Abu Dhabi: un paso más allá de Regensburg

Abu Dhabi: un paso más allá de Regensburg

Las afirmaciones claras y concretas del documento sobre la “Fraternidad humana” firmado por el Papa y por el Gran Imán de al-Azhar cancelan la madeja de equívocos, resentimientos y trampas ideológicas que caracterizaron el periodo que siguió al famoso discurso de Ratzinger en 2006

El Concilio Vaticano II ha dicho que la Iglesia honora y mira con afecto a los musulmanes que «buscan someterse con todo el corazón a los decretos de Dios», y esperan «el día del juicio, cuando Dios retribuya a todos los hombres resucitados». Según una tradición custodiada por los monjes damascenos, Jesús aparecerá precisamente en el minarete de la gran Mezquita de Damasco el día de su vuelta, cuando derrotará al Anticristo, proclamará el fin de los tiempos y dividirá a los buenos de los impíos. Mientras tanto, antes de que llegue ese momento, la Iglesia de Roma sigue calibrando periódicamente la propia actitud ante la multitud orante que venera a Dios según El Corán. Ha seguido haciéndolo en las décadas caracterizadas por el surgimiento del Islam político y después del largo periodo de la sangrienta perversión yihadista. Lo hace porque, como repetía el jesuita Paolo Dall’Oglio, antes de ser secuestrado, ha intuido que «el islam no es un fenómeno temporal, ni efímero», y su perdurar en la historia tiene que ver con los Tiempos Últimos y con la promesa de salvación que hace Dios a cada hombre.

 

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La Declaración de Abu Dhabi sobre la “Fraternidad human”, co-firmada por el Papa Franisco y el Gran Imán de al-Azhar, trata (guste o no) de volver a unir los caminos de proximidad entre los bautizados y los miembros de la Uma de Mohamed, en la concreción de sus contextos históricos y para beneficio de toda la familia humana. Parecen conscientes de ello los dos firmantes del documento, sobre todo teniendo en cuenta la preocupación con la que tanto el obispo de Roma y el Jeque Ahmed al Tayyeb invitan a estudiar el documento en las escuelas, en las universidades y en los círculos de los que toman las decisiones políticas.

 

Más allá de Regensburg

 

En el documento firmado por el Papa y el Gran Imán se lee, entre otras cosas, que Dios «ha creado a todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad»; les ha dado la libertad, «creándolos libres», y, por este motivo, «cada uno goza de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción». Se reconoce que entre las principales causas de crisis del presente están una «conciencia humana anestesiada y el alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre», contexto que favorece la caída de muchos en la «espiral del extremismo ateo y agnóstico, o en el integralismo religioso y en el ciego fundamentalismo». Se espera que llegue el «despertar del sentido religioso», para que permanezca «en los corazones de las nuevas generaciones», y, precisamente este despertar es concebido como freno al «radicalismo y al extremismo ciego en todas sus formas y manifestaciones».

 

Se afirma que las religiones, en cuanto tales, «no incitan nunca a la guerra y no exigen sentimientos de odio, de hostilidad, de extremismo», y se denuncian por estas aberraciones «el uso político de las religiones» y las «interpretaciones de grupos de hombres de religión» que han abusado del sentimiento religioso para impulsar a los hombres a «perpetrar lo que nada tiene que ver con la verdad de la religión». Se repite que «Dios, el Omnipotente, no necesita ser defendido por nadie y no quiere que Su nombre sea utilizado para aterrorizar a la gente», por lo que se condenan las «interpretaciones erradas de los textos religiosos», además de las «políticas de hambre, pobreza, de injusticia, de opresión».

 

Con estas afirmaciones claras y concretas, el documento firmado por el Sucesor de Pedro y por el mayor exponente del principal centro teológico sunita, queda cancelada la madeja de equívocos, resentimientos y trampas ideológicas que caracterizaron el periodo que siguió al famoso discurso de Ratzinger en 2006, en el que había una cita, interpretada por sectores islámicos como una ofensa contra El Corán. Entonces, el discurso del Papa teólogo se convirtió en un fácil rehén de los fomentadores de las “guerras culturales”, los cultores de teclado de la áspera confrontación con el islam, quienes, jugando con las reacciones enfurecidas de ambientes islámicos, lo transformaron en una especie de manifiesto teórico del choque de civilizaciones, o, por lo menos, en un pretexto para volver a proponer sus tesis sobre la naturaleza intrínsecamente violenta de la fe coránica y sobre su incompatibilidad con los principios modernos de la libertad religiosa, con la tutela de los derechos humanos y con los modelos de las sociedades plurales.

