El dilema de los judíos árabes ante el sionismo

El dilema de los judíos árabes ante el sionismo

La mitad de la población israelí actual desciende de mizrahis y la mayor parte comulga con los ideales más derechistas del Gran Israel que promueve el genocidio.

Por: Laurent Cohen.

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Hace unas semanas, en Miami, un ciudadano estadounidense judío disparó sobre dos hombres, un padre y un hijo, tras tomarlos por palestinos (porque eran morenos y parecían árabes). Un caso de racismo blanco ordinario. 

La ironía de la historia es que resultaron ser israelíes de origen árabe, “Mizrahim”. Pero lejos de expresar empatía con quienes representaban ser, las victimas protestaron por una agresión “antisemita” sobre sus personas. 

¿Qué ha pasado para que estos judíos israelíes nieguen de esa forma su propio origen, su identidad original de árabes judíos y por qué están tan llenos de odio hacia un pueblo con quien tienen tanto en común? 

La respuesta se llama… Israel. 

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Al principio había el nombre. Solo tenemos nuestro nombre. 

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Árabes y judíos. Éramos judíos árabes o árabes judíos, es decir árabes de confesión judía. Egipcios. 

Mi padre se llamaba Jacques Yusef Cohen, nacido en El Cairo un 7 de marzo de 1919. (Para los judíos ortodoxos este es el aniversario de Moisés, y también el de su muerte). Jacques es Jacobo, un nombre judío afrancesado, signo de los tiempos de la colonia, en el que, de alguna manera, los judíos empezamos a ser blanqueados. Yusef es el nombre de mi abuelo, que se llamaba Yusef Ibrahim. La tradición quiere que el segundo nombre del varón sea el del abuelo. Pues mi bisabuelo se llamaba Ibrahim Harún, como su padre, Harún Cohen. Y yo tengo Joseph, traducción de Yusef en francés, José, como segundo nombre. Mi tatarabuelo Harún tenía una casa a la entrada de Haret-el-Yahud, el antiguo barrio judío de El Cairo. 

Éramos judíos árabes o árabes judíos en Egipto desde... siempre. 

Mi abuela paterna, la madre de mi padre, se llamaba Sara Rollo. Tenía un nombre portugués. Pero solo hablaba árabe. Era pelirroja, tal vez como sus antepasados venidos de la península ibérica como refugiados. Llevaba, como se dice, una casa estrictamente kosher, pero la comida era egipcia, casi, si no fuera por los buñuelos de bacalao. Lo que demuestra que el ser árabe no es un tema étnico, ni religioso, sino un hecho cultural, vinculado a la lengua, a una manera de ser en el mundo en el que caben muchas cosas. Y algunos pensarán que también en el estómago. 

No sin razón. Cuando la familia quería celebrar algo, íbamos al restaurante libanés. Antes de llegar a los platos principales, los niños ya nos habíamos llenado la panza con los mezze: olivas, hojas de parra, tahine, humus, tarama y un montón de pan de pita. El domingo por la tarde, mi tía Jeanne recibía a los amigos de mi padre con té, café turco y dulces, pastelitos rellenos de dátiles –menenah– o simples galletas de harina con sésamo, los kahks. Durante la Pascua judía, mermelada de dátiles o de coco, una delicia. Cuando todavía gozaban de buena salud, sacaban el whisky o el arak.

Mi madre era Leila Vanda Medina. Leila como la noche y Medina como la ciudad del profeta Mohammed, la medina, la ciudad en árabe, que hoy en día quiere decir la ciudad antigua o el casco antiguo. Era italiana, descendiente de sefardíes instalados en Livorno y llegados a Alejandría a finales del siglo diecinueve. Pero en hebreo Medina significa el Estado, Medinat Israel, el Estado –maldito– de Israel. 

Hechas las presentaciones. La comunidad judía de El Cairo era diversa tanto en orígenes étnicos, rituales religiosos y gastronomía: magrebíes, yemeníes, sefardíes y egipcios, pero también europeos askenazis allí refugiados, así como disidentes, los caraítas, que no reconocen el Talmud y rezan sentados sobre alfombras, como los musulmanes, y antaño incluso samaritanos. Todos tenían sus diferentes sinagogas. 

También en clases sociales, desde los que frecuentaban la alta sociedad y la corte del rey Faruk, siendo incluso ministros como Yusef Cattaui Pacha, hasta los habitantes del antiguo barrio judío, Haret el Yahud, tan pobres como sus conciudadanos musulmanes o cristianos. Practicaban un judaísmo tolerante, matizado de islam e incluso de sufismo, pero también de supersticiones orientales y africanas. 

