El Evangelio filmado en vivo

El Evangelio filmado en vivo

Imaginar e identificarse con lo que ocurrió hace 2000 años. Así despertaba en los jóvenes la atracción por Jesucristo, el “director” Giussani en los años ’80 y ‘90

Por Massimo Borghesi 

Filósofo

Lo que ocurre hoy –la gracia presente- remite a lo que ocurrió hace 2000 años a orillas del mar de Galilea. Desde aquel afiche de Pascua de los universitarios de 1982, Giussani volvió muchas veces sobre ese “mar” que vio personalmente en su viaje a Tierra Santa de 1986. Dijo entonces que “cuando uno ve esos lugares, aquel acontecimiento resulta tan concretamente humano que es imposible volver de Palestina pensando que el cristianismo puede ser una fábula. Entrar dentro de las condiciones naturales, logísticas, en las que se movía Cristo: los paisajes que él vio, las piedras que pisó, las distancias que caminó… todo contribuye y obliga a comprender la verdad de lo ocurrido”. Resulta evidente el deseo de identificación. El presente  es signo del Misterio, pero para intuir el Misterio, para conocerlo, hay que ir al Evangelio. “Entonces digo que nosotros estamos demasiado pendientes de percibir que (el Misterio) nos está tocando ahora, nos quedamos demasiado en la compañía. Mientras que la compañía debe impulsar todo lo que hay en nosotros a mirarlo a la cara, a pensar en él, a decirle “Ven” a Eso que ocurrió, a lo que miraban Juan y Andrés, a lo que le dijo a Pablo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, a lo que le dijo a la viuda de Nain: “Mujer, no llores”.

El presente, signado por la gracia, remite al pasado, a la Revelación tal como está documentada en el Evangelio. El Giussani de los años ’80-’90 concentra toda su atención en el contenido del Evangelio, en la figura de Jesucristo. Como dice Ventorino: “Entrar en la profundidad del misterio de Cristo, identificarse con Él a través del relato de los Evangelios, fue la suprema pasión de la vida de Giussani, sobre todo en los últimos años. El que lo escuchaba se veía involucrado en la fascinación de un descubrimiento cada vez más intenso e inmenso de la divina humanidad de Cristo”. Cuanto más se acelera el proceso de descristianización, consiguiente al movimiento ideológico político posterior al ’68, tanto más penetrante, insistente y “visionario” se vuelve (en Giussani) el retorno necesario al Uno. Hay una frase que él repite constantemente, una frase referida a los primeros discípulos de Jesús, a Juan, Andrés y todos los demás: “Lo miraban hablar”. Y Giussani, en sus escritos y coloquios, se coloca en la misma posición que Juan y Andrés: no se limita a hablar de Cristo, sino que lo describe “mirándolo hablar”. Vale decir que, idealmente, se introduce en la escena, entra a formar parte de ella. Siguiendo la lógica que subyace en la trilogía teológica de Hans Urs von Balthasar, significa que el momento estético, caracterizado por el estupor y la sorpresa de un encuentro, en la medida en que es real me introduce en una Teo-dramática, en un drama cuyo protagonista, el héroe trágico, es Cristo. Las lecciones de Giussani repiten, de alguna manera, las de su maestro don Gaetano Corti. Se puede volver a Cristo si se camina hacia Él mirándolo. “Como en una película” dice el título de uno de los capítulos de “El atractivo de Jesucristo”.

