Irving Gatell / Los judíos, sin Jerusalén, no son nada. Lo sabían los árabes. Lo sabían los judíos.

Irving Gatell / Los judíos, sin Jerusalén, no son nada. Lo sabían los árabes. Lo sabían los judíos.

El rey no quería ir a la guerra. Lo engañaron. Le llamaron por teléfono desde El Cairo y le mintieron. Le dijeron que los israelíes habían atacado posiciones jordanas; le dijeron también que Israel estaba siendo derrotado en Sinaí y en Siria, que era el momento propicio para atacar, porque entonces Jordania podría quedarse con mucho del territorio que en ese momento era del Estado judío.

El rey no quería ir a la guerra, pero Nasser lo convenció. ¿Cómo dudar de Gamal, si era el gran líder árabe, el califa de esa generación? Nasser, el carismático presidente egipcio que se anotó un éxito formidable al sacar a los ingleses y franceses de Suez, expropiando el canal y devolviéndolo al pueblo egipcio, su único y legítimo dueño.

¿Cómo dudar de él, si era el único capaz de llevar a buen fin el tan anhelado proyecto de unificar a la Gran Nación Árabe? Bajo el liderazgo de Nasser, cada vez se veía más próxima la posibilidad de construir la República Árabe Unida, desde Marruecos hasta Irak.

Lo único que estorbaba era Israel

Era una pulga, apenas un pedacito de terreno perdido en un rincón junto al Mar Mediterráneo, pero los árabes no podían tomar su existencia de otro modo que no fuera una afrenta.

Indigno, decían, que los judíos quieran ser independientes, cuando pueden ser súbditos y vasallos de los árabes. Por eso había que destruir ese estado, y por eso Nasser estaba comprometido con ello. Nasser, ese mismo que tomó el teléfono para convencer al rey Hussein de que era el momento adecuado para entrar a la guerra.

Los preparativos venían desde hacía meses. Tropas acumulándose alrededor de las pseudo-fronteras que había entre Israel, Egipto, Líbano, Siria y Jordania. Tropas cuya función no terminaba de convencer al rey Hussein, el más escéptico de todos.

Pero esa mañana Nasser le dijo que Israel estaba siendo derrotado en Sinaí y en Siria, y que su derrota estaría garantizada si Jordania abría el tercer frente. El Estado judío no soportaría ese nuevo embate. Se fracturaría desde adentro, y así Hussein podría conquistar toda la zona central de Israel. Siria se quedaría con el norte. Egipto, con el sur.

Pero la mayor gloria sería para Hussein, porque eso significaría dominar en toda Jerusalén, la ciudad que en realidad nunca le importó a los árabes, pero que ahora jugaba un papel central en la guerra psicológica: los judíos, sin Jerusalén, no son nada. Lo sabían los árabes. Lo sabían los judíos.

El rey no quería entrar a la guerra, pero esa llamada lo convenció.

Y así, el 6 de junio de 1967, tomó la peor decisión de su vida, ordenando el ataque contra las tropas israelíes.

Qué difíciles eran esos tiempos sin internet, sin información en tiempo real, dependiendo siempre de que alguien te llamara por teléfono. El rey Hussein no estaba del todo enterado de lo que había pasado desde el día anterior. Contra toda expectativa, el ataque lo había lanzado Israel. ¿Suicidio? Así parecía, a los ojos del rey Hussein.

Nadie le explicó que la estrategia israelí había sido tan exitosa como devastadora: primero atacó las bases aéreas egipcias y sirias, que eran los países que poseían las mejores fuerzas aéreas. Los cazas israelíes destruyeron todos los aviones que pudieron, pero su mayor éxito fue dejar las pistas inservibles. Así, ni siquiera los aviones funcionales podrían despegar.

Dueños del cielo en apenas unas horas, entonces vino el turno de la artillería y la infantería. Avanzaron hacia Sinaí y hacia Damasco, esperando que Jordania no se involucrara en la guerra.

Ya desde el primer día se hizo evidente que las tropas árabes habían sido tomadas por sorpresa. Estaban demasiado confiadas en sí mismas. Fueron demasiado autocomplacientes. Y ¿cómo no serlo?

