El misterio del Vaticano II

El misterio del Vaticano II

Uno de los puntos más curiosos del polémico Traditionis custodes es la instrucción que da el Papa a los obispos para que se aseguren de que los pocos que aún puedan asistir a la celebración de la Forma Extraordinaria acepten expresamente el Concilio Vaticano II.

 

No Nicea, ni Calcedonia, ni Trento; no la Tradición al completo, no la Doctrina Perenne, no: el Vaticano II. Delata una especie de obsesión que parece responder más a cuestiones cronológicas que a preocupaciones eclesiales. Me explico.

El Vaticano II es un extraño concilio para pedir que se acepte. No define verdades de fe, por expreso deseo de su iniciador, San Juan XXIII, que quiso hacer de él un concilio eminentemente pastoral, fundamentalmente diferente de los veinte anteriores. También es suya la consigna que habría de condicionar la reunión apostólica: ‘aggiornamento’, es decir, ‘actualización’, puesta al día.

Eso lo hace, inevitablemente, efímero, al menos, en muchos de sus efectos. Porque centrarse en el hoy es inevitablemente envejecer muy deprisa. De hecho todos conocemos el efecto por el que algo reciente pero desfasado nos parece más anticuado que lo que, siendo cronológicamente más viejo, se hizo o formuló con pretensiones de eternidad, basado en verdades permanentes.

Así que, al menos en lo pastoral -y, recuérdese, es un concilio fundamentalmente pastoral-, los documentos del Concilio y, sobre todo, su famoso y elusivo ‘espíritu’, reflejan las preocupaciones y debates del mundo en un tiempo histórico muy concreto, preocupaciones y debates que ya no son los de hoy. Si es, en cambio, el tiempo en que buen número de prelados que hoy constituyen la cúpula eclesial despertaban al mundo e iniciaban su ministerio sacerdotal, como el propio Francisco.

Aquel era un tiempo revolucionario en la sociedad secular, es decir, un tiempo en el que los ‘maestros de pensar’, los intelectuales, habían decidido que nada o casi nada de lo pasado valía ya y era necesario crear la cultura de cero. Y esa pulsión por rehacer el mundo se reflejó inevitablemente en la atmósfera del concilio.

Por otra parte, como concilio principalmente pastoral, centrado, pues, en la misión de llevar a Cristo el mundo de su tiempo, su eficacia es perfectamente medible: un absoluto desastre, como el de la New Coke que sacó Coca-Cola hace unas décadas.

Es insincero el hábito de evitar la medición concreta de los fines perseguidos explícitamente por el Concilio. Y el resultado es fácil de comprobar por cualquiera, porque fue muy rápido y se extiende hasta nuestros días: caída en picado de fieles, iglesias vacías, ignorancia doctrinal, desaparición del catolicismo como factor de influencia en la cultura… Da igual el criterio que utilicemos. En la preocupante Alemania de hoy, la que está al borde del cisma, menos del 6% de los católicos va a misa. ¿Y el gran problema es la Misa Tradicional, de verdad?

Coca-Cola reaccionó a la nula aceptación del nuevo producto, sepultó sus ilusiones, y volvió a dar al público el producto de siempre, que es el que querían. Pero la jerarquía eclesiástica sigue fingiendo que el postconcilio supuso una ‘Primavera de la Iglesia’.

Es históricamente común en los ciclos revolucionarios que, cuando primero se ve la absoluta ineficacia de las medidas revolucionarias para lograr los fines propuestos, la reacción del poder sea aumentar la dosis. No se ha ido demasiado lejos, es la conclusión, con resultado invariablemente nefastos.

Ese es el papel de Francisco. Desde el inicio de su pontificado hizo explícito que consideraba su misión llevar a término las promesas del concilio. Complacía así a una camarilla de añosos teólogos católicos, para quienes los dos pontificados anteriores y muy especialmente el de Benedicto constituían “intentos contrarrevolucionarios” con respecto al concilio o, mejor, al postconcilio.

No sin razón. Ratzinger, originalmente en el ala revolucionaria, había llegado a vivir con los ojos muy abiertos la devastación de los años sesenta y setenta y se convirtió en figura señera de la llamada ‘hermenéutica de la continuidad’, por la que el Vaticano II solo cabía interpretarlo a la luz de la Tradición de la Iglesia. Y Summorum pontificum fue una pieza clave de este proyecto.

Con su nuevo motu proprio derogatorio, Francisco hace mucho más difícil sostener argumentalmente esa hermenéutica de la continuidad y parece dedicar un guiño a la escuela contraria, la de la hermenéutica de la ruptura, según la cual el concilio alumbró una nueva Iglesia, rompiendo con la tradición de siglos anteriores.

 

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