A pesar de que el mayor filosofo judío de todos los tiempos fuera el jefe de la comunidad de El Cairo durante treinta años en el siglo XII, Moisés Maimonides no pudo “purificar” completamente el judaísmo local de todas estas influencias, y, de hecho, su propio hijo y sucesor incorporó Suras –en árabe– y rituales sufíes en la sinagoga. 

Tal era el poder (espiritual) que se le atribuía al Rambam, que mi abuela iba a veces a pasar la noche, tumbada sobre el suelo de piedra de su “habitación” en la sinagoga subterránea que lleva su nombre, Rav Moshé, a la que acudía descalza, como tantos fieles, incluso musulmanes, para ser “inspirada” o visitada en sueños por él durante la noche. Un rabino se encargaba después de interpretar esos sueños. 

La disrupción colonial es la que provoca la aparición de las primeras fisuras en el delicado orden otomano

El Egipto otomano no era un paraíso, ni una democracia, pero tanto George Corm, el economista libanés, como Ilan Pappé, el historiador israelí antisionista, invitan a revisitar la institución del millet [sistema de organización comunitaria para los grupos no musulmanes], que permitía a las diversas comunidades funcionar con cierta autonomía en términos de vida religiosa, civil y judicial, con sus instituciones en el caso de las comunidades judías del Levante o Mashrek. Se puede decir que el Mashrek otomano era un tapiz o un mosaico de culturas y religiones en el cual cada pieza tenía su lugar y su función. Aunque sin mezclarse demasiado. 

¡Que sirva de inspiración para imaginar un marco ¿federal o confederal? que supere los Estados fallidos del mandato Sykes-Picot y un futuro mejor para la región del llamado creciente fértil! 

Pero es la disrupción colonial la que provoca la aparición de las primeras fisuras en el delicado orden otomano. Prueba de ello es que, a principios del XIX, en Alejandría tiene lugar una escisión en la comunidad judía entre aquellos que quieren seguir siendo árabes y defender la lengua y las costumbres de sus antepasados, y aquellos que sienten que pronto el orden será europeo y adoptan un modelo de consistorio copiado del de Venecia, bajo jurisdicción austrohúngara. Después de treinta años, en 1872 el Khedive Ismael, gobernante del país, impone la reunificación bajo los auspicios del Imperio austrohúngaro. Ganó Occidente. ¿Sorprende? En realidad, el khedive soñaba con un Egipto que fuera Europa. 

En la misma época, en 1870 Francia adopta una legislación que otorga la nacionalidad francesa a los 35.000 judíos de Argelia, que son árabes y amazigh, contribuyendo a una primera separación de sus hermanos y hermanas musulmanes, que siguen bajo el estatuto del “Indigenato” (Indigénat). 

Anteriormente, en el siglo XVI, François I, rey de Francia había llegado a un acuerdo con el sultán Solimán para proteger a sus súbditos y a los cristianos de oriente –ya entonces– que después se extenderá a otros ciudadanos occidentales presentes en el Imperio: el régimen de las capitulaciones. Consecuencia de ello, en Egipto existen tribunales mixtos compuestos por un juez occidental y otro egipcio, más benevolentes con los europeos que si fueran tribunales puramente egipcios. 

Por ello, entre otras razones, muchos ciudadanos egipcios, y entre ellos judíos, adquieren una nacionalidad extranjera; la más fácil de obtener era la italiana, y mi bisabuelo la consigue, mediante pago, por supuesto. En aquella época, principios del siglo XX, no existe nacionalidad egipcia, todos son otomanos bajo “protectorado” británico. 

Después de la I Guerra Mundial, se crea un partido nacionalista, el Wafd, que organiza la agitación contra los ingleses, amos del país. Su lema es: Egipto para los egipcios. Saad Zaghlou, un judío, es uno de sus líderes que será exiliado a París por el poder. Mi tío V., así como otros judíos que militan en el partido, participa en las manifestaciones, como un egipcio más, y grita “Fuera los ingleses”. 

En 1939, cuando por fin se oficializa la nacionalidad egipcia, tanto mi abuelo como mi padre la adquieren por decisión propia. Otros no lo harán, o simplemente se olvidarán de hacerlo, lo que les convertirá en apátridas y tendrá consecuencias dramáticas en los eventos ulteriores. 

