Ecumenismo: ¿bendición y/o maldición?

Ecumenismo: ¿bendición y/o maldición?

El ecumenismo puede ser una maldición entendido como promoción de la unidad a expensas de la verdad. Pero puede ser también bendición.

 

A raíz de la elección del papa Francisco I, un papa, por cierto, muy singular, ya que no solo no es europeo, sino que es un latinoamericano que reúne en su persona algunas características que parecerían contrasentidos, como lo es el ser un jesuita conservador (aunque últimamente, ya no tanto) y un argentino humilde; los vientos ecuménicos comienzan a insinuarse con nueva fuerza generando esperanza en ciertos sectores de la cristiandad a la par que suscitan temor y rechazo en otros sectores de ella.

En efecto, el adjetivo “ecuménico” y el sustantivo “ecumenismo” generan reacciones encontradas entre los cristianos. Para unos evoca esperanza. Para otros, apostasía y traición al evangelio.

Para dejar las cosas claras hay que decir en primer lugar que, aunque el ecumenismo promovido por Roma es el más representativo y conocido de los ecumenismos actuales, no es el único, puesto que el protestantismo también viene promoviéndolo a través del llamado Concilio Mundial de Iglesias, cuyo lema no deja de ser tampoco discutible al sostener que “el amor une, la doctrina divide”, restándole a la doctrina la importancia que de cualquier modo la Biblia le confiere.

 

Sea como fuere, la polémica de amplios sectores del protestantismo no está dirigida principalmente contra el ecumenismo, sino en particular contra el ecumenismo católico romano que, desde la óptica protestante ceñida a la Biblia, no deja de ser muy problemático al fundamentarse de entrada en la doctrina ajena a las Escrituras de la presunta supremacía del obispo de Roma sobre la iglesia universal y la consecuente sujeción de todas las iglesias cristianas del mundo a su autoridad.

Justamente, la presunta primacía que el obispo de Roma ha venido reclamando sobre la cristiandad a lo largo de la historia es la primera pero no la única de las diferencias doctrinales que nos impiden tanto a ortodoxos como a protestantes aceptar el ecumenismo propuesto por Roma.

Dicho de otro modo, así no existieran con Roma todas las demás diferencias doctrinales adicionales que sostenemos con ella apoyados en el estudio de la Biblia y la temprana historia de la iglesia, nuestro desacuerdo alrededor de las pretensiones del obispo de Roma ya sería suficiente para no ceder al ecumenismo tal como lo plantea el catolicismo católico romano.

El libro El Reto de Dios hace una sintética y precisa descripción del ecumenismo católico romano con las siguientes palabras: “… el ecumenismo tiene como finalidad aglutinar a todos los cristianos en una religión mundial única, con el Papa como cabeza”. Pero parece ser que últimamente el ecumenismo católico se ha vuelto más ambicioso aún, pues un poco más adelante se añade: “De la extensa literatura publicada por el Vaticano sobre el ecumenismo, se infiere que él pretende aglutinar movimientos, ideas, obras e instituciones, con el propósito de preparar la reunión, no solamente de los cristianos, sino de todas las religiones existentes”. La crítica a estas pretensiones tampoco tarda en dejarse oír: “Hay quienes no disciernen entre la empresa del Espíritu Santo, que es la unidad de la fe, y una empresa promovida por el espíritu del mundo, que es la unidad de mando humano”, concluyendo finalmente que: “Todo ecumenismo que represente sincretismo[1] es adverso a las enseñanzas bíblicas y está profetizado como señal de los tiempos terminales de la humanidad… una autoridad universal sobre las iglesias es impracticable y marginal a las Escrituras”.

 

La institución papal

Aunque ya lo hemos mencionado, es conveniente aquí relacionar brevemente las razones por las cuales los cristianos evangélicos no reconocemos la legitimidad de la institución papal y no podemos, por tanto, someternos a ella como lo requiere el ecumenismo católico romano, sin perjuicio de la personalidad más o menos atrayente y carismática de quien esté a la cabeza de ella.

Valga decir que nuestra polémica con el catolicismo alrededor de este asunto no versa sobre la buena o mala intención de Roma al sostener la doctrina del papado en la que ella se apoya. No vamos, entonces, a juzgar los motivos ni a mirar con sospecha el surgimiento del papado, como si hubiera sido una conspiración fríamente planeada y desarrollada por la iglesia católica romana para desvirtuar el puro evangelio de Cristo y deformarlo en el proceso. Vamos, pues, a evaluar los hechos a la luz de la Biblia y no las intenciones. Y los hechos son los siguientes.