Porque todo el discurso evangélico se desarrolla como una película. Si fuera una película, la primera escena sería Juan y Andrés que están mirando a Jesús mientras habla en su casa. Un impacto: el impacto con una realidad con la que ellos sienten una correspondencia como nunca nada les ha correspondido. Por otro lado la última escena, lo último que se vería, es a Jesús que le dice a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”: es la pregunta que Jesús le hacía a los que llamaba, como a Juan y Andrés. Y ellos lo siguieron y eran pecadores, y siguieron siendo pecadores, tan es así que Pedro lo traicionó: es el pecado más grave; pero a pesar de que lo traicionó, la última escena es el choque con una realidad humana que corresponde de tal manera a lo que Simón es, que resulta más fuerte que su error, es una misericordia más fuerte que su error. Por eso en la primera escena, Cristo que hablaba se imponía a los dos que lo miraban, porque nunca los había embestido una fuerza que correspondiera de esa manera a su ánimo y en la última escena Cristo se imponía porque tenía una fuerza capaz de abrazar incluso aquello que se le había opuesto y había renegado de Él.

Giussani asume aquí la mirada de un director. Los “ojos de la fe”, de los que hablaba Pierre Rousselot, son en realidad los ojos de Pasolini, de Zeffirelli. Son, más exactamente, los ojos de Simón, de Andrés, de Juan: “La mirada de Andrés y de Juan a Jesús: ésa es la moral, la fuente de la moral, la vertiente moral”. La actitud moral cristiana consiste así en mirarlo a Él, a Cristo, con la misma atención e intensidad con que lo miraban los suyos. Es el resultado del que mira porque es mirado, del que ha sido atrapado por una mirada de afecto.

Cuando Andrés llevó a su hermano Simón hasta Jesús, iban subiendo una pequeña cuesta antes de llegar a la casa; Simón caminaba con los ojos fijos en aquel individuo que lo estaba esperando y todavía se encontraba un poco lejos, iba lleno de esa curiosidad que es característica del hombre (…), y cuando llegó allí, a tres o cuatro metros, vio que Él lo miraba de una manera que nunca más olvidaría – porque mientras lo observaba, mientras lo miraba, descubría su carácter, captaba el tipo de personalidad que tenía: “¡Nunca nadie me miró así!”-; y mientras Él lo miraba, a Simón lo dominó un fenómeno que se expresa con la palabra “estupor”. Tan es así que inmediatamente se sintió unido a Él. (…) El estupor inicial era un juicio que inmediatamente se transformaba en apego. (…) Un juicio que era como un adhesivo: un juicio que lo adhería. (…) No era un apego sentimental, no era un fenómeno emocional: era un fenómeno de la razón, precisamente una manifestación de esa razón que se apega a la persona que tiene delante en cuanto es un juicio de valoración; al mirarla, surge un afecto maravillado que te lleva a la adhesión.

La moral, la manera de mirar a los otros como “personas”, nace de una adhesión a Él, de una correspondencia con su mirada. La génesis de la moral cristiana no reside en la obediencia a una regla sino en identificarse con Él, con Cristo. El relato evangélico requiere, para Giussani, tanto la identificación como la imaginación. No por un artificio sino porque al estar con-movidos somos introducidos dentro de la realidad de los hechos que ocurrieron. La descripción se polariza en ciertos momentos, varias veces repetidos, siempre de manera diferente. Como el encuentro de Juan y Andrés con Jesús, modelo de cualquier otro “encuentro” evangélico.

Pero imaginen a esos dos que están escuchándolo varias horas y después tienen que volver a casa. Él los despide y vuelven callados. Callados porque están invadidos por la impresión que les produjo el misterio que percibieron, que presintieron. Y después se separan: cada uno se va a su casa. No se despiden, no porque no se despidan, sino porque se despiden de otra manera; se despiden sin despedirse, porque están llenos de la misma cosa; ellos dos son una sola cosa porque están llenos de la misma cosa. Y Andrés entra en su casa y se quita el manto, y la esposa le dice: “¿Pero qué te pasa, Andrés? Estás raro, ¿qué te pasó?”. Imaginen que él empieza a llorar y ella preocupada le vuelve a preguntar: “¿Pero qué te ocurre?”.  Y él abraza a su mujer, que nunca en su vida se sintió abrazada de esa manera: era otra persona, ¡Era otra persona! Era él, pero era otro. Si le hubieran preguntado: “¿Quién eres?”, hubiera dicho: “Me doy cuenta de que me he convertido en otro… después de haber escuchado a ese individuo, a ese hombre, yo me convertí en otra persona”.

