Perdón por cada vez que estuviste ahí, pero te sentiste invisible. Por cada vez que la iglesia fue prioridad y tú un añadido.
Por: Juan Carlos Parra.
Hoy os pedimos perdón, queridos hijos e hijas.
No mencionaré tu nombre, pero sé que tienes una historia. No sé todo lo que has vivido, pero sí sé que has estado en medio de una batalla que quizás no elegiste, porque creciste en un hogar donde el nombre de Dios se pronunciaba con amor, pero a menudo con cansancio. Donde las oraciones eran constantes, pero quizás no las entendiste. Donde servías desde pequeño, muchas veces sin que nadie preguntara cómo te sentías.
En nombre de quienes fuimos llamados a guiar, y también a criar, quiero comenzar con una sola palabra: Perdón.
La Biblia está llena de historias entre padres e hijos. Algunas son hermosas, redentoras, otras, desgarradoras. Para abrir el corazón, permítenos recordar una de esas historias difíciles: la de David y su hijo Absalón.
David fue un hombre conforme al corazón de Dios. Pastor, salmista, guerrero, rey... Pero, como padre, también falló. Fue grande delante de Israel, pero pequeño dentro de su casa.
Cuando su hijo Amnón violó a su hermana Tamar, David se airó, pero no hizo nada. No defendió, no consoló, no actuó. Absalón esperó durante dos años a que su padre hiciera justicia. Esperó una palabra, una acción, un castigo, algo... Pero lo que recibió fue silencio. Ese silencio lo llevó al límite. El hijo herido tomó justicia por su mano. Mató a su hermano y después huyó. Y David volvió a hacer lo mismo: lloró, pero no lo buscó... Sufrió como padre, pero no se acercó a su hijo. Seguro que lo amó, pero no supo expresarlo.
Absalón vivió tres años desterrado, esperando un gesto de su padre. Cuando por fin fue llamado a volver, no se le permitió ver el rostro del rey. Vivía cerca de David, pero entre ellos había un abismo. Dos años más sin contacto... Cinco años sin un abrazo. En ese tiempo, Absalón tuvo hijos también. David, el abuelo, nunca los conoció. Porque no basta con traer a casa: hay que traer al corazón. El silencio entre un padre y su hijo es uno de los gritos más ensordecedores de la vida.
Desesperado, Absalón quemó los campos de Joab para ser escuchado. No fue un acto de rebeldía, sino una súplica desesperada: “¡Por favor, mírame, escúchame, no me ignores más!”. Cuando por fin fue llevado ante David, el rey le dio un beso… y nada más. Sin palabras. Sin sanidad. Solo el gesto vacío de una reconciliación que nunca fue completa. Ese beso que no fue abrazo, esa reunión que no tuvo conversación fue la gota que rebalsó el alma de Absalón. Lo que no se sana se infecta. El hijo herido se convirtió en el hijo rebelde. Empezó a robar el corazón del pueblo porque el corazón de su padre no lo pudo ganar.
Finalmente, David huyó de Jerusalén: su hijo había usurpado el trono. Y entonces, por primera vez, el rey pudo abrir los ojos. Vio cuánto daño había causado su silencio. Entendió que la distancia emocional también mata. Pero ya era tarde. Cuando Absalón murió en el campo de batalla, David no celebró la victoria, sino que lloró la pérdida. Gritó como nunca lo había hecho:
“¡Absalón, hijo mío, hijo mío! ¡Quién me diera haber muerto yo en tu lugar!”.
Ese lamento resuena hoy, porque no es solo el dolor de un rey. Es el dolor de muchos padres, muchos líderes, muchos pastores que se dieron cuenta tarde del precio del silencio, del amor poco expresado, de la exigencia sin ternura, del ministerio que crece, pero a costa de la familia.
Hoy, no queremos que esta historia se repita. Hoy no huiremos como David. Hoy no ofreceremos un beso vacío. Hoy no esperaremos a llorar en un funeral para decir lo que deberíamos haber dicho en vida.
Queremos mirarte a los ojos y decirte: lo sentimos.
Perdón, hijo. Perdón, hija.
Perdón por cada vez que estuviste ahí, pero te sentiste invisible.
Por cada vez que la iglesia fue prioridad y tú fuiste un añadido.
Por cada reunión en la que te viste en la necesidad de servir, sin que nadie preguntara por tu alma.
Perdón si te corregimos sin comprensión.
Si te exigimos más de lo que podías dar.
Perdón por los abrazos que no llegaron a tiempo.
Por las veces que necesitaste escuchar palabras que no escuchaste: “Estoy orgulloso de ti”, “Te amo”, “Estoy contigo, aunque no lo entiendas todo”.
Perdón por haber esperado que fueras perfecto, porque simplemente eras el “hijo del pastor”.
Si te hicimos cargar un ministerio que no sentías tuyo.
Por haberte pedido que perdonaras… cuando aún no habías sanado.
Perdón, no solo como padres, sino como iglesia.
Hoy queremos pedirte que no sigas el camino de Absalón. Que no permitas que una herida te robe el futuro. Que no dejes que el dolor te convierta en alguien que tú no eres.
Tú no eres rebelde.
Tú no eres solo “el hijo de alguien”.
Eres un llamado por Dios, mirado por el Padre, escuchado por el cielo.
Hoy queremos que comience algo nuevo.
Y si puedes perdonar, aunque sea con una lágrima, si puedes soltar, aunque sea con un suspiro, si puedes decirle a Dios: “No entiendo todo, pero quiero sanar”. Entonces el cielo hoy hace fiesta.
A veces hemos dado solo un beso, como David. Recibe un abrazo a través de esta carta. No solo uno... ¡cientos! Pero, el primero, que diga:
“No lo hicimos todo bien y ante Dios lo reconocemos”.
“No te prestamos siempre la atención que esperabas, pero hoy te miramos”.
“No siempre fuimos los padres o líderes que necesitabas, pero hoy queremos crecer contigo”.
“Es probable que no sepamos sanar tus heridas, sin embargo, queremos caminar contigo mientras sanas”.
Hoy te pedimos perdón.
Y te bendecimos.
Para que tu historia no termine como la de Absalón, sino como la del hijo pródigo, quien encontró un Padre que fue corriendo a su encuentro.
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