En aquella época, la enseñanza de la religión judía consistía en repetir de memoria los textos sin entender una palabra de su significado. Y quien no está atento recibe un golpe de bastón. Nada que pueda despertar la curiosidad del alumno. Por contra, los judíos europeos, y franceses en particular, crean una red de escuelas laicas judías que educan a los hijos de la burguesía para limitar la influencia de las escuelas católicas francesas y otras que llevan algunos jóvenes judíos a convertirse al catolicismo. Mi padre frecuenta una escuela de los jesuitas franceses, Khoronfesh, que forma a las élites locales. 

También establecen instituciones caritativas para los hijos de familias pobres como la famosa Goutte de lait. En ese afán de modernización y europeización, crean el terreno propicio para las ideas de la modernidad, el socialismo, la masonería, pero también para el sionismo. 

Dentro de la comunidad judía aparecen unas jóvenes mentes inquietas sensibles a la miseria y la explotación del pueblo egipcio que crean el embrión del futuro partido comunista de Egipto. La lucha de clases también existe entre judíos. En esta época, en la comunidad judía de Alejandría tiene lugar una manifestación de los parados, judíos, que se manifiestan contra el establishment, también judío, reclamando pan y trabajo. Muchos viven en la miseria y solo sobreviven por la beneficencia. 

El marxismo cuaja entre las jóvenes generaciones, menos sensibles a los argumentos del sionismo, salvo entre los askenazis. En efecto, ¿qué interés tiene migrar a una tierra que se encuentra a unas horas de tren cuando se está perfectamente bien aquí, porque jamás se ha notado la crueldad de la persecución religiosa? 

Henri Curiel es uno de esos jóvenes, figura del marxismo egipcio. A pesar de defender a Nasser, será expulsado por él, como apátrida. Una vez en Francia, apoyará la lucha de liberación del pueblo argelino, organizando vías de financiación, y después creará Solidaridad Internacional, que forma a activistas en la lucha por la descolonización de lo que se llamará el Tercer Mundo. También interviene en una primera toma de contacto entre un miembro de la OLP y Matti Peled, general israelí que se ha vuelto pacifista. Es asesinado en París en 1978, probablemente por la OAS, grupo terrorista de extrema derecha francesa que no le perdona su apoyo al FNL (Frente de Liberación Nacional), seguramente con el beneplácito del poder. 

Paralelamente, el panarabismo, por una parte, y el islamismo político de Hassan el-Banna, fundador de los hermanos musulmanes en Ismailía en 1928, por otra, representan una reacción a la disrupción colonial europea. En el primero, los judíos tenían su lugar, en el segundo no, y a medida que ambas corrientes se van acercando, la nueva identidad egipcia deviene exclusivamente musulmana o casi, y sobran los judíos. 

Palestina siempre fue árabe, con presencia judía, cristiana y musulmana, pero árabe. Y esa idea de los dos Estados es una ilusión que es de vital importancia superar

Pero es la cuestión palestina la que deviene central en esos años, con el plan de partición de 1947 y la Nakba de 1948, que agudizarán la situación. Ya en 1947, ante la ONU, se advertía de que la adopción del plan de partición provocaría un desastre para los judíos de los países árabes. En aquel momento, ningún país africano o asiático ha alcanzado la independencia de los poderes coloniales y no están en la ONU. La partición, aprobada por Stalin, fue un terrible error. Palestina siempre fue árabe, con presencia judía, cristiana y musulmana, pero árabe. Y esa idea de los dos Estados, adoptada por los partidos comunistas ortodoxos, sigue siendo una ilusión, un mantra repetido hasta la saciedad, vacío de contenido, que es de vital importancia superar. 

Hasta 1948, no hay verdaderas tensiones entre las comunidades judías y los demás egipcios. Por supuesto, en la II Guerra Mundial, el pueblo espera la victoria de Rommel sobre Montgomery. No por antisemitismo, como se ha dicho a menudo, sino porque los pueblos bajo el yugo colonial, sea en África, en América o en Asia, están dispuestos a aliarse con quien sea con tal de acabar con esa dominación insoportable, y eso es lo que los franceses siguen sin entender porque no han digerido su derrota colonial y la pérdida de Argelia. 

Solo con la limpieza étnica de Palestina en 1948, la Nakba, y la derrota militar egipcia y, sobre todo, en 1956, con el ataque del canal de Suez y de Egipto por parte de Israel aliado con las antiguas potencias coloniales– Francia y Reino Unido–, la situación de los judíos se tornará insostenible. 

