Los lugares de las vacaciones de los Papas

Los lugares de las vacaciones de los Papas

A lo largo de los siglos los Pontífices han salido de Roma para huir del calor, asistir a batallas navales espectaculares, jugar billar o cazar jabalíes

Por MARCO RONCALLIROMA

Es difícil establecer con certeza cuándo nació entre los obispos de Roma la costumbre de las vacaciones veraniegas. Retrocediendo a lo largo de siglos y hojeando los pesados tomos de la “Historia de los Papas” de Ludwig von Pastor, o el mítico “Diccionario de erudición histórico-eclesiástica” de Gaetano Moroni, se encuentran los nombres de los que se alejaban de Roma para huir de la Canícula, pero también del aire viciado, causa de enfermedades, que provocaban algunos cursos de agua empantanados. «Roma, devoradora de hombres, feraz de fiebres y de muertos», se quejaba Pier Damiani. Y seguramente hay que remontarse a Inocencio III (1198-1216) para hablar de vacaciones estivas papales como de una costumbre regular. Bajo su Pontificado los romanos llamaban Letrán “palacio de invierno”. Las localidades elegidas para construir edificios rodeados de verde se encuentran principalmente en los alrededores de Roma. Si, para huir del siroco, Eugenio III (1145-1153) mandó construir un palacio en Señi, otros, como Clemente IV (1265-1268) y Nicolás III (1277-1280) preferían Anañi y Viterbo, ciudad en la que antes procedían con las medidas más disparatadas: expulsar a las prostitutas presentes, eliminar las tinas insalubres en las que se fabricaba el lino… Otros, en cambio, se dejaban encantar por los espactáculosd e la naturaleza entre las ruinas de Sora, Tívoli, Montefiascone… Esas bellezas, rodeadas de bosques frescos, que sedujeron a Pío II (1458-1464), Papa humanista que no desdeñaba los baños sulfúreos de Petriolo con algún cardenal, pero que, sobre todo, nos dejó (en los “Comentarios”) sus apuntes de viajes por la Apia antigua, incluida su visita papal a las colinas Ablani. O esas bellezas naturales, pobladas por una rica fauna que estimulaba la pasión venatoria de León X (1513-1521), cazador de jabalíes en la finca de la Magliana. 

 

La costumbre de breves vacaciones se consolidó en el siglo XVII, con el palacio que mandó construir Urbano VIII (1623-1644), cerca del lago de Albano, en Castel Gandolfo, meta privilegiada hasta ahora por quince diferentes Papas. Así, con el tiempo, el lugar cedido en 1596 con una venta forzada por la familia Savelli a la Cámara Apostólica, por la suma de 24.000 escudos, y que fue incorporado por Clemente VIII entre las propiedades de la Santa Sede, se convirtió en una especie de Vaticano de verano (o “segundo Vaticano”). Aunque Piazza escribió, a propósito de la “villa de los Sumos Pontífices” que «Pablo V [1605-1621] fue el primero que, impulsado por la amenidad admirable por sobre cualquier otra del Lacio, por el sitio y por la cercanía de Roma, y por las delicias del lago, y la salubridad del aire, comenzara a echar los cimientos para la habitación Pontificia», fue Urbano VIII, que llegó al trono en 1623, quien puso en march alas obras de la villa en donde surgía la antigua acrópolis de Alba Longa, en donde los Gandulfos habían construido la propiedad que después habrían ocupado los Savelli. En su libro “Los Papas en el campo” (1953), Emilio Bonomelli, que fue bastante tiempo director de las Villas Pontificias, narró esa mañana del 10 de mayo de 1626 en la que los Papas comenzaron un nuevo viaje, el primero de una larga serie de “mudanzas” a Castel Gandolfo. Leemos que el Papa partió en esos días «en buena hora, en carroza de seis caballos» desde el Palacio del Quirinal, «antecedido por el crucífero a caballo, seguido por la corte en hábito corto de viaje, algunos a caballo, otros en litera», y en compañía de «monseñor Maestro de casa, el confesor, el secretario de los estados, de los memoriales, el secretario de las cifras, el médico secreto, el limosnero, el caudatario, el ayudante de cámara, el copero, el mayordomo, el maestro de cartas, los clérigos secretos, los capellanes, los ujieres, los porteadores, etc.», sin olvidar los «esbirros de campo», que habían sido ya informados por el gobernador de Roma para que garantizaran la seguridad del séquito papal a lo largo de su recorrido. Gracias a Maffeo Barberini, que como refirió el pintor Sandrart fue visto cerca del lago «arrojar las redes de pesca con deleite», poco a poco la residencia papal se fue ampliando y en la construcción del Palacio Pontificio trabajaron el arquitecto Carlo Maderno, Bartolomeo Breccioli y Domenico Castelli.  