El otro episodio evangélico que Giussani también repite siempre es el “sí” de Pedro, frente a Jesús resucitado, a orillas del mar de Galilea.

Había asado un pescado para ellos. Todos se sientan y comen. En medio del silencio casi total que reinaba en la playa, Jesús, recostado, miró al que tenía al lado, que era Simón Pedro; lo miró, y Pedro sintió, imaginemos cómo lo sintió, el peso de aquella mirada. Porque se acordaba de la traición que había cometido pocas semanas antes, y de todo lo que había hecho. (…) Pedro se sintió como aplastado bajo el peso de su propia incapacidad, de su propia incapacidad para ser hombre. Y ese hombre que está junto a él empieza a hablar y le dice: “Simón (imaginen cómo debía estar temblando Pedro), ¿me amas?”. Si ustedes intentan identificarse con esta situación, empiezan a temblar solo de pensarlo, solo de imaginar esta escena tan dramática. (…) Entonces, como un respiro, apenas como un respiro, Pedro responde. Su respuesta fue apenas susurrada como un respiro. No se atrevía pero… “No sé cómo, pero sí, Señor, yo te amo; no sé cómo, pero es así”.

El mismo episodio lo relató en otra oportunidad de esta manera:

El Señor se recostó cerca de él (de Pedro). Pedro lo miraba. Lo miraba sin mirarlo, porque tenía más vergüenza que de costumbre. Hasta que Jesús le dice: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. “Señor, tú sabes que te amo”. No podía dejar de mirarlo de frente y darle su respuesta. No podía, hubiera sido una mentira. Lo quería. Lo había traicionado, pero lo quería y por eso se dio vuelta y lo miró, lo miró de frente y le dio esa respuesta que nunca había dejado de ser cierta, salvo en aquel momento terrible. Le dio la respuesta que era la razón por la cual él estaba siempre mirándolo, donde sea que estuviera, donde se encontrara: en la barca en medio del mar como aquella mañana o en medio de la multitud sobre la montaña. Incluso cuando estaba en su casa y Él no estaba presente, siempre estaba mirándolo.

Por último, hay otro episodio que también fue varias veces evocado por el “director” Giussani, el de la resurrección del hijo de la viuda de Nain.

Cuando vio aquel funeral preguntó enseguida: “¿Quién es?”. “Es un adolescente cuyo padre murió hace poco”. Y su madre estaba gritando y gritando y gritando detrás del féretro; no como era propio de entonces, sino como es propio de la naturaleza del corazón de una madre que se expresa libremente. Dio unos pasos hacia ella y le dijo: “¡Mujer, no llores!”. ¿Acaso hay algo más injusto que decirle que no llore a una mujer que acaba de perder a su hijo? ¿“Mujer no llores”? Pero le estaba expresando su compasión, su afecto, que compartía el dolor que la estaba destruyendo. Le dijo al hijo: “¡Levántate!”. Y le devolvió a su hijo. No podía devolverle al hijo sin decirle nada: se hubiera quedado en el plano de profeta y taumaturgo, de un hacedor de milagros. “Mujer, no llores”, le dijo. Y le devolvió a su hijo. Pero antes dijo: “Mujer no llores”.

Juan y Andrés, el sí de Pedro, el llanto de la viuda de Nain: tres episodios del Evangelio filmados en vivo, como en una película, que caracterizan al Giussani de los ’90. Tres documentos de un “retorno” a 2000 años atrás, a los comienzos de la fe, a las formas históricas, existenciales, visuales, que asumió en el momento en que surgía. Un retorno necesario no solo para comprender la experiencia cristiana en el presente sino también, y quizás sobre todo, para una generación, la de los ’70 y ’80, que ya no sabía casi nada del cristianismo y de su historia.

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