La Eucaristía, sacrificio y comunión: luz para la Semana Santa y para la vida

La Eucaristía, sacrificio y comunión: luz para la Semana Santa y para la vida

Por David Amado Fernández

Hambre de Eucaristía en tiempos de ayuno eucarístico

La última Semana Santa, a causa de la pandemia de la Covid 19, muchos fieles no pudieron participar de manera presencial en las celebraciones litúrgicas. Fue una situación que no se limitó a esos días, sino que, en algunos lugares, llegó a prolongarse durante meses. Ciertamente, la celebración de la Eucaristía no puede ser sustituida. Ella es, como señala el Concilio Vaticano II, «fuente y cima de toda la vida cristiana». Sin embargo, tenemos abundantes testimonios en la historia de cristianos que, en diferentes circunstancias, han experimentado el hambre de la comunión que no podían recibir, y la necesidad de unirse al sacrificio de la Misa, en la que no podían participar. 

A finales del siglo XIX, los sacerdotes católicos fueron expulsados de Madagascar, situación que se prolongó durante varios años. Un día le preguntaron a la beata Victoria Rasoamanarivo por qué entraba en la iglesia si ya no se celebraba la Eucaristía. Respondió: «Yo asisto a todas las Misas que se celebran en el mundo». De igual manera, durante la pandemia, se ha insistido en la comunión espiritual, con la que el fiel expresa su deseo ferviente de recibir el Cuerpo de Cristo. No sustituye a la comunión sacramental, pero acrece la conciencia de lo que se nos da en el sacramento de la Eucaristía y fortalece el deseo. Durante el confinamiento, una mujer piadosa me pidió que recitara en su nombre la siguiente jaculatoria: «Ángel de la guarda, corre veloz al sagrario y saluda en mi nombre a Jesús sacramentado».

La Misa, presencia del sacrifico del Calvario

La Última Cena se sitúa justo antes de la pasión y muerte del Calvario. Aquella celebración, cuando Jesús sabía que había llegado su hora de pasar al Padre, podía tener cierto carácter de despedida. Pero en ella Jesús estableció el memorial de su entrega, asegurando así su cercanía sacramental en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Cuando Jesús resucitó y vino el Espíritu Santo, la Iglesia tuvo plena conciencia de que en la celebración de la Misa el Señor se hacía verdaderamente presente con su Cuerpo y con su Sangre, y que estaba en el sacramento con la misma intensidad de amor con que se ofreció en la cruz por nosotros. Sí, en la Misa se actualiza el mismo sacrificio del Calvario, aunque ahora ya de manera incruenta.

En la catequesis nos enseñaron: «La Misa es el sacrificio de acción de gracias que Jesús, junto con todos nosotros, ofrece a Dios Padre». Y, cuando preguntábamos qué significaba «sacrificar», se nos decía que «hacer sagrado; unir con Dios» y, en lenguaje más adaptado a nuestra mentalidad infantil, «subir cosas al cielo». Jesús murió en la cruz para reconciliarnos con Dios. Él, que había bajado del cielo y que era el único que podía subir al cielo, quiso abrir también un camino para nosotros. Lo hizo, como se nos recuerda estos días «aprendiendo a obedecer». Jesús no fue desobediente, pero nosotros sí y en su carne somos devueltos a la obediencia, es decir, al don de poder vivir como hijos de Dios.

Comunión: deseo ardiente de la Pascua

La carne de Jesús se une sacramentalmente a nuestra carne en el misterio de la comunión. Jesús dice: «Tomad y comed», «Tomad y bebed». Hemos de recordar también lo que había dicho: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6,54). Pero, en esa invitación del Señor, la Iglesia no ha visto nunca una acción mecánica, sino que, por el contrario, ha pedido que la comunión se reciba con la máxima conciencia y con el alma en gracia. Porque si bien el sacramento actúa por su propia virtud, no asimilamos un alimento mágico, sino a Jesús, que se deja comer para unir su vida a la nuestra y para que la nuestra sea transformada por la suya. 