Y efectivamente, son expulsados aquellos que no tienen un pasaporte egipcio, entre ellos los apátridas, considerados como “extranjeros”, y sus bienes, confiscados por el Estado. 

En la misma época, en Irak, agentes sionistas cometen una serie de atentados en sinagogas, haciéndolos pasar por actos de violencia de la población local, empujando así a judíos iraquíes a dejar la que fue su patria durante siglos –Babilonia– por el nuevo Estado nación “judío” europeo implantado en el corazón del Mashrek. En Egipto, una serie de atentados cometidos por agentes israelíes y algunos judíos egipcios, pronto identificados y condenados, dideron lugar a unos hechos lamentables, conocidos como el Asunto Lavon, y crearon inseguridad y malestar en la comunidad. También hay agitación en las calles por parte de los Hermanos Musulmanes, que incendian El Cairo en 1952. 

Pero en 1954 Nasser está al mando de Egipto, y lidera el nacionalismo árabe y el mayor movimiento de descolonización jamás visto, junto con la India de Nehru, la China de Chou-en lai, la Yugoslavia de Tito y otros. El movimiento de los No Alineados se reúne en Bandung en 1955 y es imparable. Crea una ola de esperanza, por lo menos en todo el mundo árabe y en particular en Palestina. Para Nasser, y en ese orden, Egipto es africano, árabe y musulmán. Estamos lejos de las pretensiones de sus dirigentes anteriores de pertenecer a Europa. 

En efecto, nada más acabar la II Guerra Mundial, los pueblos colonizados, habiendo pagado con sangre su contribución a la victoria aliada, reclaman su libertad. El mismo día de la liberación, el 8 de mayo de 1945, Francia reprime a tiros una manifestación en Setif, Argelia, en la que se reclama igualdad de derechos para los indígenas. Pero pronto, después de los acuerdos de Evian y una guerra de liberación que ha causado centenares de miles de muertos y una intentona golpista, los colonos tienen que volver a Francia. Los judíos, que en su mayoría no han pisado Francia metropolitana en su vida tienen que “volver” a una patria que no es suya y que no los quiere. Este doble resentimiento, sobre todo hacia los “árabes” que los han “echado” y hacia esa Francia que los acoge con recelo, les hace volcarse hacia el nuevo Estado vencedor de las tropas árabes en 1967, Israel, que les ha devuelto el orgullo. 

En Israel, los mizrahis –mal llamados “orientales”– son en su mayoría, tradicionalistas y religiosos, son grandes familias con muchos hijos. Aunque una minoría de ellos esté politizada a la izquierda, como un movimiento de jóvenes marroquíes que se identifica con la lucha de los afroamericanos en Estados Unidos en los años 1960 y adopta el nombre de Black Panthers. Sus padres vinieron de Marruecos, se les prometió el paraíso, pero al llegar allí se les alojó en bloques de viviendas de tipo soviético, en lugares fronterizos y se les explotó como fuerza de trabajo: son el nuevo proletariado israelí. Antes de ellos han venido los yemeníes, salidos de otro siglo, de una sociedad muy tradicional. Nada más pisar el suelo se les rocía con DDT. Se les presiona para que olviden su cultura y su lengua, el árabe, la lengua del enemigo. Son muchos los casos de bebés robados y educados por “buenas” familias europeas askenazis, nunca recuperados por sus familias. Su lucha para recuperarlos sigue vigente a día de hoy.

Iraquíes, iraníes, kurdos, sirios y libaneses también se encuentran con un Estado que les pide renunciar a la propia identidad para ser aceptados, “integrados” diríamos hoy: una alienación dolorosa sin duda, causa de no pocos trastornos psíquicos. Sin querer hacer psicoanálisis colectivo, un ejercicio arriesgado, no es difícil pensar que esa represión de la propia identidad, del propio origen, de la lengua y de la cultura es una forma de violencia ejercida sobre uno mismo que, de una manera u otra, ha de resurgir como un río subterráneo que vuelve a la superficie y a la luz en un momento dado. 

Ella Shohat, israelí de origen iraquí, quien fue la primera mujer académica en haber teorizado sobre el fenómeno de los mizrahis, desde un punto de vista político y sociológico, vislumbraba una posible alianza entre los oprimidos mizrahis y el pueblo palestino, primera victima del sionismo. Incluso viaja a Madrid a principios de los noventa y se encuentra con intelectuales cercanos a la OLP, como Mahmud Darwish. 

