacidad de imponer respeto. Helio Jaguaribe y Methol Ferré, entre otros, supieron evidenciar con clarividencia todos los desafíos y alternativas de la integración latinoamericana en los emergentes escenarios globales. 

 

Lamentablemente el Mercosur, proyecto histórico fundamental desde una alianza argentino-brasileña-chilena, se ha ido empantanando desde hace demasiado tiempo y está sumamente desfibrado. Hoy es apenas una tenue zona de limitado libre comercio, sometido a las presiones e intereses de corporaciones de los diversos países. Los gobiernos de centro- izquierda de Brasil y Argentina se interesaron sólo por un Mercosur político, que quedaba “flotando” sin dar pasos importantes de integración económica, de gobierno supranacional y participación popular. Hoy parece que los gobiernos de los grandes países implicados, más que refundar y relanzar el Mercosur, prefieren irlo sepultando o reduciéndolo a mínima expresión; ¡sin embargo, está destinado a resurgir de sus cenizas cuando se afronte con inteligencia y valentía el bien común de nuestros pueblos y naciones! Sólo la Alianza para el Pacífico ha emprendido un camino de integración que habrá que seguir con atención. La integración centroamericana marcha adelante, pero se necesitan líderes clarividentes y audaces que tengan presente que los 6 países que la componen, por separado, están como condenados a ciclos periódicos de depresión y violencia. Las actuales migraciones centroamericanas son un signo muy claro de ello. Se necesita apuntar a la creación de una Confederación centroamericana. 

 

Se está requiriendo una vasta obra de educación y movilización de modo que la integración latinoamericana no se reduzca a los humores y veleidades de las elites sino que arraigue en los pueblos y que vayan formándose grandes consensos populares, transversales a todos los países en pos de esa integración. Importantísimo es educar, conmover y movilizar las juventudes latinoamericanas con el ideario de construcción de su “Patria Grande”. Mientras tanto, quedamos a la espera de líderes y voluntades políticas más inteligentes, determinadas y apasionadas para dar nuevo ímpetu regional, nuevas realizaciones concretas y nuevos horizontes a la integración y unidad latinoamericanas. 

 

En el Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos tengamos bien presente que esa integración es condición necesaria para reafirmar hoy nuestra independencia contra todas las amenazas de nuevas modalidades de colonizaciones económicas, culturales e ideológicas que ya mismo atentan contra el bien de nuestros pueblos. 

 

Si la mirada de un atento observador recorre y recapitula las pasadas décadas de América Latina, se queda asombrado de cuánto la región continúe a depender de las variables políticas y económicas del concierto internacional y de cuánto fluctúe en su conjunto de virajes periódicos. Los horizontes que aparecen como cerrados, de golpe van abriéndose en forma reactiva al período anterior, pero poco se aprende de lo ensayado y vivido en cada coyuntura mundial y latinoamericana. No es para quedarse sentados esperando que pase la actual “racha” y soñando con un mañana mejor. ¡No! Se trata de empeñarse para ir animando, a través de las más numerosas y variadas acciones, convergentes en lo posible, procesos y experiencias de una convivencia en la que el pueblo pueda ejercer la fraternidad, sin desesperar, aguardando “confiadamente y con astucia los momentos oportunos para avanzar en la liberación tan ansiada” (Documento de Puebla, n. 452).

 

“Los pueblos, especialmente los pobres y sencillos – escribió el papa Francisco en la presentación de mi libro “Memoria, coraje y esperanza a la luz del Bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos” – custodian sus buenas razones para vivir y convivir, para amar y sacrificarse, para rezar y mantener viva la esperanza. Y también para luchar por grandes causas”. “Necesitamos cultivar y debatir – prosigue el Papa – proyectos históricos que apunten con realismo hacia una esperanza de vida más digna para las personas, familias y pueblos latinoamericanos. Urge poder definir y emprender grandes objetivos nacionales y latinoamericanos, con consensos fuertes y movilizaciones populares, más allá de ambiciones e intereses mundanos y lejos de maniqueísmos y exasperaciones, de aventuras peligrosas y explosiones incontrolables”. 

 

* secretario encargado de la vicepresidencia de la Pontificia Comisión para América Latina

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