Romero Beato y los otros 500

Romero Beato y los otros 500

Un reconocimiento de la mejor tradición eclesial latinoamericana y su americanización. Con muchos más en lista de espera

Por Alver Metalli 

San Salvador

Todo se ha cumplido. Las palabras que debían ser dichas, fueron pronunciada por quien debía hacerlo, y el pueblo al que estaban dirigidas se concentró masivamente para escucharlas. Francisco, el Papa llamado a Roma desde la periferia, acreditó a Romero delante de la Iglesia toda como “uno de sus  hijos mejores”, el cardenal que vino desde Roma a la periferia, el prefecto Angelo Amato, lo adscribió a la tradición de santidad de la Iglesia latinoamericana. Un beato “americano” cuyo ministerio se distinguió “por una especial atención a los más pobres y a los marginados”: fueron los dos aspectos fundamentales del rito que hoy se celebró bajo el sol ardiente de San Salvador, tras una vigilia azotada por un violento temporal. Con Romero se ha hecho un reconocimiento a la mejor tradición eclesial latinoamericana y al mismo tiempo se la ha propuesto como modelo a seguir para toda América. Una tradición que en el Concilio tuvo un fuerte proceso de maduración y en las asambleas de Medellin (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007) importantes nodos de autoconciencia incluso en el plano teológico, o más laicamente, teórico. La visión de Romero es una expresión auténtica de la manera como la Iglesia lleva los hombres a la salvación. Esto es lo que quedó definitivamente sancionado.

Es sabido que los 35 años que debieron pasar para llegar al acto de este 23 de mayo tuvieron épocas de gran impulso y otras de estancamiento, aceleraciones y verdaderos empantanamientos. Varios de los celebrantes que se sucedieron en el templete erigido en la plaza Salvador del Mundo se refirieron a ese punto. En reiteradas oportunidades, sobre todo entre el 2000 y el 2005, el Vaticano requirió investigaciones suplementarias o la profundización de algunos aspectos que no se consideraban suficientemente claros en el pensamiento y en la praxis de Romero. Que fuera ajeno a las actividades guerrilleras como inspirador intelectual, incluso indirecto, es uno de ellos. . Más aún, fue el punto donde se concentró la resistencia más encarnizada. El historiador italiano Morozzo della Rocca, biógrafo e influyente partidario de la postulación, al llegar a El Salvador se refirió expresamente a “la oposición de obispos latinoamericanos de derecha convencidos de que Romero era subversivo” y a “la exaltación de Romero como figura revolucionaria, junto con el Che Guevara y Salvador Allende”. Y que ambas se alimentaban recíprocamente.

Pero todas las sospechas quedaron resueltas por el análisis minucioso  de la enorme mole de material que pasó bajo la lupa, sin dar margen para la duda ni nada por descontado. Romero mantenía en orden su correspondencia, registraba las citas, tomaba nota de los encuentros y de las conversaciones, llevaba un diario, como si inconscientemente –aunque en los últimos tiempos sí era consciente- conociera su propio destino y se estuviera preparando para el examen de un futuro tribunal eclesiástico. La eclesialidad de su inspiración fue plenamente reconocida por los múltiples escrutadores. La muerte sobre el altar con el cáliz en la mano fue la muerte de un ministro de Dios, las palabras que pronunció desde el púlpito fueron las de un sacerdote de Cristo, el testimonio que dio con su vida acercó el misterio de Dios y de la salvación a los hombres de su tiempo, que en El Salvador se caracterizaba –dijo el Papa en su carta escrita en latín- “por una difícil convivencia”. Y la causa tomó velocidad, hasta la aceleración final que le imprimió el Papa. Francisco, como latinoamericano, se encontraba en las mejores condiciones para comprender al obispo centroamericano.

Desde el momento en que el expediente de Romero empezó a escalar posiciones para convertirse en una prioridad de la Congregación para los Santos, hasta el momento en que fue proclamado el carácter martirial de su muerte, transcurrió menos de un año. Algunos meses más tarde se anunció la beatificación, luego se eligió la fecha para celebrarla, la fecha de hoy. Poco tiempo, demasiado poco para que la sociedad y la Iglesia salvadoreña en su totalidad pudieran asimilar la trascendencia de lo ocurrido. Hará falta más tiempo para que Romero se convierta en el mártir de todos, en el mártir de la concordia y de la paz, de la unidad y de la reconciliación, para usar las palabras del Papa; pero ahora el tiempo corre en la dirección correcta, es un tiempo favorable. Romero todavía no es un santo americano, como quisiera su hagiografía. En el sur, en Argentina, Romero nunca recibió la atención que hoy se le concede; en Brasil algo más, casi nada en Chile y muy poco en Paraguay. Pero llegará a serlo. La propagación de su figura se apoya en los acentos de este pontificado que lo latinoamericanizará y americanizará completamente, convirtiéndolo en una expresión de la “Ecclesia in America” de wojtyliana memoria. Romero y Junípero Serra, que será beatificado dentro de pocos meses en California –el cardenal Amato nombró ambos en su homilía- marcharán juntos por los caminos del continente.

Sú último sucesor, el arzobispo de San Salvador José Luís Escobar Alas, se refirió en estos días a Romero como una figura “sumamente carismática y atractiva”. Lástima, agregó que “se lo conozca poco y peor aún que se lo haya difamado”. Todavía faltan tres años para celebrar el centenario de su nacimiento, el 15 de agosto de 1917. La Iglesia de El Salvador se propone aprovechar a fondo este tiempo para que se conozcaa al beato Romero en toda su estatura humana y cristiana. Cada año está dedicado a un tema. El primero, que acaba de terminar, tuvo como lema “Romero hombre de Dios”; el segundo comenzará en el mes de agosto y  hablará de “Romero hombre de Iglesia, pastor y sacerdote”. El tercero, desde agosto de 2016  hasta agosto de 2017, estará centrado en la relación del obispo beato con los pobres.

 “¡Hubo tanta santidad en América!” dijo el Papa Francisco en la carta que escribió para la celebración. En El Salvador todavía queda mucha por desenterrar. El atormentado país centroamericano está destinado a ser una usina de mártires y ya hay varios en lista de espera. Rutilio Grande, cuyo cadáver veló Romero la noche del 12 de marzo de 1977 –como recuerda su ex secretario y posterior biógrafo y postulador, Jesús Delgado, trazando una sumaria biografía del beato- es el primero. Luego los jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), asesinados el 16 de noviembre de 1989: el rector, Ignacio Ellacuría, junto con sus compatriotas españoles Ignacio Martín Baro, Segundo Montes, Amando López y Juan Ramón Moreno, y el salvadoregno Joaquín López, así como la cocinera Elba Julia Ramos y su hija de quince años, Celina Mariceth Ramos. Un caso no citado pero que está cerca de salir a la luz es el de cuatro religiosas de la congregación Maryknoll, torturadas y asesinadas tres meses antes que Romero, el 2 de diciembre de 1980: sor Ita Ford, sor Maura Clarke, sor Dorothy Kazel y la laica Jean Donovan. Luego un número grande de sacerdotes, catequistas y seminaristas muertos antes y después de Romero. “Estamos estudiando más de 500 casos y hemos instituido una comisión especial para que trabaje en ello”, declaró José Luis Escobar Alas, séptimo obispo de la diócesis y sucesor del mártir, que desde hoy también es beato.

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