Muchos factores hicieron que no cuajara esta idea. La primera es que al reclamarse el establishment sionista de “la izquierda”, del laborismo, con el sindicato Histadrut como buque insignia, y dada la discriminación que sufrían los mizrahis, rechazarían todo lo que de cerca o de lejos oliera a socialismo. La segunda es que tradicionalistas y religiosos encontraron su lugar en el partido sefardí Shas y en el Likoud. Begin entendió el potencial político que representaban en los setenta y les abrió los brazos. Su retrato decora muchos puestos de los mercados de Jerusalén. La tercera es que pronto vinieron otros, los “falasha” de Etiopía que se encontraron aún más abajo en el escalón social. Y, por supuesto, el pueblo indígena, el palestino, que en el colonialismo de asentamientos siempre ocupa el escalón más bajo. 

A pesar de todo, algunos mizrahis consiguieron ascender socialmente, se casaron con askenazis y la situación ya no es la que era hace 40 o 50 años. Se puede decir sin demasiado margen de error que la mayoría o por lo menos la mitad de la población israelí actualmente es descendiente de judíos árabes y orientales y que la mayor parte de ella comulga con los ideales más derechistas del sionismo, el Gran Israel, y muchos adhieren a los objetivos del Nacional Judaísmo, desafortunadamente. Aunque a nivel político no existe una alternativa mizrahi equivalente al de los rusos de Israel, Israel Beytenu. 

Sin embargo, la cuestión de la identidad Mizrahi sigue siendo importante porque rompe con la narrativa europea occidental sionista de que la persecución del “pueblo judío” es eterna y que no tiene explicación racional, situándola fuera del radar del racismo conocido. 

La historia muestra que en tierras del Islam (Dar el Islam), como en el caso del Imperio Otomano y en Al Ándalus, en la península ibérica, no solo hubo convivencia entre el Islam y el judaísmo, sino que hubo un verdadero florecimiento del judaísmo bajo la protección del Islam en determinados periodos, dando lugar a una civilización judeoárabe o judeoislámica auténtica. Al contrario, la idea de una civilización judeocristiana tan aceptada socialmente es un invento reciente cuyo objetivo es negar este hecho y marginar al islam, como si toda la historia judía fuera únicamente europea, y blanca y redimir a la Iglesia de su persecución milenaria contra los judíos.

Al contrario, esta historia permite señalar el racismo y el eurocentrismo que imperan en el sionismo en Israel, tanto contra los palestinos como contra cualquier huella de cultura árabe judía entre los habitantes mizrahis del Estado. 

Si fuera posible, otro enfoque permitiría volver a descubrir una versión del judaísmo mucho más abierta y tolerante como la que hubo en Egipto, con aportes del islam, pero también de la civilización grecolatina, una versión mediterránea, mestiza, y libre de victimismo, como dice el escritor y podcaster Alon Mizrahi, que desmonte el monstruo que supone el Nacional Judaísmo, un Frankenstein que ahora se ha escapado del control de su amo en un delirio de conquista asesina. 

Es evidente que la paz no es posible con un Estado vecino supremacista, colonialista, y genocida

Finalmente habría que revivir la herencia de una verdadera izquierda, reclamar los aportes de las ligas judías antisionistas y antifascistas iraquíes y egipcias de los años treinta, así como a grandes figuras como la de Abraham Serfaty y Henri Curiel, trazar una estrategia de corresistencia anticolonial con los palestinos dentro de la lucha global por la liberación de los pueblos contra el imperialismo. 

En 1974, la OLP apelaba a los judíos que así lo quisieran a quedarse después de la liberación, para formar parte de una nueva Palestina con igualdad de derechos. Después de treinta años del engaño de Oslo, y del genocidio en curso, es evidente que la paz no es posible con un Estado vecino supremacista, colonialista, y genocida, que por ley define que solo el pueblo judío tiene derecho a la autodeterminación en la Palestina histórica, del río al mar. 

Si el pueblo palestino tiene todavía esa generosidad, una solución viable sería una apuesta por convivir en igualdad de derechos, en un Estado laico donde quepan todos, con las debidas reparaciones por los daños producidos, después de que los judíos israelíes, y en particular los mizrahis, hayan ralizado un profundo cambio y cuestionamiento de sus creencias y se hayan reconciliado con su identidad de origen. Judíos y árabes. A la vez. Inch’Allah. 

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Laurent Cohen es copresidente de la Asociación Catalana de Judíos y Palestinos Junts.

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