 

El segundo Papa que habitó en el Palacio Pontificio fue Alejandro VII (1655-1667), que «en la residencia estiva –escribió Pastor– hizo que Bernini añadiera la fachada y la galería, de la que se goza la vista del mar». El Papa Alejandro es recordado mientras observaba divertido desde las ventanas las fiestas populares, respirando a todo pulmón, como escribió Jacovacci en sus “Noticias sobre Castel Gandolfo”, el «aire más purgado». Pero Fabio Chigi también se sentía fascinado por el lago: más que los peces, lo que más lo atraía era el espejo de agua que atravesaba en faluca o bergantín. También se narra, en las crónicas en su honor sobre la primera estancia en Castel Gandolfo, que los Cabelleros de Malta organizaron una espectacular batalla naval entre dos grupos de actores-marineros (caballeros y turcos, estos últimos, obviamente, perdedores). Pero sobre todo es el jardín (que incluso en la actualidad se encuentra perfectamente conservado) el que se convierte en el protagonista de los paseos papales. «Contiene, en sí, espaciosos paseos y bellos y altos setos, por lo que el reinante Pontífice a menudo baja allí a hacer ejercicio», se lee en un documento de 1667. 

 

Después de Alejandro VII, ningún Pontífice fue a Castel Gandolfo, hasta Clemente XI (1700-1721). Y de él habla Lancisi en sus “Efemérides de las vacaciones de Clemente XI”, en las que lo describe paseando escoltado por guardias suizos, rezando en las iglesias de Castello, o en las parroquias cercanas mientras asiste a los catecismos e interroga a los jóvenes. 

 

El cuarto sucesor de Clemente XI, Benedicto XIV (1740-1758), pasó largos periodos en Castel Gandolfo. Fue uno de los Pontífices más encariñados con este sitio, en donde, como escribió Caraccioli, «podía relajar el alma». El Papa Lambertini no amaba las escoltas (que redujo), paseaba de buena gana por los bosques, conversaba con los campesinos y organizaba “justas” de lectura con sus huéspedes: como el prior Bouget, eminente hebraísta. Este Pontífice, en Castello, recarga sus energías y templa su temperamento. «No quiero rompecabezas. Esos llegarán cuando estemos en Roma», se quejó con el cardenal Alberoni que lo atormentaba con problemas. 

 

Y después llegan las vacaciones de otros dos Clementes, XIII (1758-1769) y XIV (1769-1774). Este último, en particular, extendió la residencia al añadir la Villa Cybo con su parque y prefería pasar en un mes de otoño en Castello: le encantaba pasear y salir a caballo vestido de blanco, trotando sin estribos, ejercicio abandonado en 1771, después de dos caídas.  