A fin de cuentas, Israel podía movilizar a 50 mil soldados y a otros 260 mil reservistas. Tan sólo Egipto tenía 240 mil soldados, y entre Siria, Jordania, Líbano e Irak se juntaban otros 300 mil más. Duplicaban al enemigo sionista. La diferencia era todavía peor en la fuerza aérea: Israel tenía 200 aviones; los árabes, casi mil. ¿Cómo no confiarse, si lo único que los judíos podían esperar era su destrucción?

Por eso el ataque los tomó por sorpresa. Los mil aviones árabes no sirvieron para nada. Más de 2500 tanques soviéticos, tampoco. Sharón los reventó en Sinaí, en uno de los episodios estratégicos más brillantes de toda la historia.

Pero el rey Hussein no sabía nada de eso, y Gamal Abdel Nasser le mintió, lo engañó. Y por eso decidió entrar a la guerra. Atacó a las tropas judías y estas respondieron de inmediato. No estaban dañadas ni diezmadas, como había dicho Nasser. Al contrario: estaban perfectamente preparadas para reventar las mediocres tropas jordanas. En apenas un día, los soldados sionistas ocuparon Latrún, Ramallá y Jenin, y establecieron un cerco sobre la zona oriental de Jerusalén, controlada por los jordanos desde 1949.

A los jordanos no les quedaba más esperanza que ser ayudados por un batallón iraquí, pero este fue neutralizado por los israelíes casi de inmediato.

Al día siguiente, 7 de junio de 1967, la catástrofe se consumó: los soldados judíos bajo el mando del general Mordejai “Motta” Gur ocuparon la Ciudad Vieja de Jerusalén, tomando el control absoluto del Monte del Templo. Todos los lugares sagrados judíos, cristianos y musulmanes habían quedado bajo dominio israelí. Cisjordania, Nablús y Jevrón también cayeron ese día.

Las tropas jordanas apenas pudieron poner resistencia. La batalla por Jerusalén no fue particularmente violenta ni cruenta. En realidad, apenas si se trató de jordanos huyendo y siendo perseguidos por las tropas judías, incluso más allá del río Yardén (Jordán).

En todo caso, el papel más destacado de esos pobres soldados jordanos fue ser testigos de cómo los paracaidistas judíos ocuparon la zona del Muro, el Kotel, el amado Kotel, para que luego llegara Motta Gur a hacer su famoso comunicado por la radio militar, para que todos los miembros del gabinete del Primer Ministro Levi Eshkol lo escucharan:

“¡El Monte del Templo ha caído en nuestras manos! ¡Es nuestra! ¡Jerusalén es nuestra!”

El círculo que se había abierto en el año 70, bajo la aplastante maquinaria militar romana, se había cerrado por fin.

Motta Gur y sus soldados fueron los primeros en escuchar otra vez un shofar en el lugar más sagrado del mundo, y en ver un Séfer Torá recorriendo esas calles, ahora liberadas, en manos de judíos por primera vez desde el año 63 AEC, cuando las tropas de Pompeyo ocuparon Jerusalén y la convirtieron en provincia romana.

El rey no quería ir a la guerra, pero fue engañado y así tuvo el extraño privilegio de ver cómo se cumplieron las profecías.

Jerusalén, la Vieja Ciudad, la Santa, la que tiene 9 de las 10 porciones de belleza que D-os repartió en el mundo, no fue conquistada. Fue liberada.

Y allí estaba, fiel como madre amorosa, esperando con los brazos abiertos la llegada de sus hijos, de esos que nunca la olvidaron, incluso en sus peores penurias; de esos que siempre terminaron sus fiestas más importantes soñando “el próximo año en Jerusalén”; de esos que en cada boda recitaban sin parar “si me olvidare de ti, oh Jerusalén, que mi diestra pierda su fuerza, y que mi lengua se pegue a mi paladar si no engrandezco a Jerusalén como mi mayor alegría”.

El rey no quería ir a la guerra, pero el designio de D-os ya estaba dado, y la Santa Ciudad tenía una cita con la Historia.

Y con sus hijos.

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