1.- La primacía del apóstol Pedro. Lo primero que los católicos argumentan a favor del papado es la primacía del apóstol Pedro sobre los demás apóstoles.

Se apoyan para ello principalmente en el pasaje de Mateo 16:17-19: “–Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás –le dijo Jesús–, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo. Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Con base en este pasaje, Roma sostiene que el Señor Jesucristo le entregó a Pedro el liderazgo de la iglesia, por encima incluso del resto de los apóstoles. Argumentan que las palabras Pedro y piedra se refieren ambas al apóstol y que, por lo tanto, la piedra sobre la que Cristo edificará su iglesia es el mismo Pedro.

En realidad, lo que aquí hay es un juego de palabras entre dos términos similares pero diferentes. Petros, la manera en que Cristo se refiere al apóstol, significa en el griego un pedazo de piedra suelta, como la que una persona podría arrojarle a otra. La segunda: Petra, indica una roca fija y permanente. Y es evidente que Pedro, el pedazo de piedra, definitivamente no es la roca fija y permanente que Roma pretende. De hecho, de los 84 cristianos insignes que conforman la lista de los padres de la iglesia, sólo 16 creyeron que el Señor se refirió a Pedro cuando dijo: “Esta piedra”.

 

Pero, por supuesto, es la misma Biblia la que aclara a quien se refiere la piedra. El Señor dijo en su momento, citando un pasaje del Antiguo Testamento: “… –¿No han leído nunca en las Escrituras: »‘La piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular; esto es obra del Señor, y nos deja maravillados’?” (Mateo 21:42). Y si no estuviera claro, el mismo Pedro lo aclara: “Sepan, pues, todos ustedes y todo el pueblo de Israel que este hombre está aquí delante de ustedes, sano gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret, crucificado por ustedes pero resucitado por Dios. Jesucristo es ‘la piedra que desecharon ustedes los constructores, y que ha llegado a ser la piedra angular’. De hecho, en ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos” (Hechos 4:10-12).

En cuanto a poseer las llaves del reino, Pedro las utilizó bien en su momento, cuando, de manera inmediata a Pentecostés, le abrió la puerta del reino de Dios a los judíos con un sermón que trajo como resultado la conversión a Cristo de cerca de 3.000 de ellos. Y luego, en la casa de Cornelio, le anunció el evangelio a este centurión romano, a su familia y a sus allegados, abriendo oficialmente la puerta del reino de Dios también a los gentiles. Puertas ambas que desde entonces permanecen abiertas para todos los que, sean judíos o gentiles, responden con humilde arrepentimiento y fe a la predicación del evangelio.

Por último, la facultad de atar y desatar que Dios entregó a Pedro, no la entregó a él con exclusividad, sino a todos los apóstoles, en Juan 20:23: “A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” y, finalmente, a toda la iglesia en general: “»Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 18:18).

Creo que con esto es suficiente para establecer que Pedro no tenía la primacía entre los apóstoles. Por lo menos no más allá de su liderazgo natural y espontáneo o de ser el primero de los apóstoles en declarar la confesión de fe y en abrir las puertas del reino de Dios a judíos y gentiles, pero de ningún modo para justificar el papado ni una serie de sucesores suyos a la cabeza de la iglesia a lo largo de la historia

2.- Pedro, obispo de Roma y el primer papa. La segunda de las dudosas afirmaciones del catolicismo es que Pedro fue el primer papa u obispo de Roma, supuestamente desde el año 42 al 67 después de Cristo aproximadamente, pero las Escrituras ubican al apóstol en muchos lugares, tales como Jerusalén, Samaria, Cesarea y parece que Roma también, desde donde escribió probablemente su primera epístola, aunque de manera más bien breve e incidental y de ningún modo como obispo de esta ciudad por el tiempo que el catolicismo afirma.

De hecho, Pablo escribe su epístola a los Romanos mencionando por nombre propio a veintisiete personas en los saludos finales, pero no menciona a Pedro, lo cual hubiera sido inconcebible si él se encontrara allí. Asimismo, escribe varias epístolas desde la prisión en Roma y vuelve a mencionar en ellas a varios creyentes por nombre propio, pero de nuevo omite a Pedro.

Lo que sí es seguro es que Pedro y Pablo coincidieron brevemente en Roma hacia el final de sus vidas y murieron ambos como mártires bajo la persecución de Nerón, Pedro crucificado y Pablo decapitado.

