El gozo de salvar lo perdido

El gozo de salvar lo perdido

El evangelio de hoy contiene dos parábolas: la oveja y la dracma perdida.

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.

San Lucas 15,1-10

 

El evangelio de hoy contiene dos parábolas, la oveja y la dracma perdidas, que junto con la del hijo pródigo constituyen las tres parábolas de la misericordia de Dios. En ellas se resalta el gozo y la alegría de recuperar lo que estaba perdido, gracias a la salvación de Dios. El motivo que da pie a estas parábolas de Jesús fue la crítica que le hacían los fariseos y letrados, es decir, los puritanos: “Acoge a los pecadores y come con ellos”.

Cristo justifica su conducta en contra de la marginación religiosa, y social mediante la enseñanza que se desprende de las tres parábolas. Con ello viene a decir: Yo me porto así con los marginados de la salvación porque también así actúa Dios, acogiendo a los perdidos, los fracasados, los malos, los que nadie quiere. Dios, padre de todos, no margina a nadie, sino que se alegra de recuperar y salvar al hombre perdido en la soledad de su pecado, restaurándolo a su dignidad propia. Porque “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta y que viva” (Ez 33,11).

La palabra “misericordia” no tiene mucha prensa, pues parece rebajar al que es objeto de la misma. Pero no es así con Dios. Su perdón y su misericordia, lejos de humillar al hombre y ofender su dignidad personal, lo rehabilitan en su alta condición humana y lo regeneran, devolviéndole su categoría de hijo de Dios Padre y de hermano de los demás hombres. El papa Juan Pablo II afirmó: Es la mirada paternal de Dios lo que nos libera del sentimiento de culpabilidad, de la sensación de fracaso, del peso de una vida inútil y perdida, de la angustia e impotencia que nos produce la mezquindad propia y ajena.

La Paternidad de Dios es misericordiosa

Dios es amor tal y como lo testimonia San Juan en su primera carta, y ese amor se manifiesta concretamente en forma de misericordia ¡inagotable misericordia! en su relación con su criatura humana: en efecto, “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5). Es en el ejercicio de esta sobreabundante misericordia por la que busca incansablemente y de todos los modos posibles como el Padre permanece fiel a su paternidad, fiel a su esencia, fiel a su amor para con nosotros.

¿Qué quiere decir que el Padre es rico, rico en misericordia? El término rico (en griego plousíos) define a aquellos que viven bien porque gozan de la sobreabundancia de bienes o recursos materiales (riquezas). Usado en sentido análogo, San Pablo afirma que Dios, el Padre de Jesucristo, es rico en misericordia para con nosotros, es decir, que posee misericordia en tal sobreabundancia que se desborda y fluye hacia el hombre en forma de misericordia (Dives in misericordia, 15). Por la misericordia Dios se hace prójimo ¡el más próximo! de todo hombre que sufre y padece las más terribles consecuencias del pecado.

Quizá hoy en día y dolorosamente lo hemos experimentado como hijos la figura que tenemos de un padre está bastante devaluada: no faltan padres ausentes, padres que no reconocen o que de diversos modos maltratan a sus hijos. Ante esta dolorosa experiencia, ¿qué hijo o hija no guarda en su corazón sentimientos encontrados frente a la figura paterna, experimentando actitudes de desconfianza y hasta de rechazo frente a Dios mismo? Para apartar de nosotros toda errada concepción de Dios-Padre, y para alentarnos a abrirnos a su amor y vivir como hijos suyos en amorosa confianza y obediencia, Jesús ha querido liberarnos de toda visión subjetiva revelándonos la verdadera dimensión de la paternidad divina: Dios es amor, y a tanto ha llegado su amor para con nosotros que entregó a su propio Hijo (Rom 8, 32). Es decir, su amor es un amor que ante nada se echa atrás, y ni siquiera nuestros más grandes pecados ni nuestra repetida infidelidad podrán hacer que Él aparte de nosotros su amor negando su paternidad (Catecismo de la Iglesia Católica, 211): “si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2Tim 2,13).

El Padre está cerca

El Padre más allá de lo que experimentemos subjetivamente no permanece ni lejano ni indiferente ante el drama humano, sino que se conmueve ante toda necesidad de misericordia. Esta conmoción interior que es fruto del amor que nos tiene le lleva a actuar inmediatamente respetando siempre, claro está, el radio de acción de nuestra libertad, don de Dios mismo. Es así que Él una y otra vez, ya desde la caída inicial, se inclinó hacia su criatura humana, llegando a ser “la cruz (de su Hijo) la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (Dives in misericordia, 51).

Ante el pecado de los hombres, ante nuestros pecados, el Padre no se ha guardado para sí su inagotable riqueza de amor, sino que la derrama sobre nosotros y nos la comunica en abundancia gracias a su Hijo. En Él piedra angular de su proyecto reconciliador y salvífico el Padre nos ha revelado plenamente su amor, que “es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es él mismo, porque Dios es amor. Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la vanidad de la creación, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo prodigo” (Redemptor hominis, 25).

Ante tanta misericordia mostrada por el Padre, que no se reservó a su propio Hijo sino que “le entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32), podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo haber hecho el Padre por nosotros? ¿Qué más? ¿Y qué haré yo para corresponder a tanta bondad y a tanto amor?

El tiempo es propicio para emprender con renovado ardor nuestra peregrinación hacia la casa del Padre, quien con los brazos abiertos nos espera para colmar nuestros anhelos más profundos de amor y plenitud.

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