Se trata, por tanto, de un encuentro personal: Jesús, que desea estar con nosotros y que no quiere que su amor se apague en el mundo. Encuentro del que estamos necesitados pero que es posible por un don total de su gracia. Por ello, el «ayuno eucarístico» que hemos tenido que vivir durante tanto tiempo y que se sigue viviendo en distintas circunstancias puede ayudarnos a profundizar en estas palabras de Jesús uniéndonos a su Corazón: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros» (Lc 22,15).

La experiencia de la comunión nos ha hecho comprender que sin él nada podemos y que toda nuestra vida es sostenida por la suya. De ahí brota, como expresión de agradecimiento porque todo nuestro bien procede de él, el deseo de unirse a su sacrificio.

«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». El amor extremo de Cristo incluye su amor por nosotros hasta el final y su amor con todo su ser, amor que, en la Última Cena, se va a significar con el lavatorio de los pies y, en la cruz, se realiza con la entrega de la propia vida. El sacrificio de la cruz es perfecto y de valor infinito. Pero, precisamente por razón de su perfección, Dios quiere que nos podamos unir a él. San León Magno señalaba que por el bautismo nacíamos a una vida nueva y éramos hechos «carne del Crucificado». 

La Iglesia vive de la Eucaristía

Nuestra condición de cristianos nace del hecho de que Cristo entregó su vida por nosotros. De su costado traspasado nació la Iglesia, que es su Cuerpo místico. Pertenecemos a la Iglesia que es sostenida en su unidad y vitalizada por la Eucaristía. La Iglesia no deja de contemplar a su Esposo, de quien le viene la vida y de quien depende su santidad. Por ello mismo se siente agraciada y agradecida. Los cristianos no podemos dejar de mirar a Jesús y comprendemos que él nos llevaba en su corazón en el Calvario, puesto que se ofrecía por nuestra salvación. También nosotros deseamos unirnos cada vez más a ese corazón en el que se nos da a conocer el amor infinito de Dios. Leemos en el Catecismo: 

«La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda» (1364).

En los impedimentos, unirnos al ofrecimiento de Cristo

La Misa es el lugar privilegiado para participar del sacrificio de Cristo. Pero incluso cuando uno queda impedido para asistir, puede seguir uniéndose a él. El cristiano vive la tensión constante de la Eucaristía: la de llevar toda su vida al altar para unirse al ofrecimiento de Cristo y la de prolongar fuera del templo la acción de gracias. Si, por una parte, la cruz y la Eucaristía son para muchos motivo de escándalo, por otra parte, sabemos que no podemos reducirlos a nuestra manera de pensar ni dejar de contemplarlos con estupor, porque expresan el amor sin medida de Dios por todos nosotros. En la medida en que ahondamos en ellos, comprendemos mejor que nada queda fuera de la mirada de Dios ni escapa a su designio. También nuestro corazón experimenta la paz aun en aquellos momentos en que sentimos la necesidad de participar de la Misa y de comulgar y no podemos hacerlo.

La contemplación de la pasión nos enseña cómo, ante las dificultades crecientes, el amor de Jesús no languidece. El cumplimiento de la voluntad del Padre se impone como el criterio capaz de reconducirlo todo hasta el punto de que el pecado y la muerte quedan vencidos. Aceptar las circunstancias que nos limitan no impide el crecimiento en la vida cristiana si se mantiene la caridad. Esta nos impulsa a una unión cada vez más íntima con Cristo (y de ahí el anhelo de participar de la Eucaristía y de recibir la comunión), y también a recordar su cercanía en el amor hacia nuestro prójimo. A la luz de lo vivido en la pandemia, el gesto de Jesús lavando los pies a sus discípulos nos orienta a vivir tanto el don de la Eucaristía como la unión con Cristo, que entregó en la cruz su vida por nosotros.

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