La memoria de los Santos perdura con el paso de los años y deja una huella imborrable en el corazón no sólo de la Iglesia sino de toda la humanidad. Hoy, XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, celebramos a San Ignacio de Loyola, que dejó esa impronta. Nacido en Azpeitia (Loyola), en 1491, pronto murió su madre, criándole una nodriza esposa del herrero que trabajaba para su padre. Aunque éste trataba de guiar a su hijo hacia la vida eclesiástica, pronto mostró el joven Ignacio inquietud por la realidad caballeresca y militar.
Un día será herido en la rodilla, lo que le hace reflexionar sobre el interior del hombre. A partir de entonces abandona la lectura de libros de caballeros para leer libros sobre Cristo y las cosas de orden sobrenatural. Su conversión es total. Cuando sale de Loyola hacia Jerusalén, para vivir en la Tierra del Señor y conocer los Santos Lugares, se detiene un tiempo en Montserrat donde se consagra a la Virgen.
Posteriormente se alojará en las Cuevas de Manresa donde empieza a poner por escrito sus experiencias de Fe, en unos escritos reflexivos que invitan a la oración y al cambio. Son los Ejercicios Espirituales. A su vuelta, pasa por las universidades de Alcalá, Salamanca, haciendo el Doctorado en Filosofía en París. Al poco tiempo marcha con un grupo de compañeros a ponerse a disposición del Papa en Roma.
Es el inicio de la Compañía de Jesús. Entregado de lleno al apostolado de la ayuda a los necesitados, queda patente su granito de arena en Trento. De hecho, Íñigo pretende ese cuarto voto en la Compañía de obediencia directa al Papa para contrarrestar la obediencia que había promovido Lutero con su Reforma Protestante. San Ignacio de Loyola muere en el año 1556. Precisamente nos encontramos en un Año Jubilar ya que se cumple el 400 aniversario de su canonización.
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