A la edad de 95 años falleció el Padre Ángel Vitale Mafezzini

A la edad de 95 años falleció el Padre Ángel Vitale Mafezzini

A la edad de 95 años falleció el Padre Ángel Vitale Mafezzini, Capellán de la Armada Argentina, Sacerdote incardinado de la Diócesis Castrense de Argentina. El Padre Ángel fue Veterano de Guerra de Malvinas, uno de los tantos Capellanes que acompañaron a nuestros Soldados en la contienda del Atlántico Sur.

 

Su deceso se produjo en la mañana del 31 de diciembre de 2021, así lo comunicaba el Vicario General Castrense, Mons. Gustavo Acuña, quien también transmitió, “nuestro Obispo, Mons. Santiago Olivera, nos invita a rezar por el eterno descanso del Padre Ángel, dando gracias por su vida, ministerio y entrega”. En la memoria del Padre Mafezzini, es propicio compartir parte de su Libro, “Cincuenta días de Libertad”, obra literaria que rescata su vivencia como Capellán de la Fragata A.R.A. «LIBERTAD» en su vigésimo primer Viaje de Instrucción.

A continuación, compartimos algunas páginas del libro “Cincuenta días de Libertad”:

Ángel Vitale Mafezzini

Capitán de Fragata Capellán

CINCO MESES DE LIBERTAD

La valiente muchachada de la Armada… Los bronces y tambores de la banda de música hacían brotar esta añeja canción de más de un centenar de gargantas juveniles que componen el cuerpo de guardiamarinas embarcados.

Un heterogéneo gentío agitaba sin cesar pañuelos, brazos y todo objeto que sirviera para identificarlos, despidiendo así a los hombres que tripulaban la Fragata A.R.A. «LIBERTAD» en su vigésimo primer Viaje de Instrucción.

Según el calendario hoy comienza el invierno, pero fue un día placentero, con un sol anunciador de días felices para nuestra navegación. Los preparativos para la zarpada fueron fatigosos. Desde los cocineros y mozos de servicio que debían atender con premura los racionamientos fuera de horario, hasta los gavieros que subieron y bajaron en dos oportunidades rindiendo honores y desplegando las velas, siendo la curiosidad de los familiares que atentos observaban.

El rugido de las bocinas de los remolcadores indicaba el despegue delicado del muelle de este velero gigante. Anteriormente se había leído la Orden de Zarpada del presidente de la República Dr. D. Raúl R.

Alfonsín, donde se nos pidió que representásemos con hidalguía y dignidad a la Nación Argentina en cuyo nombre iniciamos este periplo.

Como capellán de la tripulación pronuncié esta oración:

«Dios todopoderoso, en tu nombre emprendemos este tradicional Viaje

Una vez enviaste a tu profeta a cumplir tus órdenes diciéndole:

quiera que vayas.

Nada te asuste, nada temas, porque Yahvé tu Dios irá contigo adonde

Nosotros hoy, consideramos este mensaje alentador dirigido a nuestra

navegación.

El mar abierto nos aguarda y nuestra principal labor, contando con Tu

protección, será cruzarlo a lo largo y a lo ancho del mundo.

Te pedimos que nos des inteligencia para solucionar las dificultades y

que fortalezcas nuestro coraje para enfrentar los obstáculos naturales de

tan larga singladura.

Antes de zarpar nos dirigimos especialmente a Ntra. Sra. Stella Maris,

nuestra Madre celestial, solicitando su protección para nuestros seres

queridos que le confiamos.

Quiera el Señor infundir, tanto en ellos como en nosotros, entereza en

la separación y constancia en la espera.

Señor Dios, que el cumplimiento del deber con afanosa perseverancia,

sea el mejor resultado de la misión que nos confía nuestra querida Armada

Argentina. Que así sea»

El presidente de la Nación, antes de descender, nos estrechó la mano augurándonos buen viaje.

A medida que nos alejábamos del muelle arreciaban los saludos de la multitud de amigos y parientes que daban su adiós con los ojos humedecidos, un poco por la tristeza de la separación temporal y, otro poco, por la alegría de esos padres, madres, esposas, novias y hermanas y hermanos, que soñaban con la aventura del viaje que inauguraba el ser querido que despedían.

Yo también, como uno más de los que dejábamos a los seres que amamos, experimenté en ese momento ese sentimiento que al partir suele apoderarse de nosotros: el sentimiento de que ha terminado, y para siempre, cierto plazo de nuestra vida y a la vez que esto, una súbita ligereza de espíritu producida por la esperanza en algo nuevo que comienza.

Buenos Aires ya quedaba atrás y el sol que vertía un cegador torrente de oro, antes de esconderse detrás de los grandes edificios de Retiro, hacia rebrillar el espejado de los ventanales de sus soberbias construcciones.

A bordo cada uno ocupa su puesto; los remolcadores cumplida su misión se retiran y la «LIBERTAD” asume la responsabilidad de su navegación por el canal de salida del puerto de Buenos Aires.

Las máquinas se estremecen ruidosamente en las honduras del barco, mientras los maquinistas vigilan solícitamente los relojes que indican presión, lubricación, velocidad. Una sensación de tranquilidad invade a la tripulación que durante una semana febricitante dejó a son de mar esta ciudad flotante. El personal libre de guardia se entretiene, unos acomodando sus pertenencias, otros en cordiales conversaciones y ya hay quienes en las diversas camaretas juegan un partido de truco y, los más intelectuales -así lo creen ellos- maceran su cerebro jugando ajedrez.

Una vez largadas las amarras, rápidamente se olvidan todas las preocupaciones que cuando aún pegados a tierra, desvelaban a los responsables de cada departamento de la nave.

Después de unas horas de barqueo, cuando el cielo enrojecía detrás de la ciudad de cemento y las brumas del Río de la Plata envolvían los mástiles desnudos de la fragata, cesó el ronquido de los motores y la hélice dejó de agitar las pardas aguas.

En la lejanía un cinturón de luces chispeantes delineaba la urbe porteña que empezaba a descansar. El cielo despejado mostraba la profundidad sin fin donde aloja a sus incontables astros.

A bordo cayó el silencio; el ajetreo de la jornada acabó, y al sumergirse la repesada ancla al fondo del canal, la mayoría se entregó al ansiado descanso. La noche se puso fría y millares de ojos parpadeantes atisban desde el espacio insonoro. Por mi parte también yo busco la pausa corporal, mientras mi alma exulta y sintoniza con el profeta David que así canta a Dios en la oscuridad silente del universo: *Mientras me acuerdo de ti en mi lecho y en las horas de la noche medito en tí, veo que has sido mi ayuda y soy feliz a la sombra de tus alas». Salmo 63, versículos 7 y 8.-

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