3.- La sucesión papal y el carácter de los papas. La sucesión papal ininterrumpida es otro argumento muy débil, pues la línea de sucesión es muy frágil y discutible si tenemos en cuenta que Roma no tiene certeza sobre los 11 primeros nombres de la sucesión después de Pedro y durante los siguientes 1.000 años tiene también muchos vacíos e incertidumbres, pues a lo largo de ellos llegó a haber dos y hasta tres papas rivales y muchos llamados “pretendientes” sin que Roma se haya podido ponerse de acuerdo nunca sobre cuál de esos rivales y pretendientes era el papa legítimo en su momento.

Por otra parte, aunque no se puede generalizar, pues han existido sin lugar a dudas obispos de Roma del más elevado carácter moral, también lo es que ha habido un significativo número de ellos que dejan todo que desear en este aspecto.

No voy a entrar en detalles al respecto por lo sórdido, escabroso y escandaloso que puede resultar describir con precisión estas oscuras épocas que se han repetido lamentablemente en la corte romana del Vaticano. Baste citar al cardenal Baronio, uno de los más influyentes defensores del papado, quien refiriéndose a estos hechos, dice: “¿Qué espectáculo más inmundo ofrecía la Santa Iglesia Romana cuando en la corte de Roma mandaban las prostitutas más viles y poderosas, que con sus arbitrarias decisiones creaban o hacían desaparecer las diócesis, se consagraban los obispos, y, lo que es aún más vergonzoso, se colocaban en la silla de San Pedro falsos papas, sus amantes”. Y dado que Roma reclama para los papas la condición de vicarios de Cristo, encontrar vicarios de este carácter, aunque no fueran más que excepciones, es ya un hecho ofensivo e insultante para con Cristo que echa por tierra estas pretensiones.

 

 

La maldición del ecumenismo

Ahora bien, desarrollando un poco más la crítica ya esbozada contra este movimiento y dejando de lado la crítica a la institución papal, es conveniente precisar en qué sentido el ecumenismo puede ser muy inconveniente y condenable.

El ecumenismo puede ser una maldición si se entiende como la promoción de la unidad a expensas de la verdad. Ya lo dijo el recientemente fallecido John R. W. Stott: “Sería necio buscar la unidad a expensas de la verdad… Cristo inevitablemente divide y a la vez une a la gente”. 

Porque la unidad a expensas de la verdad es lo que parece pretender el ecumenismo actual, ya no sólo católico romano, sino también en buena medida el protestante evangélico representado en el Concilio Mundial de Iglesias al popularizar el ya citado y discutible lema que dice: “el amor une, la doctrina divide”.

Lo anterior no significa desconocer que Cristo vino a promover la fraternidad de todo el género humano por encima de diferencias nacionales, culturales, étnicas e incluso ideológicas sobre la base de la reconciliación por él provista en la cruz. Pero esta unidad fraternal de todos los seres humanos no es posible si no se apoya en la verdad revelada en el evangelio.

De hecho, el Señor nos advirtió sobre la paradoja de que Él, anunciado en Isaías como “El Príncipe de paz”, no vino a traer una paz insustancial, sino más bien contención o, más exactamente “espada” en un significativo número de casos, al punto que como resultado de ello, las familias podrían llegar a dividirse y enfrentarse por su causa, puesto que el compromiso con Dios y la verdad tienen prioridad sobre cualquier otro compromiso, aun sobre aquellos que tienen que ver con los afectos y los vínculos de consanguinidad, de modo que si existen conflictos de intereses entre ambos, se debe dar prelación al primero.

No en vano Walter Martin, el ya fallecido fundador del Instituto Cristiano de Investigaciones decía solemnemente que: “La controversia por causa de la verdad es un mandamiento divino”.

No podemos pasar por alto que siempre que la Biblia habla de unidad se halla implícita una común y veraz base doctrinaria, como la que indudablemente poseen todas las denominaciones protestantes en torno a los lemas de la Reforma de “sola escritura, sola gracia, sola fe y solo Gloria de Dios”, y en un marco más amplio -pero no por eso exento de diferencias-, la poseen también las tres grandes vertientes históricas de la cristiandad a saber: católicos, ortodoxos y protestantes.

