Significante autocrático

Significante autocrático

Por Jorge Fontevecchia.

En privado, con periodistas, empresarios y políticos de otros partidos, los miembros del Gobierno son razonables y se expresan con modales educados. Pero no pocos de ellos cuando hablan en público se transforman: son capaces de defender ideas que contradigan su propia razón y asumen agresivamente una oralidad confrontativa. Una explicación es que en público le hablan a Cristina y en privado son ellos mismos. Otra es que se trata de una estrategia consensuada con la propia Cristina porque en público se les habla a los propios y en privado, a los ajenos, a quienes hay que apaciguar (“volvimos mejores”).

Como cuando Néstor Kirchner le dijo a George Bush: “Somos peronistas, no nos juzgue por lo que decimos, sino por lo que hacemos”. El problema de esa estrategia discursiva reside en la relación del parecer con el ser en sus dos dimensiones: el equívoco que genera en las audiencias que no distinguen entre parecer y ser, y el equívoco que genera en el propio emisor, que termina confundiéndose a sí mismo: cuando la máscara impregna a quien la lleva. Somos (terminamos siendo) lo que la mirada de los demás nos devuelve que somos. En el caso de un político, cuya máscara es pública las veinticuatro horas del día, los dos equívocos entre parecer y ser se retroalimentan: los oponentes a quienes se ataca con el discurso agresivo devuelven la beligerancia obligando a una nueva respuesta más agresiva, haciendo que cada vez se parezca más y sea más eso que se parece.

Es probable que el kirchnerismo de Néstor Kirchner con Alberto Fernández de jefe de Gabinete de 2003 y los superávits gemelos de Lavagna haya comenzado siendo progresista para, de la mano de Cristina Kirchner y ya sin superávit gemelos, irse corriendo cada vez a ser esa máscara, retroalimentada por la del odio que fue recibiendo como devolución al que “parecía” estar emitiendo.

Con la lógica de la experiencia, Miguel Ángel Pichetto vaticinó que con los años, los ya no tan jóvenes de La Cámpora se irán convirtiendo en socialdemócratas, es decir, políticos con valores republicamos, lo contrario a ser partidarios de una autocracia. Palabra clave para la actual política internacional de Estados Unidos, que con el regreso del Partido Demócrata a la Casa Blanca y Joe Biden como presidente traza la línea divisoria entre el bien y el mal en democracias versus autocracias.

Hacia fines de la década de los 70 otro presidente del Partido Demócrata, Jimmy Carter, descubrió que la defensa de los derechos humanos que no se cumplían en la ex Unión Soviética era un arma más potente que las militares en su competencia geopolítica. Biden parece apostar a la misma estrategia con China, que su régimen de partido único termine implosionando algún día por presión de su pueblo en demanda de libertades. Pero bastante antes de que eso pueda suceder –ahora– la sola división del mundo propuesta por Biden tiene consecuencias políticas en el presente. No puede estar China sola en una categoría, también Rusia es definida como autocracia,  al igual que Venezuela.

Y aquí se vuelve al ser del kirchnerismo y la posibilidad o no de que pueda ser catalogado como autocrático, calificación que incluye tanto al populismo personalista que se perpetúa en el poder alrededor de una persona, su discípulo o una familia (Putin, Maduro, ¿los Kirchner?), como a un régimen “científico” donde un partido único se da continuidad a sí mismo (China), o un régimen religioso (Irán) donde los clérigos se autodesignan. Faltaría agregar las monarquías absolutas (quedan solo seis en todo el mundo), como la de Arabia Saudita, que tiene al príncipe heredero, Mohammed bin Salman, acusado de asesinar al periodista Jamal Khashoggi en una embajada de su país.

Las dictaduras eran totalitarismos basados solo en la fuerza, lo que hace a un sistema autocrático es la no alternancia en el gobierno de diferentes partidos dentro de un sistema recubierto de algún tipo de características democráticas.

El kirchnerismo aceptó su derrota electoral en 2015 frente a Macri, y hubo alternancia en el poder. Con buena voluntad y forzando la credulidad, se podría decir que el plan original de 16 años del kirchnerismo: ocho de Néstor Kirchner y ocho de Cristina, al ser ambas personas con talentos políticos propios, podría no calificar como autocracia. Pero un proyecto presidencial de Máximo Kirchner resignifica lo anterior.

Nadie debe estar impedido de ser presidente por haberlo sido su padre; Estados Unidos es el mejor ejemplo, los dos George Bush, padre e hijo del Partido Republicano que fueron presidentes separados por dos períodos presidenciales del Partido Demócrata; o aunque no haya sido electo, el hijo de Raúl Alfonsín, Ricardo, fue candidato presidencial. Pero si ya resultaba poco probable que ambos integrantes de un matrimonio, Néstor y Cristina, sean los mejores para presidir un país, menos lo es que también su hijo vuelva a ser el mejor calificado para presidir el país. Es ahí, en ese proyecto familiar de perpetuación del poder, donde reside el núcleo de la desconfianza que hace parecer al kirchnerismo una autocracia. Esposo, esposa e hijo al frente del Poder Ejecutivo permite sospechar que si Néstor Kirchner no hubiera  muerto tempranamente, el clan Kirchner hubiera intentado perpetuarse sin alternancias, y más allá de que lo hubiera logrado, lo anima un espíritu autocrático.

La Argentina no es un país con tradiciones milenarias de absolutismos como China, Rusia o Irán,  tampoco es un país dócil ni amansado. Las ideas multilateralistas del gobierno de Alberto Fernández o de los miembros de La Cámpora que integran el Gobierno no son autocráticas ni parecen orientar el país hacia Venezuela. El problema de parecer autocrático se concentra en la continuidad del poder en una familia, siendo Máximo Kirchner el significante autocrático. El problema no está en las ideas de La Cámpora, sino en la concepción del sistema de poder para llevarlas a cabo, que les restan valor a esas ideas, las que terminan pareciendo solo una cobertura de un proyecto familiar de poder.

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