"Trabajemos incansablemente por quienes llegan de otros lugares. Hagamos que se reconozcan sus derechos"
Al comenzar mi encuentro con vosotros de todas las semanas, quiero hablaros del resumen que hace el Señor de los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. ¿Por qué? En estos meses de verano y en los días presentes, estamos leyendo, oyendo y viendo por los diferentes medios de comunicación social las frecuentes tensiones que amenazan la paz y la convivencia entre los hombres de todos los pueblos, aunque muy especialmente algunos se encuentren afectados con más crudeza.
El fenómeno migratorio constituye un dato importante en las relaciones entre los países y los pueblos. Proviene de desigualdades injustas e insidiosas, y de derechos no reconocidos al acceso a los bienes más esenciales: comida, agua, casa, salud, trabajo, paz, vida de familia. Los inmigrantes buscan mejores condiciones de vida o salidas en búsqueda de paz y de salvar sus vidas y las de sus familias, y llaman a las puertas de Europa.
Los problemas que surgen para su acogida solamente se pueden resolver colaborando todos los países y teniendo como meta el respeto a la persona: el hombre es el valor fundamental, vale más que todas las estructuras sociales en las que participa. La persistente desigualdad en el ejercicio de los derechos humanos fundamentales ahoga a tantos hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos. Es un imperativo para todos el reconocimiento de la igualdad esencial entre las personas humanas. Nace de su misma dignidad trascendente y está inscrita en la gramática natural que se desprende cuando contemplamos el proyecto de Dios sobre toda la creación. Contemplemos al ser humano desde el valor que Dios le da.
¡Qué hondura tiene contemplar y acoger lo que dice la Sagrada Escritura sobre el ser humano! En esa contemplación escuchamos: "Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó" (Gn 1, 27). Y en esa contemplación descubrimos las consecuencias que tiene tal hechura humana: por haber sido creado a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona. No es algo, es alguien con capacidad de conocerse, poseerse, entregarse libremente y entrar en comunión con otras personas. Por pura gracia está llamado a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y amor que nadie puede dar en su lugar (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 357).
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