Pero a la hora de defender la verdadera unidad cristiana no podemos sacrificar las diferencias doctrinales que, en conciencia, nos separan y debemos debatirlas más que discutirlas, en un espíritu de amor y de respeto mutuo, exento de sectarismos de parte y parte, por la vía del argumento y de la persuasión que apele de manera consistente a las Escrituras y a la tradición histórica de la iglesia que armonice con ellas, de conformidad con la verdad revelada en la Palabra de Dios, recordando siempre que un debate es un intercambio de inteligencias, mientras que una discusión es un intercambio de ignorancias. Únicamente así halla sentido la emotiva oración de Cristo en vísperas de su muerte: “… Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno…” (Juan 17:20-21)

 

 

La bendición del ecumenismo

Sin perjuicio de esta crítica, la esperanza que la palabra “ecuménico” suscita no carece tampoco de fundamento bíblico, puesto que proviene del griego oikumene, que se traduce en la Biblia como “mundo”. Un mundo que está llamado a ser por completo abarcado por el evangelio, como lo profetizó y lo ordenó el Señor Jesús en los evangelios antes de su ascensión y lo confirma la obediencia más o menos eficaz que los cristianos han venido prestando desde entonces al mandato de evangelizar al mundo impartido por Cristo.

No es, pues, desatinado afirmar, como lo hace Wolfgang Huber, que: “La teología… es ecuménica de principio a fin… el futuro de la cristiandad… será ecuménico” y que, en consecuencia, la iglesia, de un modo u otro, debe obedecer y compartir plenamente, de principio a fin, esta intención e interés ecuménico de Dios manifestado con claridad en el Nuevo Testamento.

Por último, debemos estar de acuerdo con el evangelista Carlos Jiménez al declarar: “El Espíritu Santo… es el verdadero agente ecuménico de la Iglesia… Allí donde se le obedece hay unidad”. Porque el Espíritu Santo, siendo Dios, es libre y soberano y su acción excede con frecuencia el ámbito de influencia de las iglesias, llegando así a ser muy eficaz en los propósitos que persigue. Uno de estos propósitos es promover la libre y voluntaria obediencia de los creyentes a la voluntad divina, específicamente a la expresada por el Señor en su oración sumo sacerdotal: “… Permite que alcancen la perfección en la unidad…” (Juan 17:23).

Sin embargo, la unidad no es algo que tenga que ver propiamente con la iglesia en un sentido institucional. Por eso es un error concebir el ecumenismo como el establecimiento de una única organización eclesiástica de cobertura mundial, pues la unidad de la iglesia no es de índole organizativa sino orgánica, a la manera en que un organismo vivo posee unidad a pesar de la variedad de órganos o miembros que lo conforman, y la cabeza de este cuerpo u organismo vivo no es ninguna otra más que Cristo.

Por eso, en lo que concierne al trato personal entre creyentes en Cristo y no al trato interinstitucional entre iglesias cristianas -las cuales deben de cualquier modo defender las doctrinas que las identifican y distinguen- la libertad concedida por el Espíritu Santo a cada uno de ellos les permite ir más allá de los linderos confesionales de su propia denominación, o dicho de otro modo, de las doctrinas que caracterizan a su denominación cristiana en particular y, sin perjuicio de sus diferencias, cultivar no obstante un trato fraternal con cristianos de otras confesiones enfatizando más las doctrinas comunes que nos unen que las que nos separan, pues la unidad cristiana trasciende las diferencias confesionales permitiéndoles a la gran variedad de cristianos protestantes evangélicos disfrutar de unidad en medio de su gran diversidad denominacional y también de una convivencia amistosa en medio de las diferencias con las ramas católica romana y ortodoxa griega de la cristiandad.

Ese es el verdadero ecumenismo. Porque aunque no deje de ser cruel y cínica y deba, por lo mismo, ser condenada; la frase de Armand Amalric, perseguidor de la herejía cátara cuando respondió así a sus soldados sobre cómo diferenciar a los inocentes de los culpables: “¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!”, no deja tampoco de ser cierta, ya que Pablo le reveló a su discípulo Timoteo que: “A pesar de todo, el fundamento de Dios es sólido y se mantiene firme, pues está sellado con esta inscripción: “«El Señor conoce a los suyos»…” (2 Timoteo 2:19). Y los suyos no se encuentran en la iglesia protestante evangélica con exclusividad, sino que muy seguramente también se encuentran dentro del catolicismo y la iglesia ortodoxa griega por igual, pues es un hecho que en la iglesia evangélica no todos los que están, son; ni tampoco que todos los que son, están en la iglesia evangélica.

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