El inquietante argumento de autoridad del obispo Burillo

El inquietante argumento de autoridad del obispo Burillo

La carta del obispo emérito de Ávila y Administrador Apostólico de Ciudad Rodrigo, Jesús García Burillo, frente a los revoltosos de la diminuta diócesis salmantina, que llevan dos años sin obispo y temen estar marcados para morir como diócesis, usa argumentos de autoridad llevados a un peligroso extremo.

 

Empezaré diciendo que el motivo de la polémica me es ajeno y no entraré en él, no porque lo juzgue carente de méritos periodístico, sino porque no es lo que más me interesa de la carta del obispo Burillo. Me interesa más -me preocupan, de hecho- el argumento empleado por Su Ilustrísima para dirimir la cuestión que, en pocas palabras, puede resumirse en un cortés: “Cállense”.

“Callar es el modo frecuente como la Iglesia actúa”, asegura Burillo en su carta. “Ningún argumento es tan sólido como la confianza en aquel que ha sido puesto por Jesucristo para conducir su Iglesia, el Santo Padre”.

La confianza en el Santo Padre puede ser muy loable, incluso una actitud debida. Pero no es un ‘argumento’, mucho menos el más ‘sólido’.

También es muy cuestionable, por decir poco, que el silencio sea el modo habitual de actuación de la Iglesia, o dentro de la Iglesia. No me crean: echen un rápido vistazo a cualquier manual de Historia de la Iglesia y se convencerán.

Pero lo más preocupante del mensaje del obispo es esa apelación al principio de autoridad, no para imponer una decisión -lo que sería justo-, sino para impedir que se critique o cuestione. Se lee como una contradicción directa, de plano, de esa ‘parresia’ cristiana que el Santo Padre ha alabado desde el inicio de su reinado. Aún más, Su Santidad hacía referencia explícita a las críticas a su propia persona, señalando explícitamente que no debíamos tener miedo de criticarle.

El panorama que dibujan las palabras de Burillo no es el de la Iglesia Católica, sino el de una secta sometida a los caprichos cambiantes de su gurú, algo absolutamente alejado de lo que es, siempre ha sido y será siempre.

El Papa, según un dogma que se proclamó cuando la Iglesia ya llevaba casi dos milenios sobre la tierra, es infalible en condiciones extraordinariamente restringidas. En lo demás, no digamos en decisiones prudenciales y administrativas, puede equivocarse como cualquier hijo de vecino, y haría falta estar imbuido de un fanatismo absolutamente ajeno a nuestra fe para pensar que los pontífices no han errado con alguna frecuencia a lo largo de la historia en estas cuestiones que no rozan siquiera el depósito de la fe.

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