Gobernar la riqueza para luchar contra la pobreza
por Luis Badilla
Si quisiéramos resumir en pocas palabras los discursos del Papa Francisco ante el Congreso de los Estados Unidos de América del jueves, y el de ayer ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, creo que lo primero que se desprende de estas dos importantes alocuciones es que: lo verdaderamente urgente es gobernar la riqueza, y no hacerlo significa volver estéril cualquier forma de lucha contra la pobreza, lucha que a su vez, si no se gobierna la riqueza, difícilmente producirá los resultados deseados y servirá solo para tranquilizar algunas conciencias. En este binomio radica todo el desafío que lanzó el Papa a los políticos estadounidenses, a los gobernantes del mundo, a las personas y a los pueblos, y a cualquiera que sienta como propio el destino de la humanidad, especialmente de los más débiles y sin voz.
Sin embargo, para una comprensión más completa y profunda, a estos dos discursos se debe sumar una tercera alocución, la del 9 de julio pasado en Bolivia, dirigida a los Movimientos populares. Me refiero al discurso que el Papa comenzó diciendo: “Necesitamos un cambio” y luego precisó: “Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero, porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y la indiferencia”.
Los tres textos conforman una especie de tríptico bastante completo, actualizado y profundo de la Doctrina Social de la Iglesia, porque proponen las enseñanzas sociales del Magisterio a partir de la realidad actual, identificando los problemas y las laceraciones de la humanidad, los protagonistas de este cambio y de esta esperanza y, por último, las perspectivas y los principales ejes para construir un nuevo futuro. En estas densas y articuladas reflexiones el Papa Francisco traza la Agenda del mundo, poniendo de relieve cuáles son los principales compromisos del “programa de la esperanza”. Lo hace como Pastor de la Iglesia Universal, mirando el rostro de Cristo, con el Evangelio en el corazón y en la mano, y con amorosa preocupación por la “urgencia”, como si estuviera diciendo: se ha terminado el tiempo de las palabras, hay que pasar a la acción. Les ha pedido a los Movimientos populares que se constituyan en apasionados intérpretes y protagonistas de su propio destino, reapropiándose de la esperanza que les fue robada. Les ha pedido a los congresistas de Estados Unidos, en el corazón del poder de la democracia estadounidense, que ofrezcan su disponibilidad para secundar este cambio, sirviendo con su poder a los intereses auténticos de las personas y de los pueblos. Lo pidió, por último, en el marco del duro realismo de la geopolítica y de la geoestrategia, a los gobiernos, a los gobernantes y a las instituciones, ante la Asamblea General de la ONU. El Papa Francisco parece considerar que “el problema” no es la riqueza ni la pobreza, sino la relación entre las dos realidades, y por lo tanto la cuestión central consiste en el gran desafío de ser capaces de gobernar la riqueza para luchar contra la pobreza. En sus palabras parece escucharse el eco de las provocaciones esquemáticas pero verdaderas de Paolo Freire: “el mundo está dividido entre quienes no duermen porque tienen hambre y quienes no duermen por temor de los que tienenhambre”.
Estando así las cosas, no hay futuro para la humanidad. A partir de los diversos razonamientos contenidos en estos discursos (que probablemente deben considerarse como una única disertación dividida en tres partes), se desprende que para el Santo Padre, por una parte está la pobreza como subproducto de la riqueza mal gobernada y por la otra están los pobres, no cifras estadísticas, sino personas concretas, con un nombre, un rostro y un lugar de sufrimiento. Pobreza y pobres no son abstracciones técnicas sino realidades específicas que se deben colocar dentro de un contexto, de un modelo-sistema, de un conjunto de reglas y leyes –en particular las del “mercado” asumido como “divinidad” omnipotente, omnipresente y omnisciente- donde solo toman decisiones los que tienen acceso a la riqueza y que, en definitiva, gobiernan a su antojo, creando y perpetuando exclusiones de todo tipo. Exclusiones donde anida no solo la soledad y la desesperación de la condición infrahumana, sino también la violencia, el odio, el rencor, la división y la incomunicabilidad; exclusiones que corroen las relaciones humanas y que siembran –al considerar como forma y estilo de “éxito” el egoísmo, la autorreferencialidad y el desprecio por la presencia del otro- la repugnancia por lo que es diferente (racismo y xenofobia) y la repugnancia por el pobre (clasismo). Por eso no se puede afrontar con éxito y con métodos adecuados la pobreza si no se afronta al mismo tiempo el gobierno de la riqueza. Se podría decir que la lucha contra la pobreza comienza precisamente con la governancia de la riqueza, y por lo tanto con un mayor, mejor y más justo equilibrio en la distribución de los recursos, públicos y privados. Los equilibrios actuales han terminado creando e imponiendo modelos de desarrollo tecnomateriales que la inmensa mayoría de la humanidad padece con consecuencias deletéreas.
Convertir la crisis en un enfrentamiento entre ricos y pobres no tiene sentido y no conduce a nada. El desafío es otro: un modelo de pensamiento –político, social, antropológico y existencial- y de sociedad capaz de llevar a la práctica el destino universal de los bienes y la profecía de la igualdad y fraternidad entre los hombres. Sólo así los gestos, comportamientos, palabras y valores como “solidaridad”, “acogida” y “compartir -¡multiplicación de los panes y los peces!- pueden llegar a ser factores reales y concretos de desarrollo y crecimiento material y espiritual. En este sentido el Evangelio, “manifiesto” de vida y de vida abundante, si somos capaces y lo deseamos, puede ser el “empujón” que falta, el único, si es vivido concretamente como “regla de oro”, capaz de romper la inercia de los corazones cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes.
En las Naciones Unidas el Papa Francisco ha propuesto el Evangelio, sin citarlo, como guía para todos: “Losgobernantes –afimó con fuerza- han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos”.
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