Una «encíclica» para la Iglesia estadounidense: el lenguaje bélico no es de pastores

Una «encíclica» para la Iglesia estadounidense: el lenguaje bélico no es de pastores

El importante discurso del Papa a los obispos de Estados Unidos: no hay que convertir la cruz en un «estandarte de luchas mundanas», no bastan solo «consignas y anuncios externos», hay que «conquistar espacio en el corazón de los hombres». Francisco se dice agradecido por el compromiso en la defensa de la vida y de la familia, pero subraya que también existen otros temas. E invita al diálogo, a la mansedumbre, porque «Solo la fascinación durable de la bondad y del amor son verdaderamente convincentes»

Por ANDREA TORNIELLI

WASHINGTON 

Que los obispos no utilicen un «lenguaje belicoso» y que no se limiten solo a «consignas y anuncios externos», porque hay que «conquistar espacio en el corazón de los hombres», sin convertir la cruz en «un estandarte de luchas mundanas». El discurso que dirige el Papa los obispos de Estados Unidos en la catedral de San Mateo en Washington es uno de los más significativos del viaje; es casi una «mini-encíclica» dedicada a la Iglesia del país y que representará un parteaguas con respecto al modelo de los obispos «cultural warriors», comprometidos solo en algunas batallas. 

«Antes que nada -comienza Bergoglio su discurso- quisiera enviar un saludo a la comunidad hebrea, a nuestros hermanos, que hoy celebran el Yom Kipur, que el Señor los bendiga con paz y que los haga salir adelante en la vida de la santidad, según esto que hoy hemos escuchado de Su Palabra. ‘Sean santos, porque yo soy santo’». 

«No es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No he venido para juzgarlos o para impartirles lecciones», les hablo «como un hermano entre hermanos», dice Bergoglio. «El corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Que ningún miembro» de la Iglesia ni «de la nación estadounidense se sienta excluido del abrazo del Papa», que no debe convertirse en un «mero nombre habitualmente pronunciado, sino una tangible compañía».

«Cuando tienden una mano para hacer el bien o llevar al hermano la caridad de Cristo, para enjugar una lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar el camino a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a quien tiene sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo encuentro con Dios... sepan que el Papa los acompaña y los ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada pero, gracias a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas».

Francisco agradece «conmovido» y dice apreciar la «generosidad y solidaridad» de los obispos estadounidenses hacia la Santa Sede y para la evangelización en muchas partes del mundo que sufren. «Me alegra -añade- el indómito compromiso de su Iglesia por la causa de la vida y de la familia», motivo principal del viaje. «Sigo con atención -reveló- el esfuerzo ingente de acogida y de integración de los migrantes que siguen dirigiendo su mirada hacia Estados Unidos».

El discurso contiene un párrafo dedicado a la herida todavía abierta de los escándalos de la pederastia. «Estoy consciente de la valentía con la que han afrontado momentos oscuros de su recorrido eclesial, sin temer auto-críticas ni evitar humillaciones y sacrificios, sin ceder al miedo de despojarse de todo lo que es secundario con tal de volver a adquirir la autoridad y la confianza exigida» a los sacerdotes. «Sé cuánto ha pesado en ustedes la herida de los últimos años, y he acompañado su generoso compromiso para curar a las víctimas, consciente de que al curar siempre somos también curados, y para continuar actuando para que tales crímenes no se repitan nunca más».

Francisco habla con sus hermanos norteamericanos como «Obispo de Roma, ya en la vejes, llamado por Dios de una tierra también americana», y dice que no se siente «forastero» entre ellos. No pretende dar lecciones, quiere hacer el esfuerzo «antiguo y siempre nuevo», de «interrogarse sobre la vía que hay que recorrer». Explica que «nuestra mayor alegría es ser pastores, nada más que pastores». Y no, pues, hombres perennemente en guerra contra alguien. Dice que hay que buscar «la esencia» de la identidad del obispo «en la asidua oración, en el predicar y en el apacentar». La predicación no tiene que ver con «complejas doctrinas, sino con el anuncio alegre de Cristo, muerto y resucitado por nosotros». No hay que «apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse, descentrarse para nutrir de Cristo a la familia de Dios».

Por ello invita a «no ver hacia abajo en la propia auto-referencialidad, sino siempre hacia los horizontes de Dios, que van más allá de lo que somos capaces de prever o planificar. Velar también sobre nosotros mismos, para huir a la tentación del narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace su voz irreconocible y su gesto estéril». Sin duda, subraya el Pontífice, «es útil al obispo poseer la prudencia del líder y la sagacidad del administrador», pero «decaemos inexorablemente cuando intercambiamos la potencia de la fuerza con la fuerza de la impotencia, mediante la que Dios nos redimió».

