Francisco, a Religión Digital: "Utilizad vuestra web para hablar de una Iglesia que quiere ser madre"

Cuando le comento el éxito del templo de San Antón, abierto 24 horas, responde: “El pueblo es sabio”

"En la vida hay que sonreír y hacer sonreír". Lo acababa de decir el Papa, en la homilía de su misa de las 7:00 en Santa Marta, y lo ponía en práctica. Francisco me recibió con una enorme sonrisa, escuchó atentamente todo lo que le dije, me pidió que utilicemos RD para "hablar de la ternura de Dios y de una Iglesia que quiere ser madre", alabó al Padre Ángel y se congratuló por el éxito de su templo, abierto las 24 horas. "El pueblo es sabio", sentenció.

Emociona ver al Papa, tocarlo, sentirlo. Y eso que él apenas marca distancias. Más aún, a esas horas tempranas de la mañana es como un párroco que, después de decir misa con suma unción, como en un susurro, saca tiempo de su apretada agenda (con grandes cosas y mil tareas pendientes), para saludar, uno a uno, a los simples fieles, con los que acaba de compartir la eucaristía.

Poder compartir unos instantes con el Papa al que admiro ha sido, para mí, una gracia especial. Tuve, además, la suerte de ser el último en la cola de los saludos. Cuando se estaba formando la cola, me acerqué a la hermana de la Caridad que prepara los ornamentos de Francisco y me permitió ver la sacristía, toda sencilla y austera.

Terminada la misa (auténtica lección de liturgia sencilla y vivida), el Papa se va, precisamente, a la sacristía y, al rato, sale para sentarse a dar gracias en una silla, que está colocada entre el público. Y la silla del Papa, que ya conocía de otra visita anterior a Santa Marta sin la presencia del Papa, estaba a mi lado. A dos palmos. Cuando se sentó en ella, podía sentir, en el silencio, su respiración entrecortada. Me daban ganas de estirar la mano y tocar la manga de su sotana blanca, como la hemorroísa. O hacerle una foto así, tan cerca. Como para captar su alma.

Francisco se recoge en profundidad, incluso físicamente. Se mete hacia adentro como un ovillo. Pasado un rato largo, se seca el sudor y la humedad de esta Roma húmeda y con clima casi tropical, se santigua y se va a una salita contigua. Y, por allí, pasamos a saludarle los presentes. Primero, unas 20 personas de una parroquia romana, con su párroco. Detrás, un par de familias. Un servidor, cerrando la fila.

El Papa está de pie, en medio de la sala, ante un cuadro de Juan Pablo II. A su lado, sólo el fotógrafo. Y, como en las audiencias, saluda, abraza, escucha y hasta consuela. Dos puestos por delante de mí en la fila, una pareja se acerca, le dicen algo, y de pronto, la mujer rompe a llorar desconsoladamente. Francisco la abraza, la consuela, le limpia las lágrimas y la bendice. Como un padre.

Los nervios van in crescendo. Llega mi turno. Las piernas me responden, doy unos pasos, le beso el anillo y, durante unos instantes, mantenemos el siguiente diálogo:

-'Padre, he sido su jefe durante ocho años, le espeto de entrada', mientras le muestro una fotocopia a color de RD, con su foto de cardenal en nuestra sección "Palabra de pastor".

Se quedó pensativo un instante y abrió grandes los ojos.

-'Y yo sin enterarme. Ya veo', contesta.

-'También pronostiqué su elección dos días antes', le dije, mientras le enseñaba otra fotocopia con la noticia publicada el 11 de marzo de 2013.

-'Eres adivino'.

-'Y mi compañero Jesús y yo escribimos el primer instant book sobre usted'. Y se lo entregué.

Miró la portada y se fijó en el subtítulo: "El primer pontífice americano para una nueva primavera de la Iglesia".

-'Me gusta lo de la primavera'.

-'En España nos llaman "los primaveras", por defender sus reformas'.

-'Otro bello título el que les dan'.

-'Tenemos una especie de parroquia virtual numerosísima, con millones de 'fieles' y me gustaría que nos marcase alguna línea de fondo'.

-'Hablen de la ternura de Jesús y de que la Iglesia quiere ser madre. La homilía de hoy...Una Iglesia de puertas abiertas...'.

-'Como la del Padre Ángel en Madrid, abierta las 24 horas y con un enorme éxito'.

-'Dale saludos al Padre Ángel. El pueblo lo quiere, porque el pueblo es sabio. El pueblo sabe'.

Por último, le entregué dos informes, de entre los muchos que nos llegan. Uno de un caso sangrante de abusos. El otro, de discriminación con los dalits en el seno de la propia Iglesia de la India. Le besé de nuevo el anillo, me sonrió y se fue con su andar bamboleante a desayunar...

Había cumplido uno de mis sueños. Feliz, salí fuera de Santa Marta. El suizo que hace guardia se cuadró y, al verme tan dichoso, también sonrió. Debía sospechar que había estado con un Papa que ilumina todo lo que toca. Salí despacio del recinto, me fui a la plaza de San Pedro y, mirando a la cátedra de la ventana, me senté en las gradas de la columnata a rumiar lo vivido. Y a dar gracias a Dios.