 

Hacia finales del siglo XVIII los eventos no permitieron que los Papas pasaran periodos fuera de Roma. Las tropas francesas llegaron incluso a ocupar el palacio. Pero, si Pío VI (1775-1799) no pudo viajar debido a las amenazas de los soldados de la revolución (y porque estaba ocupado con la limpieza pontina), Pío VII (1800-1823) retomó la tradición antes de su prisión y durante los años que siguieron a la Restauración, para alegría de los pobladores locales que lo festejaban con fuegos de artificio. Con Pío VII llegó el billar al Palacio Pontificio. Lo colocaron en una sala que tomó su nombre. EL mismo Pontífice se concedía algunas partidas con sus familiares, colaboradores y huéspedes. Entre estos últimos, el privilegio de jugar con Su Santidad le tocó al joven Massimo D’Azeglio, quien con su hermano Próspero, jesuita, y con su padre, Ministro del rey de Cerdeña ante la corte de Roma, visitó al Papa en 1814.  

 

Otro Papa que visitó frecuentemente Castel Gandolfo fue Gregorio XVI (1831-1846). Amante de la pesca, aparece citado en un soneto de Gioacchino Belli a orillas del lago tratando de «pescar tencas por el ayuno». 

 

También su sucesor, Pío IX (1846-1878), a pesar de todo, logró pasar algunos periodos en el “vaticano estivo” (con dos excursiones hasta Anzio). Además, en 1859 llegó a Albano y a Castello en carroza después de haber llegado a Cecchina, utilizando por primera vez el «noble tren a vapor». Sus últimas vacaciones, en la residencia gandolfina son las de mayo de 1869. Pero lo impedirán a partir de entonces el aumento de los robos, la cólera y la situación política italiana. 

 

Así, la villa de los Papas permaneció cerrada desde 1870 hasta 1929, año de los Pactos Lateranenses. En virtud del artículo 14 del Concordato, Italia reconoció a la Santa Sede la propiedad del Palacio de Castel Gandolfo, con anexos (Villa Cybo) y la antigua Villa Barberini, de mayores dimensiones y que surgió sobre los restos de la villa de Domiciano. Con el Pontificado de Pío XI (1922-1939) volvió a comenzar la tradición de las vacaciones que se había afirmado, como se dijo, desde inicios del siglo XVII y que habían seguido la mayor parte de los Papas a partir de entonces. 

Se cuenta que Achille Ratti llegó a Castel Gandolfo por primera vez el 24 de agosto de 1933, viajando de incógnito en un automóvil al que se le ponchó una rueda. Fue él quien comenzó restauraciones importantes, que fueron muy apreciadas por sus sucesores: desde Pío XII (1939-1958), que cuando estaba en Castello caminaba kilómetros mientras leía, o Juan XXIII (1958-1963), que en sus agendas anotaba sobre sí: «incluso en la calma de la residencia estiva, el Santo Padre prosigue sus actividades». Y también escribió que el sitio, «por encanto de la naturaleza, parece un jardín», o que «todo allí se encuentra en orden perfecto, y con sentido práctico y de belleza». Y también Pablo VI (1963-1978), que allí falleció precisamente durante el último verano de su vida. 

 

Pero fue con el Pontificado de Juan Pablo II (1978-2005) cuando llegaron novedades para las vacaciones papales. No solo porque ya como Papa, así como su predecesor Pablo VI desde 1975, podía llegar a Castel Gandolfo en diez minutos con el helicóptero. En la residencia de Castel Gandolfo (en donde también reposaba al final de extenuantes viajes) también se encontró el espacio para una pequeña piscina, regalo de los polacos de Estados Unidos. Una piscina que permitía una media hora de brazadas antes del almuerzo, ejercicio saludable que alivia la nostalgia por los ríos de los Cárpatos o de los lagos Masuri. Pero no es todo, pues Wojtyla también se dirigió a caminar por los senderos alpinos: desde Cadore hasta el Valle de Aosta, etc. Y también lo hizo después Benedicto XVI. 

 

Luego llegó el Papa Francisco, quien cuenta entre sus tantas alergias la de las vacaciones. Probablemente no sabe ni siquiera qué son, puesto que nunca se ha ido de vacaciones, ni siquiera cuando era arzobispo. Mientras tanto, abrió a los turistas buena parte de la residencia estiva de Castel Gandolfo, que podría convertirse en un museo. Es decir, esta historia de las vacaciones papales, por ahora, se ha terminado. 

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