Primera Guerra Mundial; Parolin: la Santa Sede ha estado siempre por una Europa justa y equitativa

Primera Guerra Mundial; Parolin: la Santa Sede ha estado siempre por una Europa justa y equitativa

El cardenal Secretario de Estado vaticano inauguró en la Lateranense el congreso “La Santa Sede y los católicos en el mundo post-bélico (1918-1922)”

Se podía reconocer muy bien, desde la famosa “Nota de Paz” de Benedicto XV del primero de agosto de 1917, cuál era la visión pontificia sobre un nuevo orden europeo durante la Primera Guerra Mundial: «el respeto de la justicia y de la equidad en las relaciones entre los Estados y los pueblos, la renuncia a las compensaciones recíprocas, el respeto del natural principio de nacionalidad y de las legítimas aspiraciones de los pueblos, el justo acceso a los bienes materiales y a las vías de comunicación a todos, la reducción del armamento, el arbitraje como instrumento pacífico para la solución de los conflictos». A 100 años del final de la Primera Guerra Mundial, la que el Papa Giacomo Della Chiesa clasificó como una «inútil masacre», el cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, reflexionó sobre los desafíos de la diplomacia vaticana tras la Primera Guerra Mundial y sobre las consecuencias de los tratados de paz, todavía presentes en «realidades dolorosas» del escenario europeo y medio oriental. Siria, Líbano, Palestina, Cisjordania o Irak, por citar solamente algunos. 

 

Sobre estos temas se concentra el congreso “La Santa Sede y los católicos en el mundo post-bélico (1918-1922)” que, organizado por el Pontificio Comité de Ciencias Históricas, comenzó hoy por la tarde en la Pontificia Universidad Lateranense. Las sesiones de trabajo concluirán el próximo 16 de noviembre, en la embajada de Hungría. En su discurso inaugural, Parolin recordó cuál actitud tenía entonces el Papa reinante, un «Pontífice de extraordinarias dotes intelectuales y humanas que, sin razón, quedó durante décadas a la sombra de sus sucesores más conocidos, y quien solamente en los últimos años ha sido descubierto debidamente por los historiadores»; un Pontífice que asumió de frente el primer conflicto de dimensiones mundiales y de carácter total, que marcó Europa y que representó para el mundo entero un punto de cambio, cuando no «el final de una época». 

 

«Significativamente —subrayó el cardenal—, el Pontífice prefirió, en lugar de justicia, hablar de equidad, es decir de la justicia animada por la caridad cristiana, apelando al precepto fundamental evangélico del amor por el prójimo y del perdón de las ofensas, pero también el precepto político de la imposibilidad de realizar peticiones maximalistas que no eran capaces de asegurar la convivencia humana y que amenazaban con suscitar, una ver recuperado el adversario, reacciones desastrosas para la paz y para los mismos vencedores de ayer». 

  

La advertencia de Benedicto XV a los vencedores «para que no abusaran de su fuerza del momento indicaba también los límites dentro de los cuales la Santa Sede habría aprobado los tratados de paz: fueron bienvenidos porque sancionaban el cese de las hostilidades y abrían las posibilidades para una renovada colaboración entre pueblos, pero fueron aceptados con perplejidad y crítica, cuando la paz se quedaba solo en el papel en lugar de llegar a los corazones de los hombres y cuando no se satisfacían las exigencias de la caridad cristiana». 

 

«La activa obra de mediación y de paz desempeñada por la diplomacia vaticana durante y después del conflicto y la amplia acción humanitaria que continuó incluso después del armisticio de manera tan generosa que se vaciaron las cajas pontificias hasta obligar a los cardenales a asumirse un crédito para poder sepultar con dignidad al gran Pontífice lígure fallecido, fueron expresiones del nuevo papel internacional del Papado como autoridad moral, pacificadora y abogada no solo de los propios creyentes, sino del hombre general y de todos los valores humanos naturales», explicó Parolin. 

 

Un dualismo parecido caracterizó también el juicio sobre la recién nacida Sociedad de las Naciones. «Su carácter universal y su objetivo de tutelar la paz se parecían demasiado a las propuestas del mismo Benedicto XV (el desarme, la seguridad colectiva, el arbitraje obligatorio) como para no suscitar su benevolencia, así como su carácter liberal-laicista arraigado en la ideología del humanitarismo laico, las influencias de la masonería internacional que sufría y la exclusión del Pontífice de este órgano internacional no podían sino suscitar reservas y distancias, sin impedir que los diplomáticos papales sostuvieran iniciativas» con buenos fines, explicó Parolin. 

 

No menos dramáticas fueron los «desafíos que provocó la revolución bolchevique en Rusia, que derrocó al gobierno zarista con su hostil persecución hacia la Iglesia católica, sustituyéndolo, después de una breve fase de expectativas optimistas en el Palacio apostólico, por un régimen opresivo y enemigo de la ley divina y natural nunca antes conocido». Después, cuando el régimen soviético se reveló «sorprendentemente duradero», cuando la situación de los católicos dentro de sus fronteras se fue volviendo «cada vez más dramática» y cuando incluso el mismo régimen soviético, movido por la necesidad de consolidarse, «descubrió las ventajas políticas del reconocimiento diplomático» del Papa, «la diplomacia vaticana no tuvo el temor de entrar en contacto con los revolucionarios bolcheviques en frac y comenzar negociaciones diplomáticas para garantizar la supervivencia del catolicismo en la Unión Soviética», recordó el cardenal. 

 

Las negociaciones fracasaron, pero «la Santa Sede logró, por lo menos, enviar a la Unión Soviética una imponente misión caritativa, contribuyendo de esta manera en salvar miles de vidas humanas. El cristianismo en Rusia y en la Unión Soviética siguió siendo, como fuera, una de las principales preocupaciones de todos los Pontífices durante el difícil siglo XX». 

 

A pesar de las dificultades históricas, aumentaron «el respeto y el prestigio de los que gozaba el Papado y su diplomacia, y reforzaron sus posiciones en el tablero internacional». 

 

Parolin sintetizó sus palabras en términos aritméticos: «Mientras al comienzo del Pontificado, en septiembre de 1914, la Santa Sede solo tenía relaciones con 17 Estados, antes de la muerte del Papa Della Chiesa, en enero de 1922, el número de socios diplomáticos aumentó a 27, entre los que estaban no solo los nuevos Estados que sentían la necesidad del apoyo del soberano más antiguo y de la autoridad moral del Papa, sino también las grandes potencias que se habían alejado del Papa antes de la guerra, como Francia o Gran Bretaña, o la República de Weimar, que abandonó el viejo sistema en el que los Estados de Prusia y Baviera mantenían a los propios representantes en Roma y hospedaban a los nuncios en el propio territorio», pero «entabló relaciones diplomáticas a nivel central». 

 

Es decir, concluyó Parolin, «nuevamente se demuestra evidente que, a pesar de todas las nubes en el horizonte, el Señor no dejaba de asistir a Su Iglesia». Vale la pena, en este sentido, recordar las palabras con las que Benedicto XV respondió a su amigo Valfrè di Bonzo, nuncio en Viena, quien, alarmado por los eventos de junio de 1918, le escribió una carta llena de preocupación: «los hombres dicen que todo depende de los sucesos, yo digo que estamos en las manos de Dios: ¿y no quiere usted recordar que “estamos en buenas manos”?». 

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