El nuevo jefe de la Iglesia austriaca toma el relevo de la disidencia

El nuevo jefe de la Iglesia austriaca toma el relevo de la disidencia

Prácticamente el último pronunciamiento del hasta ahora presidente de la Conferencia Episcopal de Austria, el arzobispo de Viena cardenal Christoph Schönborn, fue para criticar el “no” de Doctrina de la Fe, refrendado por el Papa, a las bendiciones eclesiales a las uniones homosexuales. Y casi el primero de su sucesor, el arzobispo de Salzburgo Franz Lackner, va en el mismo sentido.

 

El “no” de la Congregación para la Doctrina de la Fe a las bendiciones rituales de uniones homosexuales está resultando para la Iglesia algo así como el asesinato del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo: la chispa que desencadene el cisma larvado durante años en el catolicismo, la división de aguas que hace explícita la creciente sima en dos sectores eclesiales cada vez más difíciles de reconciliar.

A numerosos fieles les ha supuesto, a la vez, cierto alivio en la confirmación de la doctrina perenne desde Roma y la rectificación tardía, pero necesaria, de un abuso de hecho en buena parte del clero. Pero en muchos comentaristas, sacerdotes, teólogos e incluso prelados ha caído como una bomba, como la enésima decepción ante este papado que, a sus ojos, amaga pero no acaba de dar.

Se suceden las críticas desde las instancias más altas, y el último ha sido el recién nombrado presidente de la Conferencia Episcopal de Austria, el obispo de Salzburgo Franz Lackner, quien se ha ‘estrenado’ atacando la nota de Doctrina de la Fe: «Si en las relaciones homosexuales se viven valores como el amor, la amistad, el cuidado o la responsabilidad, esto merece respeto y una respuesta positiva de la Iglesia. Cuesta creer que la Iglesia no permita ningún acompañamiento ritual”.

Cuesta más creer que la Iglesia, depositaria de una verdad eterna, pueda pasar de considerar pecado abominable una situación para pasar a darle una bendición en nombre del mismo Cristo. Si la Iglesia fuera capaz de ‘equivocarse’ durante milenios de modo tan escandaloso en un aspecto tan central como la concepción de la sexualidad humana, ¿por qué habría de creerse ningún nuevo planteamiento? Si, por el mero paso del tiempo y las modas ideológicas del siglo, el pecado puede convertirse en virtud digna de bendición eclesial, ¿por qué sabemos que mañana no va a decretarse lo que hoy merece bendiciones como digno de execración? ¿Qué hay fijo y, por tanto, revelado por un Dios que no cambia?

Lackner, en sus primeras declaraciones públicas, reconoce que no esperaba una decisión como la refrendada por Francisco, sobre todo por el debate suscitado por “los distintos episcopados” (sospechamos que ninguno de África o Asia) para «abordar los deseos y necesidades de las parejas del mismo sexo».

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