“Su nombre era María”

“Su nombre era María”

Una reflexión mariana

 

Mayo es el mes dedicado a María. La Congregación de Ritos le reconoció en 1933 el título de «Reina de Palestina», que se hizo particularmente querido por la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén; con ese acto se acogía el deseo del Patriarca latino Luigi Barlassina, que en 1920, es decir, hace cien años, la invocó por primera vez con ese título, y en 1927 hizo construir un santuario en Deir Rafat.  

 

El evangelista san Lucas escribe su nombre por primera vez cuando habla de la misión confiada por el Eterno al Ángel Gabriel que fue a Nazaret.

María era un nombre común en Palestina: la hermana de Moisés y Aarón se llamaba Miriam (María) y en la época de Jesús conocemos con ese mismo nombre a la madre de Santiago (el menor) y de José, María de Betania y María de Magdala.

En Nazaret, entre los amigas del pueblo, María era conocida como una joven comprometida con José; después del nacimiento de su Hijo sería conocida también como la madre de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3). Nazaret era la tierra donde María había vivido, jugado y soñado cuando fue adolescente, conocía la Historia sagrada, ejerció su fe en el Altísimo, aceptó su voluntad; en Nazaret el Ángel Gabriel le pidió su consentimiento para convertirse en la madre del Hijo de Dios; después de Belén y la huida a Egipto, volvió a vivir allí con José. Guardaba desde siempre dos «secretos» en su corazón: el primero relacionado con su emoción por haber sido llamada «llena de gracia» por el Ángel, y el segundo al saber que iba a concebir un hijo aun siendo virgen. Eran cuestiones íntimas y profundas, no fáciles de comunicar y comentar. San Lucas los menciona porque, evidentemente, un día ella habló de ellos y él quiso dejar un rastro en su relato sobre la encarnación del Hijo de Dios. Era indispensable porque estaba en juego el origen divino de Jesús y la propia obra de redención. El «Sí» inicial de María se convirtió así en el punto de partida de un proceso que terminaría con el último «Sí» bajo la cruz; los dos «fiat» se vuelven inseparables. 

También fue inolvidable en la vida de María el momento en que, al encontrarse con su prima Isabel al ir a visitarla debido a su embarazo avanzado, fue bendecida por esta diciendo: Bendita tú entre las mujeres, bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá (Lc 1, 42. 45). Momento memorable, palabras sorprendentes, recuerdos que se convirtieron en compañeros de vida y puntos de referencia, incluso en la hora más oscura de su vida. No hay nadie que, al aprender la primera de las oraciones marianas, no repita, como súplica y alabanza: Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. 

En la vida pública del Hijo, María no aparece muy a menudo; permanece en la penumbra; el evangelista Juan dice que está presente en las bodas de Caná de Galilea, donde se la indica como «su madre» (Jn 2, 1); Marcos, en otra ocasión, la menciona de la misma manera, cuando los parientes enviaron a buscar a Jesús que estaba enseñando y donde parecía casi escapar de la relación de sangre para establecer una nueva: «El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).

Ya en Caná de Galilea, cuando la llama con el término «mujer» en lugar de «madre», Jesús parecía haberse distanciado de ella; pero en la cruz, «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26) tuvo lugar la conclusión de la relación temporal entre María y Jesús se la entregó a Juan, «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27); allí se definió su nueva misión materna. Encomendándola a Juan - «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19, 27) - María pasó a formar parte de la nueva familia que se estaba formando. Efectivamente, desde entonces pertenecerá inseparablemente a la Iglesia. Y como tal la encontramos mencionada por última vez en el Nuevo Testamento, mientras perseveraba en la oración con los Apóstoles el día de Pentecostés (cf. Hechos 1, 14). María, por lo tanto, adquiere una dimensión no sólo cristológica (por su maternidad física y por ser la primera educadora de su hijo junto con José), sino también eclesiológica; en este contexto cabe destacar que, con su feminidad, equilibró la presencia de los Apóstoles ya que la aceptación de la gracia se había producido desde el principio en la dimensión femenina. Es grato citar aquí una expresión significativa y esclarecedora de Benedicto XVI, que escribió que «La Iglesia, en su estructura jurídica, está fundada sobre Pedro y los Once, pero en la forma concreta de la vida eclesial son siempre las mujeres las que abren las puertas al Señor, lo acompañan hasta el pie de la  cruz y así lo pueden encontrar como Resucitado» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret - De la entrada en Jerusalén a la Resurrección, p.306).

Si María ya no está sola al pie de la cruz, desde entonces tampoco lo estará para la eternidad; será la parte más preciosa de la nueva familia, la Iglesia, que en la persona de Juan la acogió con inmenso afecto; pero sobre todo será Ella la que no la dejará nunca más; La encontramos, de hecho, siempre y en todas partes y, en nuestros tiempos, en Lourdes en el contexto de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción; en Fátima como signo de esperanza después de la terrible Primera Gran Guerra; en Sheshan (China) consolando a los cristianos perseguidos; en Czestochowa como defensora de la nación polaca; en Guadalupe identificándose con los nuevos pueblos de América Latina; en Deir Rafat como Reina de Palestina; y también en Aparecida (Brasil), Vailankanni (India), Altötting (Baviera), Mariazell (Austria), Loreto, Pompeya, Argel; Además, también asume el rostro de las Yazidis humilladas y vendidas en los mercados de Isis de Mossul y Raqqa, mujeres desfiguradas por el ácido a manos de hombres locos y violentos, víctimas de feminicidio, madres esterilizadas sin su conocimiento, víctimas de tráfico sexual, mujeres privadas de dignidad y libertad; e incluso ella es la madre de todos los marginados, los que han sido reducidos a la pobreza por la droga, la falta de trabajo y las innumerables injusticias humanas, así como el apoyo de todas aquellas madres que han ofrecido su existencia por sus hijos. Para terminar, ella es un icono primordial de las innumerables mujeres consagradas que acarician a todos con su oración de consuelo espiritual.

Estamos seguros de que la fe de María nos da a Jesús, pero también nos da a Dios.

 

*Gran Maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén

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