Me había levantado temprano, porque así me lo había aconsejado mi 'conseguidor', monseñor Oscar Ojea, obispo de San Isidro: "Debe presentarse 20 minutos antes por la puerta de Santa Marta y anunciarse a los guardias suizos". Y allí estaba yo a las 6,30. El primero, como un clavo. Al poco rato llegó un cura argentino de origen italiano, con el que hice tiempo charlando. También él estaba emocionado, a pesar de que era ya la segunda vez que conseguía el privilegio. "La primera por argentino y la segunda por italiano", me decía, bromeando.

A las 7 menos 10, pasamos el escáner y el primer control de la guardia suiza. Mientras el guardia miraba la lista, me palpitaba el corazón. Pero allí estaba mi nombre, por la mitad: "José Manuel Vidal". Muy cerca, el del sacerdote argentino, también. Un poco más delante, el control de la gendarmería y un tercero a la entrada de Santa Marta.

Allí, un ujier nos condujo a una salida, donde ya estaban dos curas y un obispo super simpático. Nos presentamos. El obispo es ecuatoriano, se llama Adelio Pasqualotto y nos cuenta que hace sólo seis meses que lo acaban de nombrar titular de Tena. Antes, estuvo en Sucumbíos. Le pregunto por monseñor López Marañón. Me contesta que es un misionero de raza y que, ahora mismo, a su edad, se fue a Angola. Le admira.

El prelado josefino, pequeño y alegre como una castañuelas, saluda a todo el mundo. A mi lado, el cura argentino comenta: "Así son muchos obispos latinoamericanos. No como los italianos que, de tan tímidos, parecen insociables". "Y muchos españoles", pensé para mis adentros.

A las 7 menos cinco nos mandan entrar en la capilla de Santa Marta. Parece una capilla de barrio, con su techo bajo, su escultura de la Virgen a un lado y el sagrario al otro. Los tres primeros bancos están reservados para los cardenales, obispos y curas concelebrantes.

 

Busco la silla de la acción de gracias del Papa y veo, con alegría, que el sitio de al lado no está ocupado. Y allí me siento. Al rato, llega el cardenal O'Malley con su alba blanca y con la capucha de capuchino por fuera. El G9 está estos días aquí, en el Vaticano. Por eso, un poco después aparecen los cardenales Gracias, Monsengwo y Bertello. En cambio, no asisten a misa ni Errázuriz ni Marx ni Maradiaga ni Parolin. Un poco descolgado llega el cardenal Pell, enorme de alto, un poco encorvado y con andares cansados.

Entre los curas concelebrantes (una decena), el secretario personal del Papa, Yoannis Lahzi Gaid. Otro sacerdote hace de maestro de ceremonias, elige a dos muchachos para que lleven las vinajeras al Papa y a dos señoras para que hagan las lecturas, al tiempo que nos recuerda apagar los móviles y no hacer fotos.

A las 7: 00 en punto entra el Papa, con casulla blanca. Es la fiesta de la Dolorosa. Y Francisco lee, antes de comenzar la eucaristía, la profecía del anciano Simeón: "Una espada de dolor te traspasará el corazón". Si uno se olvida que está en misa del Papa, la eucaristía es de lo más sencillo, como la de cualquier cura de pueblo o de ciudad en día de diario. El Papa celebra con suma unción. Habla quedo, muy quedo y muy despacio. De hecho, cuando alguien tose, dificulta la audición de lo que está diciendo.

La homilía, más que un sermón es una meditación de un padre espiritual, que comenta el Evangelio susurrando al corazón: "Es la segunda vez que María se oye decir mujer por parte de su hijo. La primera fue en Caná. La segunda, al pie de la cruz: 'Mujer he ahí a tu hijo'".

Desde esta cita evangélica, sin papeles, glosa la figura de "la maternidad contagiosa" de María, una "madre que nos acompaña en los momentos feos de la vida", como recuerdan los monjes rusos. De esa maternidad contagiosa de María surge la maternidad de la Iglesia.

Y aquí eleva un poco el tono y subraya con su mano: "La Iglesia es madre, es nuestra santa madre Iglesia. La madre María y la madre Iglesia saben acariciar a sus hijos y dar ternura. Sin eso, la Iglesia es una asociación rígida, de doctrina, de disciplina, sin calor humano, huérfana". Y termina con una invitación a la ternura a través de la sonrisa: "Sonreír y hacer sonreír. Una de las cosas más bellas y humanas es sonreír a un niño y hacerlo sonreír".

Tras la homilía, la misa 'normal' hasta el final. Me llama la atención que, en el momento de la elevación, el Papa sostiene en alto durante un buen rato (más de lo habitual) tanto la hostia como el cáliz. Como diciendo: Él es el centro, yo un simple y pobre instrumento en sus manos.

En la acción de gracias, ofrezco la misa por mis intenciones particulares. Tantas y tan queridas. Y también le pido a Dios que sepa cumplir con mi responsabilidad (enorme, a veces) de director de un portal dedicado exclusivamente a la información religiosa. Que, como acaba de decir el Papa, sepamos combinar la profesionalidad con la ternura y la sonrisa.

Esta misa ha sido, para mí, más que una misa. Un sueño cumplido. Un regalo de Dios, poder compartir unos instantes con un Papa al que admiro y por cuya primavera seguiremos luchando. Sabedores de que nadie puede parar la primavera en primavera.

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