Cuidado, exclamó, «si convertimos la cruz en un estandarte de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria duradera es dejarse traspasar y vaciar de sí mismos». A los obispos, explica Francisco, no se les permite dejarse «paralizar por el miedo. Sé bien que son numerosos sus desafíos, que a menudo es hostil el campo en el que siembran, y que no son pocas las tentaciones de encerrarse en el recinto de los miedos», rememorando «un tiempo que no vuelve y preparando respuestas duras a las ya ásperas resistencias».

Por el contrario, la vía que el Papa indica es la de la mansedumbre y del diálogo con todos: «Entre ustedes, diálogo en sus presbiterios, diálogo con los laicos, diálogo con las familias, diálogo con la sociedad. No me cansaré de animarlos a dialogar sin miedo. Entre más rico sea el patrimonio, que con parresía tienen para compartir, mucho más elocuente debe ser la humildad con la que lo deben ofrecer».

Si no se actúa de esta manera, explica el Pontífice, «no es posible comprender las razones del otro ni comprender profundamente que el hermano al que hay que llegar y rescatar, con la fuerza de la projimidad del amor, cuenta más de lo que cuenten las posturas que juzgamos alejadas de nuestras auténticas certezas». El lenguaje «áspero y belicoso» no tiene, pues, «derecho de ciudadanía» en el corazón del obispo y, aunque «parezca por un momento asegurar una aparente hegemonía, solamente la fascinación durable de la bondad y del amor son verdaderamente convincentes».

Hay que «aprender de Jesús; mejor aún, aprender a Jesús, manso y humilde», e introducir «a nuestras Iglesias y a nuestro pueblo», tantas veces «aplastado por la dura ansia de prestación, a la suavidad del yugo del Señor». Las divisiones y las fragmentaciones existen por todas partes, por ello la Iglesia «no puede dejarse dividir, fraccionar o contender»: la misión del obispo «consiste en primer lugar en cimentar la unidad».

Después Francisco esboza una lista de temas irrenunciables: «Las víctimas inocentes del aborto, los niños que mueren de hambre o bajo las bombas, los migrantes que se ahogan buscando un mañana, los ancianos o los enfermos de los que se querría prescindir, las víctimas del terrorismo, de las guerras, de la violencia y del narcotráfico, el medio ambiente devastado por una depredadora relación del hombre con la naturaleza… No es lícito, por tanto, evadir tales cuestiones o hacerlas callar». Entonces, no solo temas como la lucha contra el aborto, los matrimonios entre personas del mismo sexo o la eutanasia: hay mucho más en la vida de los seres humanos entre la concepción y la muerte.

Todos estos son aspectos «irrenunciables de la misión de la Iglesia», que necesita no solo «consignas y anuncios externos, sino también conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la consciencia de la sociedad». Es decir que no se evangeliza solo con consignas aguerridas o con batallas, sino que se necesita cercanía y capacidad de hablar al corazón de todos. El papa espera que la Iglesia en Estados Unidos «sea también un hogar humilde que atrae a los hombres mediante la fascinación de la luz y del calor del amor».

Sean «pastores cercanos a la gente -insiste Francisco-, pastores prójimos y servidores. Que esta cercanía se exprese especialmente hacia sus sacerdotes», indica, y «cuiden sus fuentes espirituales, para que no caigan en la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que sean expresión de la maternidad de la Iglesia que genera y hace crecer a sus hijos».

El Papa concluye su discurso con un consejo y con una palabra de aliento en relación con la acogida de los migrantes. «Pido disculpas si hablo en cierto modo casi in causa propia. La iglesia en Estados Unidos conoce como nadie las esperanzas del corazón de los inmigrantes. Ustedes siempre han aprendido su idioma, apoyado su causa, integrado sus aportaciones, defendido sus derechos, promovido su búsqueda de prosperidad, mantenido encendida la llama de su fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace más por los inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora tienen esta larga ola de inmigración latina en muchas de sus diócesis. No sólo como Obispo de Roma, sino también como un Pastor venido del sur, siento la necesidad de darles las gracias y de animarles».

En su «mini-encíclica» a la Iglesia estadounidense, Bergoglio ni pide cambios doctrinales. La invita a ir al corazón del Evangelio, a ser humilde y abierta, capaz de dialogar y de evangelizar curando las heridas de todos. El discurso a los obispos no es un manifiesto de compromiso social, sino un llamado a lo que es verdaderamente esencial. Tal vez hoy comienza una nueva página en la historia de la Iglesia de Estados Unidos.

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