Mons. Castagna: “La ausencia de fe en Dios constituye un mal existencial indisimulable”

Mons. Castagna: “La ausencia de fe en Dios constituye un mal existencial indisimulable”

“La ausencia de fe en Dios constituye un mal existencial indisimulable, a pesar de la posición ideológica con la que se la intente ocultar. Para responder a la cuestión es más necesario el profeta que el filósofo. La propuesta simple del profeta se apoya en la sabiduría de su Representado, no en la que provenga de su limitada habilidad intelectual. No lo entiende así el denominado ‘agnosticismo’, tan en boga entre algunos intelectuales destacados de nuestro medio”, aseguró el arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna.

El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, recordó que “el Evangelio, predicado por los apóstoles y la Iglesia, no es una fórmula para la prosperidad y el bienestar temporal sino el proyecto revelado para construir, desde aquí, el Reino de Dios. No obstante, su perfección está situada en la eternidad. Es entonces cuando se produce el Bien que anhelamos, logrado únicamente allá, con el abrazo tierno y paterno de Dios”, y lamentó que sea “mínimo el lugar que la moderna cultura le ofrece”. 

“Muchos hombres y mujeres, desde la más tierna infancia hasta la ancianidad, avanzan - hacia el drama temido de la propia muerte - desprovistos de esta trascendente perspectiva”, sostuvo en su sugerencia para la homilía dominical. 

“La ausencia de fe en Dios constituye un mal existencial indisimulable, a pesar de la posición ideológica con la que se la intente ocultar”, advirtió. 

Monseñor Castagna indició que “para responder a la cuestión es más necesario el profeta que el filósofo”, porque “la propuesta simple del profeta se apoya en la sabiduría de su Representado, no en la que provenga de su limitada habilidad intelectual”. 

“No lo entiende así el denominado ‘agnosticismo’, tan en boga entre algunos intelectuales destacados de nuestro medio”, aseveró. 

Texto de la sugerencia1.- La fe en Dios. Nos hemos referido continuamente a la fe. No a cualquier tipo de fe. Recibiríamos respuestas contradictorias si preguntáramos qué se entiende por fe. Jesús formula, en nuestro lenguaje humano, la respuesta exacta: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí” (Juan 14, 1). La fe, que Jesús elogia en quienes la manifiestan, es la que vincula con Dios y, por lo mismo, con Él como Señor y Mesías. La que conduce a la salvación establece una relación directa con el Dios personal. Al mismo tiempo es la que concluye en la respuesta de Pedro, a la pregunta del Cristo glorioso: “Pedro, ¿mi amas?” La fe sin amor (“sin obras”) está muerta (Santiago), no es más que una palabra sin sentido en la vida corriente. La importancia que Jesús otorga a la fe en Dios devela el secreto medicinal, que el corazón enfermo por el pecado necesita, para su recuperación. La insistencia en la reiteración de la enseñanza pone de manifiesto la gravedad de la hora. No convierte al hombre en una arcilla de por sí inactiva. Es personal exigencia de respuesta libre y liberadora. La fe compromete la decisión de la persona humana, predisponiéndola para el perdón y la reconciliación. 

2.- El hombre ¿un ser engañado? El hombre es un ser inquieto, necesitado del sosiego de la verdad que sólo Dios otorga. Es un despropósito buscar la paz al margen de Dios. No se hallará más que conflicto y destrucción: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!” (Juan 14, 27). Si este no es un mensaje de auténtica actualidad, el que la sociedad intenta imponer, como progreso y modernidad, constituye el más viejo de los engaños. La verdad siempre mantiene una inocultable actualidad, no así la trampa y la mentira. El mal - o el pecado - constituye a la persona humana en un ser engañado, sin restarle responsabilidad moral por ello. Adán y Eva pecaron y recibieron el castigo infligido por el mismo pecado cometido. El Venerable Papa Pio XII afirmó, con honda preocupación, que el mundo - de hace setenta años - había perdido el sentido del pecado. Hoy, es preciso reconocerlo, aquel lúcido y profético diagnóstico no ha perdido vigencia e idéntica gravedad. El antídoto para tal mal es la acción evangelizadora, reactivada y renovada. Debiéramos escuchar al santo Apóstol Pablo en su Carta a los romanos: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (1, 16). 

3.- Sólo la fe da respuesta a la muerte. El Evangelio, predicado por los Apóstoles y la Iglesia, no es una fórmula para la prosperidad y el bienestar temporal sino el proyecto revelado para construir, desde aquí, el Reino de Dios. No obstante, su perfección está situada en la eternidad. Es entonces cuando se produce el Bien que anhelamos, logrado únicamente allá, con el abrazo tierno y paterno de Dios. Es mínimo el lugar que la moderna cultura le ofrece. Muchos hombres y mujeres, desde la más tierna infancia hasta la ancianidad, avanzan - hacia el drama temido de la propia muerte - desprovistos de esta trascendente perspectiva. La ausencia de fe en Dios constituye un mal existencial indisimulable, a pesar de la posición ideológica con la que se la intente ocultar. Para responder a la cuestión es más necesario el profeta que el filósofo. La propuesta simple del profeta se apoya en la sabiduría de su Representado, no en la que provenga de su limitada habilidad intelectual. No lo entiende así el denominado “agnosticismo”, tan en boga entre algunos intelectuales destacados de nuestro medio. 

4.- El acontecimiento de la Pascua nos proyecta a la eternidad. Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se sitúa en la línea de los profetas de Israel, pero, los supera a todos, porque lleva a plenitud todo profetismo. Es Dios, no un vocero de Dios, y en Él, el ministerio profético - activo en la Iglesia - es una acción que lo representa legítimamente. Nuestra sociedad se debate entre la búsqueda de nuevas perspectivas - al servicio de un futuro más humano - y el peligro del final catastrófico de su agotado y exánime planeta. En el Misterio de la Pascua, que acabamos de celebrar, Dios se hace cargo de nuestra salvación. Cristo es el Dios Salvador. Debe ser anunciado al mundo y celebrado, para que todos tengan la oportunidad de adherirse a Él y lograr su auténtica felicidad.

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