 

El mismo Benedicto XVI trató de aclarar de muchas maneras que la “lectio magistralis” de Regensburg (como explicó en el periódico italiano “30Giorni” el cardenal Secretario de Estado Tarcisio Bertone) se concentraba específicamente en la relación entre la fe y la razón y entre la religión y la violencia, por lo que no pretendía reflexionar «sobre la cuestión del diálogo con las demás religiones ni con el Islam en particular».

 

El Papa bávaro habló también durante un encuentro convocado con los embajadores de los países de mayoría islámica, para insistir en que consideraba «una necesidad vital» el diálogo y la colaboración entre cristianos y musulmanes, en beneficio «de la humanidad entera», para «construir juntos el mundo de paz y de fraternidad ardientemente deseado por todos los hombres de buena voluntad». 

 

En octubre de 2007 llegó al Vaticano la carta que 138 eminentes personalidades islámicas enviaron a los principales líderes cristianos para responder y exponer su interpretación del discurso de Regensburg. En ese texto se proponía identificar un terreno «común» para el diálogo y la colaboración entre cristianos y musulmanes, a partir de los rasgos compartidos del amor por el único Dios y por el prójimo. El acercamiento que buscaban los representantes musulmanes se desarrolló en los encuentros del llamado foro “islamo-católico”. Y ahora, libres del asedio ideológico de los “guerreros culturales”, las semillas de encuentro y colaboración cultivadas tras la tormenta de Regensburg se encuentran en la declaración de Abu Dhabi, escrita por el Papa y el mayor representante del más renombrado centro teológico sunita, para demostrar que «la fe lleva al creyente a ver en el otro un hermano al cual apoyar y amar».

 

Las nuevas fronteras del “pensamiento crítico” 

 

La polémica occidentalista contra el islam, tiene varios matices. Al lado de los teóricos de la naturaleza intrínsecamente violenta de la fe coránica, existen también las versiones “suaves” que reprochan al islam la demostrada incompatibilidad con la modernidad tolerante, plural, respetuosa de los derechos individuales.

 

El Papa Francisco nunca ha optado por la postura del “gran preceptor” del islam, encargado de favorecer su adaptación a la modernidad multicultural y multirreligiosa. El Papa y sus colaboradores nunca han tenido la intención de pasar por aquellos que “dan lecciones” al Islam. El obispo de Roma sabe muy bien que entre sus competencias no está la de convertirse en “maieuta” de la reforma “ilustrada” de la cultura islámica. Tal vez precisamente por este motivo, el documento de Abu Dhabi se presenta como un mapa compartido, sin reservas y sin resistencias incluso por parte musulmana, sobre cómo caminar juntos y vivir la fe en Dios en el actual contexto del mundo. Mientras tanto, sin llamar a nuevas Cruzadas ni a nuevas Guerras Santas, en el documento suscrito por con el Gran Imán se afirma la sustancial sintonía en la intención de custodiar la Ley natural. Como sucedió en los años noventa, en la época de Juan Pablo II, cuando la Santa Sede y los países islámicos hicieron un frente común contra las políticas abortistas en las conferencias de la ONU en El Cairo (1994) y de Pekín (1995).

 

En el texto que firmaron juntos el Papa Francisco y el Imán al Tayyeb se repite que la injusticia y la distribución injusta de los recursos naturales «han generado, y siguen haciéndolo, enormes cantidades de enfermos, de necesitados y de muertos, provocando crisis letales», que la familia es «esencial» como núcleo fundamental de la sociedad y de la humanidad, para «dar a la luz hijos, crecerlos, educarlos, ofrecerles una moral sólida»; que la vida es un don del Creador «que nadie tiene el derecho de quitar, amenazar o manipular a su gusto», don que hay que defender «desde su inicio hasta su muerte natural», contrarrestando incluso «el aborto y la eutanasia, y las políticas que apoyen todo esto». Así, sin temer exponerse a acusaciones de oscurantismo, el Papa y el Imán experimentan el redescubrimiento de la fraternidad de los hijos de Dios, incluso como reserva de pensamiento crítico frente a las nuevas idolatrías individualistas y liberales que inundan el tiempo de la globalización.

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